Argentina no es Alemania
Milei no es Hitler
Escribe Cristina Mateu
A partir de seleccionar algunas ideas de Siegmund Ginzberg y Enzo Traverso, la autora propone una reflexión sobre la importancia de la historia para establecer el vínculo pasado-presente-futuro.
“Esto también pasará”, dicen algunos. ¿Cabe esperar o impulsar otras tendencias al rumbo dominante? Comparto el temor de Siegmund Ginzberg cuando en las notas preliminares de Síndrome 1933 dice: “Me asusta un presente que imita al pasado ciegamente, sin querer, quizá sin darse cuenta. Por eso me he dedicado a buscar analogías (…) Por definición, las analogías son imperfectas y en algunos casos superficiales”.[1]
Transcribo algunas de las citas de este autor en Síndrome 1933 y, también, las de Enzo Traverso en La historia como campo de batalla porque, creo, pueden agregar elementos para una reflexión que no intenta que comparemos hechos históricos ya que, por supuesto, sus contextos políticos, económicos, sociales e internacionales son diferentes en cada país y mundialmente. Alemania fue y es una potencia industrial, que tras la Gran Guerra y la crisis de 1929 buscó agresivamente recuperar y disputar posiciones en el contexto mundial. Mientras que Argentina fue y es un país dependiente, con recursos codiciados en distintos momentos internacionales por las grandes potencias mundiales.
Hitler, al llegar al poder, fortalece un Estado autocrático para acrecentar la industria pesada y doblegar a su oposición local e internacional. En Argentina, Milei debilita al Estado –destruyendo la producción industrial y la agraria, destruyendo los derechos y beneficios de las áreas estatales ganados en la larga lucha popular– para favorecer a ciertos sectores económicos y desplazar a otros que le disputan su hegemonía fortaleciendo el aparato represivo para llegar al control absoluto del poder político del Estado.
Sin embargo, con la selección de ciertas citas de estos autores, tratamos de convocar a la reflexión sobre los comportamientos políticos que transcienden los tiempos históricos y resultan universales, como es la disputa por el poder político de los sectores económicos minoritarios en ascenso, agresivos y violentos porque buscan derrotar a sus adversarios y controlar el aparato del Estado. A la vez, la claudicación frente a este nuevo sector en ascenso, de aquellos debilitados y desplazados del poder; el temor a las violencias, intrigas e injusticias que genera la pelea; la falta de unidad y organización de los vastos sectores mayoritarios dominados por éstos. Conjunción que facilita y facilitó una fórmula de dominación de unos sobre otros en distintos momentos de la lucha social y política, en que el trasfondo económico y cultural siempre está presente.
En su libro, Ginzberg señala que “Se habían celebrado las elecciones al Reichstag del 31 de julio de 1932. El Partido Nacionalsocialista había obtenido el mejor resultado que logró en unos comicios aún libres y democráticos. El centro y la izquierda sumaban más votos que él, pero se mostraban incapaces de ponerse de acuerdo”. Y agrega: “Al Hitler consagrado en 1933 no lo vieron venir. Comentando el último resultado electoral en Alemania, un respetable político francés, de izquierda y judío, escribió que Hitler era «el símbolo del cambio, de la renovación, de la revolución».[2]
En Síndrome 1933 recuerda el autor que Leon Blum –líder de los socialistas franceses, nombrado en 1936 Primer Ministro del Frente Popular– “consideraba que Hitler representaba «lo nuevo», «el cambio», «la renovación», incluso la «revolución» en una Alemania anquilosada, con la República de Weimar en fibrilación”, pero que: “En 1943, la república títere de Vichy lo procesaría y entregaría a los nazis, que lo encerraron con su mujer en Buchenwald”. Ginzberg sostiene que son los mismos argumentos que algunos esgrimen hoy para explicar el consenso en torno a Donald Trump. Las analogías con la Argentina corren por cuenta del lector.
En La historia como campo de batalla, Enzo Traverso –en una interpretación crítica de la historiografía– analiza las violencias del siglo XX, señala que: “Ahora bien, bajo el nacionalsocialismo la sociedad civil alemana presentaba un abanico de comportamientos que iban desde la desaprobación (minoritaria) hasta el apoyo entusiasta de la política nazi, pasando por diferentes formas de «disensión» y de adaptación, unas veces forzada, otras veces voluntaria. El régimen nazi no habría podido perpetrar sus crímenes sin contar con ese apoyo, sin explotar esas formas de adaptación, sin neutralizar las actitudes de «disensión» o reprimir las formas más abiertas de resistencia”.[3]
La violencia, la espectacularización y banalización de la política, la falta de soluciones a los reclamos y las respuestas con insultos fueron y son los mecanismos con los que, distintos grupos de poder generalmente minoritarios, buscan imponerse mediante el miedo.
Al respecto, Ginzberg recopila documentos y cartas sobre los cambios en la forma de expresarse durante del Tercer Reich, especialmente del minucioso diario que el filólogo Victor Klemperer llevó a partir de 1933, quien “se había entregado en cuerpo, alma y palabra a Hitler”. Dice Ginzberg: “Desde el principio los nazis demostraron ser unos campeones del insulto, de la hipérbole polémica, de las groserías lanzadas contra los opositores, los judíos y cualquiera ajeno al «pueblo» con el que se identificaban. Acompañó su ascenso un «a la mierda» incesante, reiterado, silabeado, infinito. No se trataba de un mero desahogo plebeyo: era una representación estudiada, deliberada. Ya había mucha violencia, también verbal, en las continuas campañas electorales, los comicios y los debates políticos de los tiempos de Weimar. Una violencia teatral.”[4]
En su libro Ginzberg, con el título “Lento suicidio del Parlamento”, describe el comportamiento de Hitler frente a la cuestión parlamentaria. En marzo de 1933, “Hitler solicitaba que le otorgaran plenos poderes, a saber, la capacidad de promulgar cualquier ley sin consultar siquiera al Parlamento. El título de su propuesta casi sonaba neutro: «Ley para remediar las dificultades del pueblo y del Reich». Llegó tras semanas de fuego y plomo. Ya se habían producido los arrestos masivos de opositores; Göring había dado la orden de «disparar en el acto» a la que ya era «su» fuerza policial, que habían potenciado con la incorporación de energúmenos de las milicias nazis; se había ilegalizado el Partido Comunista y creado la Geheime Staaspolizei, la Policía Secreta, luego conocida como Gestapo, confiada a incondicionales de la SS. En ese punto Hitler podría haber dicho: ahora nos quedamos con todo. En cambio, buscó legitimarse obteniendo plenos poderes. Para ello necesitaba una mayoría de dos tercios, y los pidió con una argumentación aparentemente moderada y «razonable»”.[5] Además, agrega Ginzberg, que a Hitler le preocupaba la mala prensa exterior, ya que la interior la tenía controlada con amenazas y chantajes a los directores.
“Ya a principios de 1933, el saludo nazi del brazo extendido se había generalizado. (…) En julio de ese año, una disposición del ministro del Interior Frick lo declaró obligatorio para los empleados públicos”. (…) “¿Cuán espontáneo era? No usarlo entrañaba riesgos. Por ejemplo, para el cónsul estadounidense en Berlín se había convertido en algo rutinario atender a turistas que habían sido agredidos en la calle por no hacer el gesto nazi. (…) Pero al mismo tiempo revela lo difícil que puede resultar sustraerse, oponerse a la corriente. Cuando todo el mundo hace un gesto, no imitarlo supone denunciarse a uno mismo como distinto, disidente, enemigo de la mayoría y, por tanto, enemigo del pueblo”. [6]
“El término más utilizado en el Reich es sin duda «pueblo». (…) “En la Alemania nazi, el pueblo se define principalmente por oposición a quienes no forman parte de él”.
“En la Alemania de Weimar habían creado la red de servicios sociales y sanitarios más amplia, ramificada y compleja de Europa. El problema es que una asistencia que no funciona, o funciona mal, genera un descontento aún mayor que la ausencia de atención. En los años treinta los socialdemócratas y los partidos en el poder habían perdido el vínculo con los sectores menos favorecidos de la población. La gente identificaba a la clase gobernante con políticas de vivienda y asistencia que no daban buenos resultados, aparte de considerarla clientelista, particularmente a escala local”.[7]
Hasta aquí algunos temas que pueden servirnos para comprender “el juego en el que andamos”, parafraseando a Juan Gelman,[8] pergeñando los futuros posibles, revisando aquel pasado que pervive en este presente transformado, como leíamos en Claudio Spiguel.[9] Perspectiva que, en cierto sentido, Enzo Traverso comparte al rescatar el concepto de «futuro pasado» de Reinhart Koselleck, historiador alemán, que elabora para analizar el anacronismo del cuadro “La batalla de Alejandro” de 1528 (encargado por Guillermo IV) en el que se representa una batalla de la Antigüedad (333 a.c.) en la cual los soldados persas están vestidos como los ejércitos occidentales del siglo XVI. Dice Traverso: “El recuerdo de esta batalla se inscribía en el presente y adquiría una significación nueva. La historia era indisociable de la actualidad, dado que los contemporáneos obtenían de ella las fuentes necesarias para legitimar su acción en el presente. En otros términos, el pasado era proyectado, a posteriori, en el futuro, dado que ambos estaban unidos por un lazo simbólico. Según Koselleck, lejos de ser dos continentes separados tajantemente, pasado y futuro están ligados por una relación dinámica, creadora”.[10]
Así pues, trascribí algunas ideas seleccionadas según mis preocupaciones. Este recorte, ciertamente, abrirá diversas lecturas. Sin embargo, la intención es resaltar la importancia de la historia como herramienta que nos permita en este presente perfilar las representaciones futuras, o sacar la foto o la imagen de ese «futuro pasado». Para proyectar un futuro que no sea producto del devenir “natural” de las cosas, porque “esto también pasará”, como tantas otras cosas pasará, pero sin nuestra intervención, seguramente quedarán desdibujados nuestros mejores sueños y principales aspiraciones sociales por un mundo mejor.
[1] Ginzberg, S. Síndrome 1933, Gatopardo Ensayo, 2da ed., Buenos Aires, 2024, pág. 34.
[2] Ídem, op. cit. P. 13.
[3] Traverso, Enzo. La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX. Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2022. P. 158.
[4] Ginzberg, S. Op. cit., páginas 87 a 88.
[5] Ídem, op. cit., págs. 108 y 109.
[6] Ídem, op. cit., pág. 156.
[7] Ídem, op. cit., pág. 156 a 161.
[8] Gelman, Juan. “El juego en el que andamos”. «Si me dieran a elegir, yo elegiría / esta salud de saber que estamos muy enfermos, / esta dicha de andar tan infelices. /Si me dieran a elegir, yo elegiría /esta inocencia de no ser un inocente, /esta pureza en que ando por impuro. // Si me dieran a elegir, yo elegiría / este amor con que odio, /esta esperanza que come panes desesperados. Aquí pasa, señores, / que me juego la muerte.» En Gotán, Seix Barral, Buenos Aires, 1996, Pág. 67.
[9] Spiguel, C. Al hueso, Aportes para el análisis de nuestra historia, la comprensión del presente y la proyección de futuro. Ed. Prometeo, Bs. As., 2024, pág. 161.
[10] Traverso, E. op. cit., pág. 317 a 319.
Cristina Mateu es historiadora, autora de Aníbal Ponce en su recorrido dialéctico (Ágora, 2014) y participó como compiladora y/o autora de los libros Trabajo e identidad ante la invasión globalizadora (La Marea, 2000), Argentina en el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Historia y perspectivas (LM, 2010), Reflexiones sobre historia social de Nuestra América (Cienflores, 2014), y Movimiento obrero argentino. Aspectos y momentos históricos de la lucha política y sindical (LM, 2016), entre otras publicaciones.