El Eternauta, los emergentes y la procesión que va por dentro

A propósito de la serie argentina estrenada por Netflix

Escribe Mirta Caucia

Corrían los primeros meses del año 1993. Menem había asumido anticipadamente la presidencia de la Nación en julio del 89 tras el colapso del gobierno de Alfonsín. Los argentinos sufríamos en carne viva las secuelas de la hiperinflación, el cierre de fábricas con su tendal de desocupados, el hambre y la pobreza para miles y miles de familias producto de las políticas alfonsinistas. A pocos días de su asunción, Menem impuso la Ley de Reforma del Estado pergeñada por su ministro Dromi (hoy asesor de Milei y su Ley Ómnibus). Y a partir de entonces arrasó con la ola privatizadora: Entel, YPF, Ferrocarriles, SOMISA, Aerolíneas, agua, luz, gas… fueron decenas de grandes y medianas empresas nacionales. La venta de “las joyas de la abuela”, como se decía entonces.

Miles de trabajadores lucharon movilizándose en las calles contra esas medidas que no solo atentaban contra la soberanía nacional, sino que profundizaban la desocupación a niveles desconocidos hasta entonces. Mientras algunos hacían grandes negocios y “la juntaban con pala” o disfrutaban de las ventajas de la “plata dulce”, en amplios sectores de la población se cernía una ola de desilusión y abatimiento: el frente popular encabezado por el peronismo que habían votado para “la revolución productiva” terminaba en el cierre de industrias, la desocupación, la flexibilización de los salarios y las condiciones de trabajo, y la entrega del patrimonio nacional.

Una película de esos años, Después de la tormenta (1991), de Tristán Bauer, refleja magistralmente el derrotero de un obrero y su familia tras el cierre de la mediana empresa metalúrgica donde trabajaba: la pérdida de la vivienda, la depresión, la desintegración de la familia, la ilusión fallida de la vuelta al campo, la delincuencia del hijo.  

La multitud de jóvenes, especialmente de capas medias, que se habían incorporado con entusiasmo a la política de la mano del alfonsinismo (no fue el kirchnerismo, como algunos le atribuyen, el primero en movilizar a las capas juveniles después de la dictadura), se sintieron doblemente estafados. En los primeros meses del año 1993 se decía que los jóvenes eran apáticos, apolíticos, indiferentes a lo que pasaba, que estaban absorbidos por un individualismo que ya por entonces se mostraba como emergente y punta de lanza del neoliberalismo. Así las cosas, a principio de junio de ese año se estrena Tango feroz, la película de Marcelo Piñeyro, que tiene como personaje a José Alberto Iglesias Correa, “Tanguito”, joven cantautor de fines de los 60/principio de los 70, con un final trágico.

El film produce entonces un hecho inédito: miles de jóvenes, en especial adolescentes, solos o en grupos, van a verla, una, dos, hasta tres veces… Más allá de la discusión sobre si se trata o no de un film esencialmente comercial, si tergiversa la vida de “Tanguito” y de los músicos que lo rodearon, etc., la pregunta es ¿qué convocaba a una juventud presuntamente “apática” a hacer larguísimas colas para verla?

En primer lugar, en plena década del 90, Tango Feroz pone en la escena los emblemáticos años 60/70, en los que los motores sociales eran otros, y la rebeldía juvenil se manifestaba en todos los terrenos, aquí y allá en el mundo. Rebeldía individual y rebeldía social. El “Tanguito” de la película se mueve en medio de las luchas estudiantiles de esos años, en una efervescencia política que se muestra en manifestaciones y facultades pobladas de carteles (entre ellos, en primer plano, los del FAUDI, la agrupación estudiantil del flamante Partido Comunista Revolucionario, que encabezado por jóvenes rebeldes había roto con el viejo Partido Comunista). En la banda sonora se escuchan versos como “No tengo nada que dar / Voy sin fichas ni monedas / Por este gran carnaval […] Perdí la prisa y la calma / No tengo oficio ni ley / Yo soy tan solo un fantasma / Meando en la sopa del rey” (Tango feroz) y los de la canción que pasó a ser top: “Pueden robarte el corazón / Cagarte a tiros en Morón / Pueden lavarte la cabeza / Por nada […] La escuela nunca me enseñó / Que al mundo lo han partido en dos / Mientras los sueños se desangran / Por nada” con el estribillo que reiteraba su nombre “Pero el amor es más fuerte”. Contra la corriente de los 90, el film populariza una frase, que empezó a repetirse y aplicarse aquí y allá: “No todo se compra, no todo se vende”.

Pocos meses después, el 16 de diciembre de ese año 1993 se produce el Santiagueñazo. Ese día la Legislatura de Santiago del Estero trataba la Ley Ómnibus provincial, que significaría aún más ajuste y más desocupación. Los santiagueños, con fama de tranquilos, encabezados por empleados públicos y docentes (que venían sufriendo el atraso de meses en el pago de sus salarios) irrumpieron masivamente en las calles, incendiaron la Casa de Gobierno, siguieron camino a la Legislatura, las sedes del Poder Judicial y el Archivo General de la Provincia, lugares desde donde se vio arrojar muebles y trastos por las ventanas, y culminaron haciendo otro tanto en las casas de Juárez, el poderoso caudillo local, y algunos funcionarios y políticos más. Fue prolegómeno del “Que se vayan todos” que, a nivel nacional, ganaría las calles en diciembre de 2001. (Para entonces habrían pasado varios años, y una sucesión de puebladas, como el Cutralcazo, el Tartagalazo que incluía a Mosconi, el Jujeñazo, el Correntinazo, el piquete de 18 días en la ruta 3 de La Matanza, entre otras, y dos Marchas Federales, convocadas por la Mesa de Enlace gremial).      

Pocos días después del Santiagueñazo, el 1° de enero de 1994, el levantamiento zapatista en Chiapas, con el Subcomandante Marcos, daría un golpe internacional al neoliberalismo, y uno mortal a la teoría del fin de la historia de Francis Fukuyama.

Desencanto

Édgar Sadin, al analizar la transición del mundo de los 70 a los 80, sostiene: “Los gobiernos, que se pensaba que preservarían a las personas de las vicisitudes de la existencia, se revelaron impotentes, pese a los continuos discursos que pretendían ser tranquilizadores. Esta desilusión, que era cada vez más espesa, fue el terreno de una memoria individual y colectiva que no se borraría, ya que llevaba la marca del desencanto, del abandono, de la traición. En realidad –solo lo descubrimos hace poco–, sería indeleble para siempre, se transmitiría, de modo más o menos silencioso, de generación en generación, y formaría una primera reserva de levantamientos siempre listos para aparecer” (La era del individuo tirano, 2020). Y agrega más adelante en el mismo texto: “… los pueblos no siempre reaccionan en el momento mismo a los acontecimientos de importancia, sino que se dan el tiempo de observar, de esperar o bien, por falta de disponibilidad o medios, dejan la responsabilidad de hacerlo a las generaciones siguientes”. En buen criollo podríamos sintetizar: aunque en el exterior todo parezca quieto, la procesión va por dentro (y nadie sabe qué chispazo la puede hacer emerger e incluso estallar). 

Lo que en el ímpetu de los 90 parecía sepultado –la rebeldía, los tan vilipendiados 70, los ideales juveniles– emergió en el fenómeno convocante de Tango feroz. Y los sucesos históricos posteriores dieron cuenta de que lo aparentemente quieto solo estaba latente esperando el momento.

A décadas del largo proceso que arrancó en los 80 y tuvo un pico histórico en diciembre del 2001 y los meses siguientes, la Argentina y el mundo han cambiado. Lo que el llamado neoliberalismo sembró, acrecentado, penetró y enraizó en la sociedad, en la conformación de las instituciones del Estado, en la ideología y en la cotidianeidad en que nos movemos, en el llamado “sentido común”. El capitalismo, en su siempre voraz búsqueda de la ganancia, salió de cada crisis sucesiva con mayor agresividad, desarrollando nuevas formas de acumulación y expansión, invirtiendo en nuevas tecnologías, ganando nuevos resortes de control social. Justamente, el llamado capitalismo de plataformas, tecnocapitalismo (y hasta tecnofeudalismo), ayudado por la pandemia, le cumplió un sueño dorado: una concentración y crecimiento tan desmesurados como los niveles de consumismo que es capaz de inducir, moldeado por las redes sociales, los youtubers, y otros tantos desarrollos usados para la manipulación.

La agresividad desembozada con que pelea su reinado muestra al capitalismo en crudo, ya desembarazado de toda apelación a la “defensa de la democracia”, naturalizando su canibalismo. En el plano político, las nuevas derechas en el mundo son ahora su expresión. La fachada democrática fue reemplazada por otra: la de gobiernos encabezados por sujetos como Milei, hábiles para canalizar el profundo desencanto alimentado por décadas de desengaños, por el fracaso en la representatividad de la democracia conocida y los sentimientos de impotencia y resentimiento consecuentes. Ese fue el sustrato del vertiginoso trayecto de Milei desde un panel televisivo a la presidencia de la Nación. Medio siglo antes su admirado Milton Friedman ya había teorizado (y puesto en práctica en varios países) la doctrina del caos y el usufructo de las tragedias que golpean a una sociedad (pormenorizadamente descriptos por Naomí Klein, en La doctrina del shock, de 2007). El bufonismo, el discurso del odio, de la crueldad, el cinismo de dar información mentirosa o de pasar de un dicho a su contrario sin pestañear, tampoco son una originalidad de Milei: Sadin y otros describen la tipología a nivel mundial. Eso sí, no podemos desconocerle a Milei el ímpetu de su audacia, ni la envergadura del dispositivo de poder (incluyendo el ejército de trolls) que lo sostiene.

Conscientes de que su supervivencia y la de los cambios estructurales que vinieron a imponer dependen de conservar al menos una parte del consenso social, han encarado la “batalla cultural”. La negación de la memoria, en todos los planos de la sociedad; la “libertad” encabalgada en el desprecio de las instituciones y del otro; la ley del mercado como única salida; el sálvese quien pueda y el todo vale, son sus estandartes. Y creen manejarnos desde la consola de sus dispositivos de realidad virtual.

En este contexto se estrenó el 30 de abril la primera temporada de El Eternauta.

Cuando pase el temblor

Dirigida por Bruno Stagnaro, la serie está basada en la historieta de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López publicada por entregas entre 1957 y 1959 en Hora Cero, revista fundada por el propio Oesterheld y su hermano Jorge. Posteriormente, tuvo reversiones de Oesterheld, que fue detenido y desaparecido por la dictadura militar en 1977 –así como sus cuatro hijas, dos yernos y dos nietos en las panzas maternas–.

No vamos a discutir aquí sobre si esta nueva adaptación es más o menos fiel al original. Aclaro, sí, que estoy entre los admiradores de la historieta, que leí por primera vez a los 9 años en la mismísima Hora Cero que coleccionaba un tío adolescente y apareció en casa, y mucho más tarde releí en una edición compilada de enero de 1977, que conservo. No me sentí traicionada por esta versión de Stagnaro y Ariel Staltari, y creo que la serie merece ser vista con independencia del original.

Tampoco vamos a hablar sobre la calidad, la tecnología aplicada, los actores/actrices que la interpretan, etc., sobre lo que han aparecido abundantes artículos. Ni debatir sobre el origen de los fondos que permitieron su realización, el productor Hugo Sigman y la trasnacional Netflix (resulta casi chistoso pensar que hoy se podría haber concretado de otra forma).  

Quiero hablar solamente del impacto que ha tenido El Eternauta, en la Argentina y el mundo. Porque me trae a la memoria aquel fenómeno de Tango Feroz en los 90. Y como entonces, cabe preguntarse cuál es el motivo del entusiasmo que despierta.

Al igual que la película de Piñeyro hacía irrumpir a contramano de los 90, los emblemáticos 70, El Eternauta pone en escena otra época de nuestra sociedad, los objetos y los valores que la representan. Contra un discurso político actual que pretende hacer tabla rasa de la memoria y un consumismo que quiere hacernos correr detrás de lo “nuevo”, una y otra vez los personajes explicitan que “lo viejo sirve”, y lo ponen en acto. En la nueva situación que se plantea, lo único que funciona son los viejos vehículos, la antigua radio a transistores, las guías telefónicas en papel desechadas, el transmisor militar “de museo”, la locomotora arrumbada en los talleres. Los autos, camiones, colectivos que aparecen, empezando por la icónica Estanciera, son las viejas marcas que se usaron desde fines de los 50 a los 80, cuando dejaron de fabricarse en el país. También la banda sonora está compuesta por temas que recorren otros tiempos.

El entretenimiento de los personajes, aun antes de la catástrofe, no es la playstation sino las partidas de truco entre amigos. El hobby de Favalli –vestido como en los años 50– es la radioafición. La mayoría sabe usar herramientas, y pueden resolver situaciones nuevas, simples o complejas, mediante su ingenio, aplicando su inteligencia sin apelaciones a la IA.

El todos contra todos inicial, fogoneado por el miedo, y los vecinos de clase media armados para proteger su barrio de “los de la villa”, va dando lugar (como en el “piquete y cacerola” del 2001), a la comprensión de que el enemigo está enfrente, que robotiza, que es el mismo para todos. El sálvese quien pueda y el todo vale, incentivados en nuestros días, va dejando paso al “nadie se salva solo” (poco desarrollado aún en esta primera temporada). La lucha por nuestras Malvinas, el cuadro de San Martín, el combate en nombre de la Patria, que aparecen en el film, están en las antípodas del discurso mileísta. Los protagonistas principales pertenecen a la generación de los padres, cuidan a los jóvenes, no son los jóvenes.

El Eternauta hace una reivindicación de la amistad y del heroísmo del hombre corriente, lindante con la épica. Va a contracorriente de los valores promovidos hoy, y sin embargo, arrasa entusiasmando. Tal vez es un indicio de que lo que se pretendía sepultar sigue ahí, latente, aguardando su momento. (Tal vez sean otros tantos indicios la protesta callada del ausentismo en las elecciones recientes y la protesta estridente protegiendo la fuente de trabajo y la soberanía nacional en la que todos los fueguinos están presentes). 

Mientras tanto, en la batalla cultural El Eternauta 1, el mileísmo -0.


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2 comentarios

Patricia junio 8, 2025 - 8:48 pm
Muy bueno el artículo de Mirta Caucia!
Mariana Sarin mayo 27, 2025 - 8:12 pm
Muchas gracias Mirta, tu descripción de los 90 y el impacto de Tango Feroz describe claramente un capítulo de mi vida. Coincido en ver las similitudes con el suceso social que generó la serie El Eternauta. Quiero agregar que me parece que en la raíz de tanto escepticismo y crecimiento de las nuevas derechas, están las dificultades que los distintos procesos de transformación social, las revoluciones del SXX, no pudieron resolver. Con el corazón y la cabeza en el más profundo amor y respeto a nuestra gente, con confianza infinita en sus capacidades, tenemos que pensar cómo hacemos para que el monstruo no vuelva a comernos desde nuestras entrañas el fruto de nuestras luchas.
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