Tres horas y 59 minutos

Acerca del inmenso poder que atesoran las empresas de comunicación en el siglo XXI

Escribe Manuel Levin 

Los  grandes medios de comunicación  son  el mayor transmisor de cultura e ideología de la época. Pero cuando el principal aparato ideológico de un país está  monopolizado por el adversario, es difícil desplegar cualquier proyecto político que comprenda los intereses de las mayorías, opina el autor quien considera prioritario disputar dicho espacio de poder.


Según el último informe de la empresa de medición de audiencia Kantar IBOPE Media, en Argentina, el país con mayor nivel de consumo televisivo de América Latina por delante de Brasil y Chile, cada persona ve la televisión una media de 3 horas y 59 minutos por día. Esto significa que, durante 3 horas y 59 minutos cada día, el pueblo argentino es impactado por centenares de mensajes (que deciden en último término, lógicamente, los dueños de los canales de televisión) a través de una pantalla que puede encontrarse en el 99% de los hogares del país. Sirva el dato para que entendamos el inmenso poder que atesoran las grandes empresas de comunicación en el siglo XXI.

Los grandes medios de comunicación son el principal espacio de producción de cultura e ideología de nuestra época. Los líderes de opinión mediáticos son los principales prescriptores ideológicos, por encima de los referentes de los partidos políticos. En términos de formación política de la población, es infinitamente más importante lo que se emite desde un estudio de televisión que cualquier cosa que se pueda decir en un Parlamento, asamblea o institución pública.

Los medios de comunicación son una institución educativa al menos tan importante como la escuela; pero una institución educativa donde las «materias» que se imparten no las decide ningún poder representativo ni democrático, ningún ministerio con un mínimo de legitimidad otorgada por la soberanía popular, sino un puñado de grandes compañías, bancos, fondos de inversión y millonarios que controlan las radios, diarios y televisiones privadas en nombre de la «libertad de prensa».

Cuando existe un monopolio del poder económico sobre los principales medios de comunicación, que es la situación actual en la Argentina y en prácticamente todo el mundo, los medios no son un «contrapoder», como dice la retórica liberal: muy al contrario, son el principal instrumento cotidiano de ejercicio del poder en tiempos de paz, por encima de los instrumentos coercitivos. Cuando llegan las piñas, el poder establecido no duda en recurrir al uso directo de la fuerza para conservar el estado de las cosas, pero la mayoría del tiempo, y para disciplinar a la mayoría de la gente, eso no le resulta necesario: le basta con hacer uso de todo su aparato de persuasión ideológica, cuyo principal engranaje son los grandes medios de comunicación.

En un país como Argentina, en el siglo XXI, salvo en momentos excepcionales de conflicto social crudo, el orden establecido no se mantiene esencialmente con la policía, el ejército y las cárceles: el orden establecido se mantiene con la televisión.

En Europa se vive un ciclo evidente de auge reaccionario. Sin ir más lejos, hace pocas semanas un partido que es heredero directo del mussolinismo ganó las elecciones en Italia. Cualquier análisis debe buscar las causas de esa tendencia sociopolítica en elementos estructurales: la desigualdad creciente, la desindustrialización y deslocalización de la producción, la aceleración caníbal del neoliberalismo, los éxodos migratorios provocados por el colonialismo extractivista, la crisis económica y el régimen de guerra generado por el conflicto en Ucrania o, en lo político, la derrota de experiencias gubernamentales de izquierda como la que sufrió Grecia. Todos ellos seguramente son factores de peso. Pero cualquier análisis ha de considerar también la ideología como clave fundamental para explicar los comportamientos políticos. Como es evidente, la coyuntura económica o la mera posición que una persona o grupo ocupa en la estructura social no son variables que expliquen por sí mismas la conducta política que finalmente adopte esa persona o grupo (si fuera así, gobernarían siempre fuerzas populares que defienden los intereses objetivos de la inmensa mayoría de la población). Los factores identitarios, culturales e ideológicos son definitivos.

Si alguien que estudie Historia en el futuro quiere comprender el auge de la ultraderecha en Europa en esta década, no deberá mirar tanto a la estructura económica como a la estructura ideológica de la sociedad, transformada mediante el control absoluto que las oligarquías detentan sobre el poder mediático; un poder amplificado progresivamente por la disolución neoliberal de los lazos sociales y catalizado finalmente por la reducción al mínimo de los espacios de socialización física a causa de la pandemia y los confinamientos.

Si un historiador en el futuro quiere comprender por qué tuvieron tal éxito social mensajes como los que representa Javier Milei en Argentina, o cómo se llegó al hecho de que un tipo intentara pegarle un tiro en la cara a la vicepresidenta CFK en plena calle, tendrá que hacer fundamentalmente un trabajo de visionado de contenidos mediáticos. Tendrá que preguntarse qué clase de discursos se escuchaban en 2022 en el 99% de los hogares argentinos durante 3 horas y 59 minutos por persona y día, y cómo eso permeaba todos los ámbitos: en las redes sociales, en la calle, en los centros de trabajo y de estudio, en las formas de pensar y de comportarse de la gente. No hay una crisis de los medios de comunicación, hay una crisis por los medios de comunicación.

El monopolio total del capital sobre los principales medios de comunicación no siempre fue tal; al menos no en el grado al que se ha llegado en el presente en los medios audiovisuales convencionales. Cuando la imprenta era el principal medio de difusión de información que la tecnología humana había inventado, existía un acceso relativamente más democrático a su uso; ese poder estaba un poco más repartido. Cualquier sindicato o partido de la clase trabajadora tenía la capacidad (aunque no en la misma medida que sus adversarios de clase, aunque tuviera que ser en la clandestinidad y aunque pudiera enfrentarse por ello a la censura y la represión) de imprimir en grandes cantidades y distribuir masivamente sus diarios, pasquines y propaganda ideológica. De hecho, esa era, a menudo, la principal actividad política de muchas organizaciones. Pero, con el desarrollo de la radio y la televisión como principales medios de masas, se produjo una suerte de «acumulación originaria» de esos grandes medios de producción y difusión de información por parte de la elite económica. Y ahí estamos hoy. El hecho de que existan publicaciones escritas pero no programas de televisión ni formatos audiovisuales con una línea ideológica como la de esta revista es prueba de ello. Podemos discutir si el avance tecnológico por sí mismo, con la aparición de internet y las redes sociales, rompe esa acumulación y democratiza nuevamente la comunicación; quizá sea esa una tendencia cierta y una realidad ya en la generación más joven, pero hasta hoy los medios de comunicación convencionales siguen siendo determinantes en la política y conservan el sello de oficialidad del pensamiento dominante frente al carácter subalterno del discurso en las redes.

El desarrollo de los medios de masas y su monopolización por la elite económica es un proceso histórico que ha sucedido, en buena medida, a la vez que el propio desarrollo de las democracias liberales burguesas y los sistemas de sufragio universal. Este hecho apunta, como mínimo, a una hipótesis: ¿puede entenderse el control exclusivo del aparato mediático por parte de la elite capitalista como la condición para su aceptación del sufragio universal? O dicho de otra manera: si a las oligarquías les sirve un sistema basado en que todo el pueblo pueda votar para elegir quién gobierna, quizá es porque su dominio total de los dispositivos mediáticos de masas constituye una garantía para que casi nunca suceda que la mayoría apueste por opciones políticas que representen sus propios intereses objetivos. Si no pudieran controlar el voto, no sería aceptable para ellos un sistema basado en el voto, y el principal instrumento de control del voto hoy son los grandes medios de comunicación. Por eso disputar la correlación de fuerzas en el campo mediático es un planteamiento revolucionario: porque es atacar el núcleo de reproducción ideológica del capitalismo y de la falsa democracia.

La derecha asumió la ideología como terreno de combate político fundamental y fue capaz de construir en las últimas décadas una estructura mediática con una inmensa capacidad para definir el destino ideológico de la sociedad, frente a la incomparecencia general, salvo honrosas excepciones, de unas fuerzas populares que nunca prestaron a suficiente atención ni dedicaron la suficiente energía a disputar la correlación de fuerzas mediáticas. En el caso de España, por ejemplo, sucede que la Iglesia católica cuenta con un canal de televisión en abierto y la segunda cadena de radio más escuchada del país, mientras que grandes sindicatos como Comisiones Obreras o la UGT no poseen ninguna radio ni televisión y ni siquiera tienen una pequeña participación en ninguna de ellas. Y ni hablemos de los movimientos sociales, las asociaciones de vecinos o las universidades. La izquierda asumió que los medios de comunicación son parte del paisaje, que siempre fueron así y siempre serán así. Tendió a naturalizar esa estructura de poder. Es un grave error. Es clave entender que si no se pelea por el poder mediático, si el principal aparato ideológico de un país está completamente monopolizado por el adversario, es muy difícil poderse comprometer con un proyecto político hegemónico, mayoritario. De la misma manera que un partido que se propone representar los intereses de la mayoría trabajadora se organiza para disputar el Estado y para introducir a sus cuadros en sus aparatos, en el poder político, en las instituciones de representación, en la judicatura, en la inteligencia, en las empresas públicas, en las fuerzas de seguridad, etc., debe organizarse y dedicar energías y recursos intelectuales, económicos y militantes para disputar también el poder mediático. Porque si no se disputa el poder mediático, en el siglo XXI, no se está disputando uno de los principales espacios de poder.


Manuel Levin es filólogo. Analista en La Base, programa español de datos y análisis de la actualidad política.

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