Escribe Pablo Ospina Peralta
Las elecciones presidenciales en Ecuador han mostrado el notable crecimiento de Pachakútik, el movimiento político de izquierda indigenista liderado por Yaku Pérez. En este artículo, su autor –historiador e investigador ecuatoriano– explica por qué el movimiento indígena no apoya a Andrés Aráuz, el delfín de Rafael Correa.
Cristina Fernández dijo una vez que a su izquierda estaba la pared. Sus palabras traducían un problema común en todos los países que vieron surgir gobiernos progresistas durante la llamada “ola rosada” latinoamericana. Ante la emergencia de gobiernos que apostaron por reforzar la presencia del Estado en la economía y la sociedad, luego de dos décadas de un dominio casi absoluto de las agendas neoliberales, que pregonaban que el Estado era un lastre para la economía, no quedó prácticamente ningún espacio político para apuestas alternativas. Toda crítica y cualquier opción de autonomía en el campo popular se podía despreciar como un apoyo a la derecha convencional o, en el mejor de los casos, como un gesto puramente testimonial carente de realismo.
La reciente elección ecuatoriana sancionó la ruptura de esa fatalidad. El candidato del movimiento indígena ecuatoriano, Yaku Pérez Guartambel, obtuvo una votación de casi el 20% y todavía disputa, al escribir estas líneas, el paso al balotaje con el banquero Guillermo Lasso. Un segundo candidato, de un partido de centro tradicional, levemente socialdemócrata, con trayectoria en el sector empresarial de exportación, obtuvo un poco más del 15%, con lo que la dicotomía inescapable entre el correísmo y la derecha tradicional, quedó fisurada tanto por el centro como por la izquierda.
Aunque el programa de gobierno de Yaku Pérez y el de Andrés Aráuz, el candidato auspiciado por Rafael Correa, tienen coincidencias en cuanto al aumento de los impuestos a las grandes fortunas y el reforzamiento del control estatal sobre la economía, sus proyectos políticos tienen profundas divergencias. La victoria electoral de Rafael Correa en 2006 estuvo precedida por intensas movilizaciones sociales lideradas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), la principal organización de los pueblos y nacionalidades indígenas del país, en contra de la suscripción de un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Otro grupo de intensas movilizaciones anti-mineras marcaron el año 2006: varios campamentos de compañías extranjeras adjudicatarias de contratos de exploración de yacimientos metálicos fueron saqueados por las comunidades en resistencia. La candidatura de Correa se benefició entonces de dichas movilizaciones y de un estado de ánimo marcado por el cansancio ante las recetas de liberalización económica y reducción del tamaño del Estado.
Pero el correísmo rápidamente mostró un rostro distante y unas políticas francamente hostiles ante la movilización social. Aunque se benefició de ellas, y se pudo orquestar durante los dos años iniciales de su gobierno, una cierta convergencia política, el gobierno de la llamada “revolución ciudadana” respondía mucho más a las ideas y sensibilidad de una tecnocracia ilustrada fanática del orden que a los caóticos movimientos populares. La diferencia puede resumirse así: para un auténtico proyecto popular no es suficiente que el Estado “regrese”, hay que preocuparse de los intereses que están detrás de ese Estado reforzado. Rafael Correa reforzó la educación pública, en el sentido estricto y limitado de que no es una educación pagada. En su contenido, se trataba de la misma educación pública para la obediencia que había antes, pero con computadoras y mejores baños. El programa emblemático de mejora de la calidad en las escuelas públicas fue el llamado “bachillerato internacional”, para que no solo los colegios privados obtuvieran un título equiparable con los títulos escolares norteamericanos, sino que la oportunidad de la educación en inglés y alistada para responder con éxito a las pruebas internacionales estándares de calidad educativa, estuviera disponible para los pobres. Ni la sombra de la búsqueda por promover, aunque fuera experimentalmente, una educación alternativa, con protagónica participación de maestras y madres de familia, centrada en la comunidad y el desarrollo de un pensamiento critico. No se trata de que no lo haya logrado; es que no lo intentó. La dirección de la educación pública era otra.
Podrían multiplicarse los ejemplos. Políticas de salud pública centradas en la mejora de la infraestructura hospitalaria y en la centralización de una gestión empresarial de los centros de salud, con un fracaso rotundo en los programas de atención primaria o de control de enfermedades y problemas que requieren atención en los hogares, como la desnutrición o la mortalidad infantil. Por término medio falló todo lo que requería participación comunitaria o gestión autónoma de los profesionales encargados. Una reforma universitaria contra los docentes; una reforma de salud contra los médicos y el personal de salud; una reforma educativa contra los gremios docentes. La hostilidad a la movilización social autónoma tomó proporciones épicas: persecución, división, enjuiciamientos penales con figuras completamente desproporcionadas (terrorismo y sabotaje) para sembrar el miedo, el desánimo y la inmovilidad. Una revolución ciudadana sin ciudadanía.
En otro mundo, hubiera sido posible aceptar el avance de una educación pública, no pagada, para luego poder avanzar hacia una educación de contenidos populares y emancipatorios. Pero el gobierno no solo desalentaba la participación sino que se dedicaba activa y sistemáticamente a la tarea de desmontarla: no sustituía, como hizo el peronismo, por ejemplo, las dirigencias gremiales existentes por leales suyas. El correísmo desalentó toda organización social por la sencilla razón de que dicha organización no cumplía ningún papel en las políticas públicas ni en el balance de poder. Quiso crear sindicatos y organizaciones indígenas paralelas pero fracasó en todas ellas porque el poder absoluto de los tecnócratas, desde el Estado, sofocaba cualquier autonomía social o cualquier voluntad organizada desde fuera del Estado. ¿Para qué organizarse a la sombra del correísmo si eso no te otorgaba el menor poder social o estatal?
El movimiento indígena ecuatoriano está en las antípodas de semejante proyecto político. Su base social se mueve en la búsqueda y la defensa de la autonomía comunal. La consigna de un “Estado plurinacional” apunta precisamente a la construcción de esa autonomía social y territorial. Su centro de poder y prestigio no ha sido el Estado, aunque lo han usado muchas veces a nivel municipal, sino la movilización social. La misma victoria de Yaku Pérez es impensable sin la exitosa conducción de las intensas y masivas movilizaciones de octubre de 2019 contra las medidas de ajuste económico del gobierno de Lenin Moreno. A veces de modo borroso e incoherente, su instinto social los lleva a favorecer formas de participación y gestión corporativa de la democracia en cada tema, en educación, en salud, en gestión de proyectos sociales y productivos. En lugar de una “autoridad única del agua” para revisar y auditar la entrega de concesiones, propuso un “consejo plurinacional del agua” con participación de organizaciones locales y territoriales. Detrás de su proyecto existe una voluntad de construir un sujeto popular alternativo y organizado, desde fuera del Estado, que se haga cargo progresivamente de la gestión pública. Otro Estado, no solo un regreso del Estado.
La apuesta es arriesgada porque no todo lo descentralizado ni todo lo local ni todo lo que tiene participación corporativa es automáticamente mejor. El Estado, los tecnócratas, los partidos políticos populares, podrían aportar. Hay un amplio campo abierto para la experimentación y la búsqueda de balances sociales entre el poder autónomo del Estado y el poder autónomo de los distintos grupos de la sociedad. Hay que decir que Rafael Correa jamás aceptó nada menos que la más absoluta centralización de las decisiones en sus ilustradas manos y las de sus colaboradores más íntimos. Y lo hizo con toda la fuerza represiva del Estado, y con la obstinación más absoluta de quien considera a las organizaciones autónomas de la sociedad sus enemigos. El resultado previsible fue la colonización del proyecto político de la tecnocracia correísta por una serie de grupos empresariales emergentes dependientes de los contratos con el Estado. Como dijo en su momento Antonio Gramsci: “También sucede que muchos intelectuales creen que ellos son el Estado, creencia que, dada la masa imponente de la categoría, a veces tiene consecuencias notables, y lleva a complicaciones desagradables para el grupo económico fundamental que realmente es el Estado”. Pero esos tecnócratas no son el Estado y terminaron colonizados por quienes en realidad lo son.
Andrés Aráuz, el delfín de Rafael Correa, podría quizá cambiar todo esto, hacer una autocrítica y buscar una reconciliación. Quizá. Hasta ahora no hay el menor indicio en ese sentido. Pero es claro que sin una marginación clara y decidida de Rafael Correa, cualquier opción por un acuerdo con el movimiento indígena parece descartada. Si Yaku Pérez no pasa al balotaje, lo más probable es que Pachakutik, la CONAIE y los demás movimientos populares que lo respaldan, llamen al voto nulo. Y será lo más sensato si se quiere avanzar otro paso más en la construcción de otra izquierda.
Pablo Ospina Peralta es historiador, docente de la Universidad Andina Simón Bolívar, investigador del Instituto de Estudios Ecuatorianos y militante de la Comisión de Vivencia, Fe y Política.
1 comentario
Proponer unirnos contra las incorrecciones del pasado, es la única alternativa que nos queda al Ecuador. No queremos poyar DesdolArauz!
Falta haber vivido y sufrido las consecuencias de OCT, incluyendo el luchar internamente para que no se permitan infiltraciones…