Home Notas A 35 años de Oktubre: Rocambole y los tics de la revolución

A 35 años de Oktubre: Rocambole y los tics de la revolución

por Jorge Brega

Escribe Juan Manuel Lucas

El 35° aniversario de Oktubre, el segundo y emblemático álbum de Los Redonditos de Ricota, da pie al autor de este artículo para reflexionar acerca del arte de su portada diseñada por Rocambole (seudónimo del artista plástico Ricardo Cohen), la relación de sus imágenes con las estéticas revolucionarias del siglo XX y la trama histórica en la que encuentran su sentido.


Louise Glück ha cerrado alguno de sus poemas más conocidos con estos dos versos: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”. La primera vez que descubrí la tapa de Oktubre entre la pila de vinilos me quedé atónito; no tenía memorias ni referencias que me auxiliaran para descubrir qué veía esa turba pirómana de trapos rojos en mí; de qué olvidado rincón del tiempo retornaban; qué venían a decirnos allí, en aquel oscuro local de alquiler perfumado de Patchouli. Eran principios de los 90, Oktubre ya contaba con algo más de un lustro en las bateas, y Los Redondos eran, todavía, un mito para iniciados; de hecho, ni ellos ni Patricio Rey figuraban como intérpretes en la tapa del disco.

Principios de los 90; sin saberlo nos encontrábamos a las puertas del mentado proceso de “masificación ricotera”. Idea que alude a la inesperada experiencia con que Los Redondos reseñarían varios sueños de insubordinación en medio de la pesadilla menemista. Persistentes escenas oníricas de las que, para bien o para mal, parecemos no poder despertar; a fin de cuentas, Los Redondos y el Neoliberalismo comparten dos puntos rojos en el calendario de sincronía sugerente: 1976 y 2001. Intervalo en el que Oktubre condensa algunas pistas claves para comprender cómo es que aquellos happenings clandestinos durante la dictadura, aquellos recitales de rocanrol subterráneo durante la democracia de los 80, y aquella experiencia de masas en que se transformarían durante los 90, forjarían al más inequívoco mito de nuestro rock.

Sin embargo, nos gustaría aquí atender a una dimensión de Oktubre que consideramos tan constitutiva y relevante como los yeites y arreglos de Skay, o la lírica maestra del Indio: su estética visual. En otras palabras, volvamos a la turba pirómana de su mítica portada y a la firma que la rubrica: Rocambole.

Seudónimo, como es sabido, del dibujante y diseñador Ricardo Cohen, de la vasta constelación construida durante más de medio siglo de incesante producción, el puñado de imágenes dedicadas a Oktubre destaca con brillo propio, constituyéndose como referencia de su “estilo, y reseñando el perfil de un personaje absolutamente sui generis que define una articulación única entre rock, artes visuales, e identidades colectivas.

Una intuición difícil de rebatir consagra a Rocambole como el “artista” sustantivo que le causa más de un escozor al propio Cohen más apropiado y reapropiado, plagiado y copiado, editado y postproducido de la Argentina reciente. Si sus imágenes estuvieran protegidas por derechos de copyright avergonzaría a Warhol con su fortuna. Sus criaturas han desbordado todos los marcos diseminándose sobre una infinita trama de formatos, entre los que destacan los cientos de cuerpos sajados con tinta que lucen sus motivos en cualquier movilización popular. Deslumbrante fenómeno antropológico que consagra a Los Redondos como la banda con mayor densidad visual del rock argentino, y a Rocambole como el “autor” otra palabra que incomoda a Cohen más tatuado de la historia moderna. ¿A qué planteos y propuestas estéticas convocan las formas y colores de Oktubre? ¿Bajo qué tramas estéticas e históricas se dotaron de sentido? ¿Por que secreto rincón de la obra continúan escapando sus criaturas?

De aberraciones tipográficas e ideológicas

Como es sabido, Los Redondos diagramaron Oktubre proponiéndose una obra “conceptual” (entendida como aquella que aborda una misma idea o concepto desde distintos leguajes estéticos: musicales, poéticos, visuales, etc.) dedicada a la revolución. ¿Qué hay pues de ella en los motivos y figuras de Oktubre? Veamos…

Ya desde el título, Rocambole ensaya una deliberada provocación semiótico-ideológica. Pues la imagen de la palabra ha sido sustancialmente alterada. Octubre, el décimo mes del calendario gregoriano, alude inevitablemente al Peronismo en la Argentina. Pero al introducir una K en lugar de la C, e invertir la dirección horizontal de la B, el título adquiere rasgos del alfabeto cirílico. Un “octubre rojo” escrito en caligrafía filo-soviética funciona, en este sentido, como una subrepticia sugerencia sobre la histórica bifurcación que definió la experiencia popular en Argentina: el Peronismo y las izquierdas, los peronismos y la Izquierda, la siempre pivotante tensión política entre “17 de octubre peronistas” y “octubres del 17 leninistas”.

Perón en Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1952. Lenin en la Plaza Roja el 1 de mayo de 1919.

Doble significación explícitamente atendida en la contraportada, en que los versos de Fuegos de Octubre aparecen junto a una catedral (de la Plata) en llamas, mientras la muchedumbre se dispersa entre cómplices sonrisas de vindicación. Inoportuna visión para épocas de papados peronistas que ilumina la milenaria complicidad eclesiástica con genocidios y calamidades diversas; sin dejar de aludir explícitamente a la mítica historia que bolcheviques y peronistas escribirían a propósito de la quema de iglesias o el sabotaje de templos.

Demolición de la Catedral Cristo Salvador, Moscú, 1931. Unidad del «Movimiento Revolucionario Cristo Vence», 1955.

En tal sentido, las dos caras de Oktubre podrían compartir sala (o barricada) con un conjunto de piezas que pondrían al sujeto revolucionario en foco desde hace algo más de un siglo. El Cuarto Estado (1901) de Giussepe Pellizza Da Volpedo; La Internacional (1930) de Otto Griebel; o Movilización (1934) de Antonio Berni, por ejemplo, son claves pictóricas que descubren diagramas de composición similares a los utilizados por Rocambole, estableciendo una dinámica que devela cómo aquel viejo adagio de la lucha revolucionaria, se imprimió sobre el tapete histórico y estético de distintas décadas y formaciones sociales.

Fórmulas expresivas del sujeto revolucionario.

Sin embargo, y a diferencia de “los oktubres” de la Italia decimonónica de Pelliza, la Alemania pre-nazi de Griebel, o la Argentina proto-peronista de Berni; Oktubre no es un óleo, sino una serigrafía. El minimalismo cromático y las líneas quebradas transfiguran escenografías y rasgos recargando las imágenes con claroscuros de alta tensión psicológica. De sugestivas resonancias expresionistas, la gubia de Rocambole evoca piezas explícitamente políticas, estrictamente asociadas a la lucha revolucionaria, como De la Farola (1919) de Max Pechstein, o el Homenaje a la memoria de Karl Liebknecht (1919) de Käthe Kollwitz.

De la Farola (1919), de Max Pechstein. Homenaje a la memoria de Karl Liebknecht (1919), Käthe Kollwitz.

 Multitudes insurrectas, puños en alto, banderas rojas; pero también rostros atribulados por el terror; el verso y reverso de un curioso montaje histórico hecho de multitudes que se movilizan y catedrales que se queman. Síntesis transfigurada de memorias constructivistas y expresionistas para las que arte y revolución definían los dos lados de un mismo problema esencial; Oktubre podría terciar en una serie proletaria argentina que desde De la Cárcova a fines del siglo XIX, y pasando por Carpani a mediados del XX, nos dice más sobre la historia de la clase obrera que varios tomos de integrados socioeconómicos.

Sin pan y sin trabajo (1894) de Ernesto de la Cárcova. Basta¡¡¡ (1963) de Ricardo Carpani.

Rocambole y la multitud

Pero los protagonistas de Oktubre, los personajes que convocan mayormente la mirada, están sobre la base de la composición. En la “primera línea” acaso como visionario tributo al octubre chileno destacan hacia la izquierda dos personajes, los más nítidos, cercanos, e inquietantes de la composición: ¿Proletarios?, ¿sonámbulos?, ¿aquel viejo fantasma que recorría el Manifiesto Comunista?

Oktubre, detalle.

Quizás el ícono imaginario que mejor se adapte a la multitud de Rocambole sea el del “zombi”. Protagonista excluyente de nuestras culturas visuales, su historia se remonta al esclavismo haitiano del siglo XVII. Proyección fantasiosa del brutal colonialismo francés tendida sobre los mitos constitutivos del Vudú africano, el zombi es un esclavo muerto y revivido que puede trabajar sin parar.

Gráfica reedición en CD. 1996.

Recurrente argumental en la etapa ricotera de Rocambole (desde el “mítico esclavo con cadenas” que improvisaría con liquid paper en ocasión de la reedición de Oktubre, pasando por alusiones más o menos explícitas en Luzbelito o Momo Sampler, hasta la notable El Castigo de 2002); las del esclavo y el zombi son figuras que, de hecho, merecerían más de una alusión en la poética redonda (Nuestro amo juega al esclavo, Yo Caníbal).

El Castigo. Rocambole. 2002.

Sin embargo, los zombis que reconocemos en la multitud de Oktubre no se justifican tanto por referencias poéticas o visuales (por explícitas que sean), como por las particulares coordenadas históricas durante las que serían desenterrados por Rocambole. Cuando Los Redondos comienzan a pergeñar su disco homenaje a la revolución, los “muertos vivientes” ya habían colonizado el séptimo arte definiendo un género propio gracias a las películas de George Romero. Las imágenes publicitarias de la tercera película de Romero ocuparían varias cartelerías durante 1986, el año en que Rocambole ensayaba sus primeros bocetos del disco. Bud es el primer zombi con nombre propio de toda la saga romeriana. Lidera una turba de zombis que, a diferencia de las dos películas anteriores, dista de ser un hervidero de cadáveres balbuceantes. Bud y sus caníbales conservan, aún después de la muerte, su identidad y su memoria. Eso les permite, de hecho, organizarse colectivamente y llevar a nuestra especie hacia el exterminio.

Cartelería Oficial de Day of the Dead (1985). Reedición digital lanzamiento (DVD 90´).

La irrupción de Bud en esta genealogía proletaria y expresionista, revela la potencia de las imágenes para establecer sentidos a menudo inasibles desde logocentrismos demasiado estrechos. Entre los rasgos de Bud y los personajes de Oktubre se superponen perfiles isomórficos: las pupilas asimétricas comparten, grosso modo, la perspectiva y la orientación, las proporciones faciales son prácticamente equivalentes, el sombreado de los rostros y sus ojeras, las amenazantes mandíbulas de dientes carcomidos, el trasfondo de cuerpos y rostros en multitud amenazante; en fin, formas que en su transposición sugieren un sentido que anima la hipótesis que aventuramos aquí: la multitud de Oktubre es una multitud de zombis.

Fórmulas expresivas del zombi.

Hacia fines de 1986, cuando las primeras copias de Oktubre comienzan a diseminarse entre las bateas de las disquerías, la primavera democrática agonizaba entre la persistencia de las dinámicas económicas excluyentes y la amenazante inquietud de los cuarteles. Tras la escenografía de elecciones generales, libertad de prensa, y habeas corpus que se había reconquistado, todavía persistían, a la manera de un desgarrado grito bajo tierra, los ecos del terrorismo de Estado.

Otras fórmulas expresivas del zombi.

El genocidio había purgado las plazas argentinas de esos “sucios trapos rojos” que colorean la plaza de Oktubre. Las masas ya no se agolpaban para invocar la revolución bolchevique o “combatir al capital, sino para vivar a los dictadores en nombre de hazañas futbolísticas o presuntas causas antiimperialistas.

Balcones. 1978 y 1986.

Sin embargo, en el contraste de significaciones éticas y estéticas entre Oktubre y la trama política de aquella Argentina, subyace la constancia creciente de otra movilización —otras memorias, otras plazas, otras banderas— que, a la manera de un peine benjaminiano, iría desmontando las tramas de complicidad e impunidad que sostenían la frágil gobernabilidad democrática. Crítico contexto que forjaría uno de los hitos de las artes plásticas argentinas: el Siluetazo; una serie de jornadas bisagra para la memoria colectiva en que miles de ciudadanos y ciudadanas pondrían el cuerpo para delinear con sus siluetas una provocadora evocación de los desaparecidos. La silueta del cuerpo humano a escala natural funcionaría como el mayor ícono político de la lucha por los derechos humanos en Argentina. Relevo imaginario de las fotos carnet de desaparecidos que las Madres sostendrían a modo de estandarte durante la dictadura, el Siluetazo se constituiría como experiencia estética bajo el umbral de una consigna política precisa: “Aparición con Vida”.

Marcha de las Madres de Plaza de Mayo. 1979.

Una lateralidad a propósito: en los bocetos originales de Oktubre, Rocambole había instalado dos metaimágenes a modo de secreto tributo: la silueta del esclavo que está por ser fusilado en la célebre “Los fusilamientos del 3 de mayo” de Goya (obsesión que Rocambole retomaría en Bang Bang y sus “fusilados por la cruz roja”), y una imagen del Che Guevara en un cartel. En los primeros bocetos, tanto la multitud como la figura del esclavo de Goya fueron recortadas en cartulina en analogía estricta con el siluetazo. La imagen que finalmente quedó del Che tiene rasgos de foto carnet. Ambos homenajes, por lo demás, terminarían totalmente difuminados, casi desaparecidos, por el proceso de producción serigráfica final.

Metaimágenes rocambolescas.

Eduardo Grüner ha ensayado una interesante digresión psicoanalítica al respecto. Después de señalar que el dibujo de siluetas en el piso es uno de los recursos habituales de la policía para señalar el lugar que ocupaba un cadáver en la escena del crimen, Grüner reconoce en el Siluetazo “…un gesto inconsciente que admite, a veces en contradicción con el propio discurso que prefiere seguir hablando de `desaparecidos´, que esas siluetas representan cadáveres, cuerpos muertos o ´ausentados´ por la violencia” (Grüner, Eduardo, en Longoni, A., 2008, p. 298).

Afiche original del Siluetazo. 1983.

Hacia mediados de 1986, mientras la multitud de Oktubre comenzaba a emerger de los bocetos, todavía se abrigaban esperanzas sobre el destino final de aquellos cuerpos ausentados. Paulatinamente comenzaban a disiparse las incógnitas del secretismo y el olvido instauradas por el cinismo de Videla: “No están, ni vivos, ni muertos; están desaparecidos”. ¿Es que los miles de secuestrados y secuestradas habían sido asesinados? Contra todas las evidencias de la época, las criaturas de Rocambole ensayarían una respuesta propia de resonancia plena con el significado que la teratología atribuye a los zombis:

«La figura del zombi se utiliza como ilustración de una larga serie de posiciones de sujeto que se sitúan en las afueras de los sistemas productivos y/o legales. Refugiados, prisioneros políticos, desaparecidos, torturados, desposeídos, marginales, desplazados, ilegales, indigentes y exiliados dan ejemplo de una fragmentación social transnacionalizada, cuya mera existencia desafía la estabilidad y legitimidad de los sistemas que los originan. Su ´monstruosidad´ consiste justamente en la mo(n)stración social de su anomalía como una cualidad irreductible que tiene el potencial de asolar y amenazar, como una máquina de guerra, el control del Estado, dejando al descubierto sus perversiones y contradicciones internas» (Moraña, M., 2017, pp. 173-174).

Rocambole y el rock de la post-dictadura

Bajo ese cuadro histórico, Oktubre aparece como una obra ciertamente inoportuna. Durante el momento preciso en que el rock criollo multiplicaba como nunca antes estilos e intérpretes para musicalizar las ilusiones democráticas, Los Redondos juegan al aguafiestas, invocando la larga tradición de lucha insurreccional que había constituido el objetivo de la represión dictatorial, y señalando sin cortaderas el tétrico sustrato sobre el que se erigía la primavera alfonsinista y sus flores de música ligera. La imaginería visual de Rocambole, en relación con otras obras claves de mediados de los 80 no puede ser más explícita.

Portadas del rock argentino de la postdictadura.

Como maduración de la impronta clandestina forjada durante los años de plomo, Oktubre inaugura la ética definidamente antimediática que Los Redondos sostendrían durante la democracia. Ese hermetismo estricto frente a las luminarias de la sociedad del espectáculo, retroalimentaría las incesantes transfiguraciones con que Rocambole conquistaría ese vacío imaginario, dotando a la experiencia ricotera de una densidad visual como en ningún otro caso del rock argentino. Preludio de otras inquietantes criaturas provenientes siempre de los umbrales de la subalternidad –los fusilados de Bang Bang, los pobres diablos de Luzbelito, las murgas renegadas de Momo Sampler, Oktubre aparece hoy como un portal de acceso privilegiado tanto a la experiencia estética y antropológica que se articularía alrededor de Los Redondos, como a las coordenadas históricas inmediatas de la post-dictadura.

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota presentando Oktubre. Noviembre de 1986.

Oktubre y el pogo más grande del mundo

De entre las varias gemas musicales de Oktubre, destaca con brillo propio el himno más emblemático de Los Redondos: Jijiji, la canción que se transformaría en el soporte del rito más trascendental del ser ricotero: “el pogo más grande del mundo”.

El pogo parece haberse constituido como experiencia estética —a fin de cuentas es una forma de baile— siempre al abrigo (o a la intemperie) del neoliberalismo como trasfondo político cultural. La Inglaterra “punk” de Thatcher, los Estados Unidos “grunge” de Clinton, o la Argentina “ricotera” de Menem, aparecen como algunos de sus hitos inmediatos. A propósito, nos permitimos una extensa cita de la antropóloga Silvia Citro:

«El pogo podría definirse como una danza de intensos contactos corporales, inclusive con la piel del otro, por la desnudez de los torsos. Este potente contacto entre los cuerpos adolescentes también marca una clara oposición a las interacciones corporales que rigen para la vida cotidiana del mundo adulto burgués, pues gran parte de estas interacciones están atravesadas por lo que Picard denominó ´tabú del contacto´, que lleva a limitar y codificar los contactos lícitos entre los cuerpos, inhibiendo y/o sublimando sus tendencias pulsionales y orgánicas. Además, en los principales rasgos estilísticos del pogo —el desborde, la exageración de los movimientos, el contacto potente de los cuerpos, la dinámica intensa que llega hasta el límite de las fuerzas— también puede hallarse un claro alejamiento de la tendencia histórica dominante en la burguesía que enfatiza la ´moderación´ de la sensibilidad y las expresiones emocionales; finalmente, podría considerarse como una práctica contrahegemónica en relación con las técnicas de disciplinamiento de los cuerpos que se intentan imponer en ciertas instituciones, para el caso de estos jóvenes, especialmente en las escuelas. Así, para sus ejecutantes, el pogo involucra una peculiar trasgresión de los habitos cotidianos con efectos liberadores» (Citro, S., 2008, p. 19).

Fórmulas expresivas de la insurrección.

Es sabido que aunque se la conoce como Revolución de Octubre, el ascenso al poder del soviet bolchevique se produjo el día 7 de noviembre de 1917 según el calendario gregoriano, y no el 25 de octubre que indicaba el calendario zarista. Hemos mencionado, además, las sugerentes coincidencias bajo las que se despliegan las trayectorias de Los Redondos y el Neoliberalismo. Problemas de calendarios y revoluciones, la ucronía de Oktubre debería esperar hasta diciembre del 2001 para que el multitudinario baile de los piqueteros y las centrales obreras, las organizaciones estudiantiles y el activismo social, hicieran arder literalmente la Plaza de Mayo, iniciando un histórico ciclo de luchas que se expandiría por toda Latinoamérica.

Fórmulas expresivas de la insurrección 2

Muchas de las imágenes con que aquellas jornadas históricas se imprimieron en la retina de la memoria colectiva replican las fórmulas expresivas que hemos auscultado a propósito de Oktubre. Los Redondos oficializarían su separación durante noviembre de 2001. Unos días después, la disruptiva articulación de miles de luchas y movilizaciones callejeras en todo el país desbarataría un largo ciclo de dominio neoliberal. Es difícil definir en una frase los acontecimientos de aquellos días, ¿insurrección?, ¿revolución?, ¿estallido social? A los fines de esta memoria digamos que, para nosotros, devotos incrédulos del rocanrol del país, lo que hizo arder a la plaza de mayo durante diciembre de 2001 fue la última reedición del pogo más grande del mundo.

Consideraciones sobre el gran estilo siniestro

Hemos intentado concebir a Oktubre como un palimpsesto que lleva bajo sus capas las marcas de obreros revolucionarios, sonámbulos expresionistas, o zombis romerianos. Hemos sugerido, en ese sentido, que las criaturas de Oktubre son evocaciones de los desaparecidos, de los miles de cuerpos ausentados por el terrorismo de estado, de las miles de identidades que naufragaron bajo las prácticas genocidas. “Ni vivos ni muertos”, se trata de seres liminares que desestabilizan los límites entre la vida y la muerte; siniestras figuras que vuelven, una y otra vez, desde más allá de lo reprimido en tanto proceso histórico y social, además de psíquico. Podríamos aludir, en ese sentido, a Oktubre como la primera portada del rock estrictamente post-dictatorial. No solo porque el calibre ético y estético de la propuesta de Rocambole lo hubieran condenado a bastante más que la cárcel durante la dictadura, sino porque el enlace entre el desaparecido y el zombi que sostiene esta hermenéutica se funda en las evidencias de que los desaparecidos habían sido asesinados.

Oktubre, en ese sentido, podría considerarse como relevo estético del Siluetazo, una nueva metáfora que adquiriría rasgos arquetípicos sobre la tétrica memoria de la Argentina reciente. La silueta de Oktubre es, bajo ese umbral histórico, la silueta de la multitud. Rocambole restituye rasgos, miradas, y cuerpos para evocar los aspectos colectivos de la identidad: las banderas rojas restauran, en este sentido, la identidad ideológica y política, por sobre la estrictamente jurídica.

Su polisemia “bolchevique-peronista” superpuesta a las figuras del obrero, el sonámbulo, o el zombi señalan los ejes identitarios que obsesionaría la furia de los genocidas: los militantes, los activistas, los subversivos, los terroristas.

Distópicos y antimesiánicos, los muertos vivientes de Rocambole no evocan las revoluciones en sus horas consagratorias. No hay Bastillas sediciosas, palacios de invierno, o cuarteles de la Moncada insurrectos; no hay “lenins” ni “perones”, tampoco “stalins” ni “videlas”. El castillo está en llamas, el trono vacío, pero las hordas desangeladas y pirómanas de Rocambole continúan su marcha, impávidas ante las ecuaciones del poder, las invocaciones de la corona, o las intrigas palaciegas de sus rasputines.

En eso, por otra parte, parecen estar las multitudes de los “oktubres actuales”. Las barricadas del octubre chileno han sacudido toda la estructura de poder al canto multitudinario de “Únete al baile de los que sobran…”, mientras el proceso de lucha popular se ha coronado con la convocatoria a una asamblea constituyente que se sueña refundacional.

Instantáneas del octubre chileno. Octubre de 2019.

“Somos el latido de los que ya no laten” fue el grito de batalla de los miles de jóvenes que se enfrentaron a la policía en el “octubre peruano de 2020”. Corazones que ya no laten pero que continúan haciendo pogo sobre el gran significante del siglo pasado: “la revolución”; precisamente, el concepto alrededor del cual debía girar el ya mítico disco de Los Redondos, y territorio liminal desde el que las insurrectas criaturas de Rocambole nos observan reseñando una vieja admonición gramsciana: El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. En ese claro oscuro surgen los monstruos…

Cartelería Tierra de los muertos de George Romero, 2005. Lenin.

Juan Manuel Lucas es mendocino, sociólogo, becario doctoral de la Universidad de Salamanca, España.

Hacé clic y aportá a La Marea

Artículos relacionados

Deje un comentario