Home Notas Ramón Ayala: “No hay quien pueda contra la fuerza de la tierra”

Ramón Ayala: “No hay quien pueda contra la fuerza de la tierra”

por Jorge Brega

Hoy falleció el gran artista Ramón Ayala, el músico que cantó como pocos al pueblo trabajador de nuestro litoral. También poeta y artista plástico, fue amigo de nuestra revista con quien compartimos presentaciones de La Marea y actividades en Cosquín durante algunas ediciones del Festival Nacional de Folklore. Lo recordamos aquí con una entrevista publicada en nuestro número 17 (2001).


Entrevistan Derli Prada y Víctor Delgado

El hombre habla vehemente. Con gestos ampulosos subraya las palabras. Interesado, responde con excitación; a veces canta, a veces recita, extiende las manos buscando contundencia en una frase. De tanto en tanto tercia con una ironía o con una carcajada, no tan sonora como contagiosa. Ramón Ayala es el compositor y músico más célebre de Misiones. Lo dice la propia gente de la provincia que, además de erigirle un monumento en la ciudad de Posadas, supo bautizar en su honor un río con su nombre en las cercanías de Puerto Iguazú.
El músico porta con recato esos honores. El recuerdo todavía lo sonroja y extrae de la memoria un poema sobre el Hombre escrito cuarenta años atrás, cuando apenas era un muchacho sacudido por “el germen de la inquietud”, dispuesto a sumar “las cosas misteriosas que habitan dentro de uno, con lo que la naturaleza revela”. Su obra, asegura, “no es más que una reafirmación de estas dos cosas”.
—Tuve atisbos poéticos desde siempre pero en el inicio fui más paisajista. Un exaltador del paisaje. No me metía tanto con el otro, con el ser. Luego, asomándome al misterio y al paisaje más profundo, abordé la cuestión social, un poco filosófica.

¿Fue un impulso individual o tuvo que ver con el movimiento de poetas que adhirieron a la poesía social, durante su juventud?
— Primero fue parte de un despertar a la vida. De un sentir todas las sensaciones que ocasionan sentirse libre.

¿Desde su provincia?
—No. Crecí acá, en Buenos Aires. Cuando niño, viví en Misiones, luego fue una relación de viajes: idas y venidas hacia aquello que son las raíces. Siempre en contacto con la región y con el hombre. Anduve por Eldorado, Iguazú, San Pedro. Entrenándome en el ejercicio de conocer y vivir lo que mis comprovincianos vivían. La existencia verdadera de aquel mensú.
Pero el despertar mío fue más vasto, de pronto desembarqué en el país. Muy joven me sumé a una gira con Margarita Palacios y llegamos hasta Tierra del Fuego. Entonces escribí muchas cosas conmovido por esas tierras de mar, guijarros, soledades… Pero uno, que lleva el virus de la inquietud y la curiosidad, comienza a sentir que no puede quedarse con la caparazón, con la piel. Entonces trata de ir al hueso, al por qué. Ver el cerro viendo su piedra no es ver el cerro. El cerro es el mineral, la veta, la lava, el fuego, el maravilloso proceso de su creación más las vicisitudes del hombre que lo transita. Entonces traté de no ser un observador de la superficie. Aunque me ahogara me quería meter en el mar.

¿Y vivía de eso?
—Sí. A veces vivía y a veces moría de eso.
Ayala ríe cuando evoca los tiempos candorosos. “Estábamos surtidos de muchas necesidades y carencias, pero también de esperanzas”, alega en alusión a aquellos años 60, cuando se dio un momento de auge en la cultura popular, con importantes expresiones artísticas de resistencia a la cultura oficial.

El grupo denominado Nuevo Cancionero fue uno de aquellos movimientos portadores de una nueva propuesta estética. ¿ Recuerda cómo se inició, qué línea ideológica lo sostenía?
—Desconozco si hubo una cuestión muy meditada. Había sí un estado de conciencia en los creadores. Yo no tenía nada que ver con Nuevo Cancionero. No lo integraba. Pero pertenecía por el color y la intención de la obra.
El hombre, desde siempre, tiende a denunciar cosas, sobre todo cuando está en crisis. El artista no puede permanecer indiferente cuando ve que los que son motivo de su creación sufren y están sojuzgados. Entonces ahí viene la rebelión, el compromiso. Ahora, el sumiso, el cipayo, el anuente, sigue cantando canciones quizá muy bellas pero que dejan de lado al pueblo. Cuando se adquiere conciencia por un detonante político, o por una cuestión social, por comparación o por sentido de la justicia, es cuando uno pone el talento al servicio de esa causa.

¿Así fue su aproximación a la poesía social?
—Cuando adquirí conciencia de que el creador de todas las ganancias y de todas las riquezas era el trabajador, cuando fui consciente de ello, supe a quien cantarle. Entonces me lancé enteramente, con todos los riesgos que ello implica. Porque los poderosos te asustan con sus cañones y sus ejércitos, pero ellos, a veces, no le suelen temer tanto como a una canción. Es que una canción llega de golpe a la conciencia de millones de seres.

Los alcances de la producción popular.
—Desde luego. A veces una canción es tan importante como cien libros. Los libros tenés que ir a comprarlos, hay quienes jamás leyeron, quienes desconocen el hábito de la lectura, quienes no saben leer. Pero una canción, como un relámpago te puede sacudir en un instante. En el monte, en la mina o en altamar, llega y penetra conciencias.

Ramón Ayala hojeando La Marea 43 en el stand de Librería Raíces en la Feria Internacional de Libro 2016.

Volviendo a la antesala de los años 70, en ese entonces, usted fue un protagonista de renombre por incorporar al cancionero popular títulos como El Cosechero, El mensú, El cachapecero. Muchos otros jóvenes y no tan jóvenes irrumpieron en el folklore imprimiéndole un sentido nuevo, en contraposición a aquella corriente más tradicionalista, bucólica, descriptiva de lo rural pero reticente a buscar causalidades. Hoy, se dice que asistimos a un nuevo auge. ¿Encuentra algún paralelismo entre ambas épocas?
—Esto es como un viaje en el mar. De pronto la ola viene y vuelve a caer con fuerza hacia lo profundo, y hay que esperar siempre este oleaje. Pareciera que la ola, como la historia, predispone estas cosas. Cuando ya parece definitivo el remanso, es el propio ser el que empuja y eleva la ola que le ha de dar, a su vez, esa concepción elevada. Esto se repite en los movimientos políticos, sociales y también artísticos.
Desde luego, existe un paralelismo con lo que ocurrió en los años 60. El hombre se cansa de tanta baratija, tanta hojarasca y trata de acercarse hacia lo propio con la verdad. El aturdimiento no es para siempre. Porque si no uno se recibe de aturdido. O como dicen en mi zona, de abombao. Y nadie puede pasarse la vida abombao.

También hallará desemejanzas.
—Sí. Una parece clave: todavía están faltando los pilares, los basamentos. Este es un auge aún hueco. Falta el poeta. En aquellos tiempos teníamos a Yupanqui, Juan Carlos Dávalos, su hijo Jaime, Tejada Gómez, Linarez Cardoso, Manuel J. Castilla… Algunos quedan, como Ariel Petroccelli. Pero están faltando poetas, sostenedores del nuevo edificio. Entonces proliferan las canciones de alcoba, que “devórame otra vez”, que “comeré el corazón a mi soñada”, que “te sacaré la piel”; en fin… cosas muy exasperadas, que encuentran desmedida difusión. El amor, creo, es un acontecimiento fabuloso y creador de la vida. Abaratarlo es empequeñecerlo.

La canción con temática social, a veces corrió suerte parecida. ¿Hoy cómo la ve?
—Apenas hay atisbos de un nuevo canto social. Algunos poetas no se atreven a ello, y otros seguramente son silenciados. Lo concreto es que no hay ni una sola canción nueva. En aquellos años estaban El Arriero, El Mensú y muchas otras recorriendo el país; eran infaltables en cualquier noche de canto, reproducidas una y otra vez en cada guitarreada.

Usted continúa produciendo.
—Sí. Ahora voy a sacar un CD que se llama Testimonial I, donde hay un homenaje a Atahualpa, a la vida, al aborigen, a las Madres de Plaza de Mayo, al chileno Víctor Jara, aquel a quien le cortaron las manos… Todas estas canciones intentan tomar un camino distinto, pero reafirmando la senda del canto con fundamento.
Autor de inolvidables temas como El Jangadero, Canto al río Uruguay, Posadeña linda, Mírame otra vez y tanto más, Ayala es un estudioso de la guitarra. Acostumbra ejecutar una con diez cuerdas; con ella compuso parte de su obra y viajó por Europa, Asia y África llevando la música de su tierra a sitios tan remotos como Tanzania, Kenia, Uganda y Medio Oriente.
Habituado a sortear momentos hostiles, se confiesa ileso “después de tantas tempestades”, y contra los que siempre esperan “un mejor momento” aduce: “Por más que te quedes sin movimiento, sin una corriente que acompañe lo tuyo, no podés dejar de ser quien sos”.

Siempre es ahora.
—¡Claro! No se puede dejar de respirar, ni de amar, ni de vivir por falta de un movimiento que te aliente todos los días a hacerlo. La cultura es igual, no es para desarrollarla en el futuro, cuando cambien o mejoren los tiempos. Hay que ir forjándola a medida que vamos marchando, y propiciándola. Es un instrumento para la conquista de los objetivos: vas hacia la nueva cultura y hacia la conquista del mundo que querés forjar. De última, la conciencia llega a partir del conocimiento y ese conocimiento vale cuando lo probás con la práctica; en mi caso, de poeta, de cantor.
La vida es así: ese ser anónimo que construye el país y no desea ser expropiado, en tanto lo es también construye su resistencia. Y él es quien produce la ascensión de la obra del poeta. Si no existiera ese basamento, la obra no surge. La creación es una conjunción dialéctica de todo ello. De la misma manera que el poder engendra su propia aniquilación.

¿A qué se refiere?
—Este presidente de la nación y el anterior son un ejemplo de esto [se refiere a Fernando de la Rúa y Carlos Menem]. Nunca existió semejante desborde de miseria. Ellos y sus modelos económicos destruyen al ser humano. Paradojalmente, no ocultan su idea de seres privilegiados, con derecho a todas las ventajas, mientras al pueblo le asignan todos los sufrimientos. No son capaces, siquiera, de reparar que están allí por el voto de los que condenan al hambre. Sin embargo, nadie engorda gustoso a su propio verdugo demasiado tiempo. Es una relación antinatural, condenada al fracaso. Más tarde o más temprano será aniquilada. Porque felizmente la verdad está de nuestro lado, y la verdad es natural, luminosa y fresca. No podés ir en contra de ella. Con la música sucede lo mismo.

¿En qué sentido?
—A la avalancha de ritmos foráneos y al avasallamiento de los que intentan imponer gustos “globalizantes”, hay que oponerle una fuerza; la fuerza de la tierra con sus ritmos. Y tampoco hay quien pueda contra ello, porque es la fuerza de la sangre. Por más arquitectura que tenga un ritmo forastero ha de resultar una mierda.
Respeto los gustos personales, aunque reniego contra las miopías. Si tenés un país como la Argentina con tantos ritmos, por qué entregarse y entregar toda tu identidad.
Entiendo a los jóvenes, pueden enamorarse de un ritmo. Lo grave es cuando eso implica olvidar tu identidad, las raíces. No tener una fisonomía y una identidad cultural es como no tener rostro. Es como usar los documentos de otro, puede que sea más bonito que el tuyo, pero jamás te identificará.
Es tan inmensa la proyección de lo extranjero sobre nosotros que el hombre llega a repudiar su propio origen. Tironeado por lo que le dicen que es bueno y tiene valor, no sabe que se está quedando con la chafalonía, con la baratija. Históricamente, ha sido así nuestra relación con los poderosos.

Podría ser acusado de estrecho.
—No. Se puede practicar el rock, la cumbia, todo. La cuestión es el lugar que ocupan, saber qué representan y tener conciencia que existen otros ritmos, los nuestros, que no necesitan de ningún aditamento extraño. A mí me gusta la cumbia, pero no voy a hacer una zamba con sabor de cumbia. Sería negar su propia esencia. Estrechos son, por ejemplo, los que consideran que la juventud únicamente va a digerir un tema folklórico si lo ejecutan en tiempo de rock, igual que aquellos que pretenden acriollar el rock.

¿No cree que existe una búsqueda musical?
— La búsqueda musical pasa por otro lado. Si tu obra no es lo suficientemente fuerte, vigorosa: adobala, estudiala, hacela crecer. Pero no es posible copiando ritmos extraños, sino ahondando en tus propias raíces. No es esto lo que hacen algunos músicos que asumen como propio ritmos extranjeros y luego buscan darle un color argentino.
La mayoría de estas cosas suceden por imposición de las compañías discográficas y de quienes controlan el negocio del espectáculo. Ellos pretenden digitar el gusto popular. Afortunadamente los jóvenes son los menos estrechos de todos. Están atentos, son sensibles, hay un renacer y una preocupación por la música nacional.

¿Qué opinión tiene de la política cultural oficial?
—Hay poco que decir. Estos días he visto un despliegue de rock en todo el país auspiciado por la Secretaría de Cultura. Un día aparecen los Redonditos de Ricota por Tierra del Fuego, los Divididos por La Quebrada…, ¡qué sé yo! Sonará muy espectacular, muy lindo; pero me pregunto si un colla está esperando deseoso que lo visiten estos músicos. O esto también va detrás de las grandes compañías discográficas, cuyo único objetivo es ganar guita, imponiendo sus productos, con su astucia y prepotencia monopólica. Recuerdo que después de la guerra en Malvinas le comenté a un hombre vinculado a la difusión musical, “che ¿cómo van a hacer ahora con el rock, que los ingleses y los yanquis quedaron tan desprestigiados en la Argentina?”. Y el tipo me respondió “Ramoncito, qué ingenuo que sos”. Tenía razón, se aferraron más que nunca a ese invento del rock nacional.

Sin embargo, algunos grupos musicales ejercieron resistencia contra la dictadura.
—Puede ser. Pero en esos años el folklore fue extirpado de los medios y de los escenarios por sus canciones de denuncia. Por cosas tan bellas y tan claras como “No sé por qué piensas tú,/ soldado, que te odio yo”; o “Noche mala que camina/ hacia el alba de la esperanza,/ día bueno que forjarán/ los hombres de corazón”; o “Las penas son de nosotros./ Las vaquitas son ajenas…”.
Ayala se deplaza por el viejo departamento con cuartos y pasillos atestados de libros. Cuadros con árboles exóticos, papagayos chillones, campesinos arqueados o mujeres americanas recubren las paredes, mientras una pilada de telas sin enmarcar aguarda en los rincones. Pintura y escritura, dice, ocupan sus días cuando no está de gira por Chaco, Formosa, Misiones o Río Grande do Sul, los sitios que con mayor frecuencia reclaman al cantor.

¿Qué lugar tiene Ramón Ayala en la cultura hoy?
— Estoy en la procesión y también llevando el santo. Tengo que estar aquí trabajando de marquero, de escritor, de poeta. Y también tengo que salir a llevar los discos a la radio, recorrer, andar. Con mi mujer laburamos como negros. Hoy me levanté a las 6 de la mañana. Estamos permanentemente trabajando para lograr este objetivo de dar marcha al carro de la cultura popular. De nada vale lo que hacés si no lo ponés en órbita. Y nadie lo hace por vos.

¿En otros tiempos mereció mayor reconocimiento de los medios de comunicación?
—Sí. Eso también tiene que ver con la ola de la que hablábamos anteriormente. Pero no me quita el sueño. Dicen que las aguas quietas suelen esconder tempestades interiores. Estamos a punto de liberar tempestades. Nunca he tenido más que decir, más obras y esta calma y el conocimiento que tengo ahora. Ciertamente, estuve mejor posicionado que hoy, pero nunca estuve en el candelero y mejor que no lo estuve. Porque ese Ramón Ayala no era el Ayala sólido.

Siente que su obra está más cerca del pueblo.
—Quizá no esté difundida lo que quisiera, pero está más próxima que nunca de los acontecimientos.


El Gualambáo

Sus relatos, poemas y canciones (algunas incorporadas oficialmente al cancionero escolar en la República del Paraguay) describen, fundamentalmente, el paisaje y el hombre de la Mesopotamia. A su vez, es creador de un ritmo, el gualambáo.
“Misiones —opina— es una de las regiones más bellas del planeta, con un paisaje exuberante. Pero su música no está desarrollada. Allí tocan chamamé o música paraguaya. Hay cientos de músicos que están dando la espalda a su belleza. Yo he mediado con un ritmo que es una suerte de síntesis de todo el paisaje tratando de expresar el misterio de la selva, el murmullo del agua y el sonido de las ramas, el misterio del monte. Misiones es una cuña metida entre Paraguay y Brasil. En Puerto Iguazú, se juntan las tres fronteras. Entonces el gualambáo tiene esa fisonomía de tres naciones. Toma movimientos de las ceremonias rituales de la etnia Mbya-Guaraní. Ofrece la particularidad de poseer 4 tiempos compuestos en cada compás, una síncopa permanente acentuada con un tiempo fuerte en el inicio. Su nombre deviene del Berimbáo, un instrumento primitivo del Africa, llegado al Brasil con los esclavos. En la región guaranítica adoptó el nombre de Gualambáo”.

La pintura

“Pintura y poesía son cosas totalmente distintas. Son otros resortes interiores que se mueven. A veces una imagen despierta una sensación poética; así como un momento de la palabra puede sugerirte un trazo, un color, una textura. Pero ambas tienen un común denominador que es el color de la vida. Los canales de expresión pueden ser múltiples pero hay un solo ser creando”.
La obra pictórica de Ramón Ayala suma unas 50 telas correspondientes a distintas épocas, aunque en su mayoría son creaciones recientes.

La literatura

“Sé pasar diez horas encerrado, escribiendo”, confía el compositor misionero, con tres libros editados y otros tres en preparación. “Ahora trabajo sobre «Las Historias de la Abuela o La guerra grande». Un poema gigantesco, epopéyico, sobre la vida y la muerte en la Triple Alianza. Ilustrado por mí, desfilan todos sus protagonistas, desde Rufino de Elizalde, ministro de Relaciones Exteriores de Mitre y yerno de un marqués brasileño; Bernardo Berro, Presidente del Uruguay; el Almirante Tamandaré, jefe de la flota de Pedro II; Venancio Flores, un bandido cobijado bajo el manto de Mitre, degollador de gauchos; Alicia Lynch… Hace casi doce años que vengo leyendo e investigando sobre la guerra grande. Estoy en el frente de batalla”, ríe el poeta antes de revelarnos otro de sus proyectos literarios: “Una suerte de cantata, de suit o simplemente un libro para sentarse a leer. Es el andar por la vida de Juan de los Caminos, un hombre de estas tierras que parte de Misiones en una cosmogonía de tucanos, duendes, contrabandos, muertes; de todo ese mundo guaranítico, fronterizo, y empieza a andar por el país, pasando por sus culturas distintas hasta llegar a Tierra del Fuego.
“Yo observé que las obras de mucho aliento, de nuestra juglaría, siempre fueron producciones de la Pampa Húmeda: Martín Fierro, Santos Vega, y muchas más. Ninguna del Litoral, del Norte, de la Patagonia, de Cuyo. Todas corresponden a la región pampeana como si fuera lo esencial. Ha de ser, supongo, producto de la deformación cultural que impuso la oligarquía que aplastó todas las nacionalidades y sentó una hegemonía. Porque poetas ha habido en todas las regiones, sin embargo eso fue así, no existen obras integrales de ese tipo”.


 

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