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La globalización color de rosa y el Morocho Subrepticio

por Jorge Brega

Literatura, cine y manipulación en la Aldea Global

Escribe Ricardo Cámara

Este artículo fue publicado originalmente en el número 7 de La Marea y, más tarde, incluido en nuestro primer libro, Trabajo e identidad ante la invasión globalizadora (de acceso libre en nuestra sección “Libros”).

El autor, recuperando lo que el novelista estadounidense de ciencia ficción Philip Dick anticipó en 1969 en su novela Ubik, señalaba que el orden económico impuesto por la llamada globalización era en 1996 mucho más “dickiano” que en los años 60 y 70.

A más de quince años de escrito este artículo, el control económico de las grandes corporaciones privadas y del Estado a través del plástico cibernético nos convierte a cada uno en Joe Chip, el protagonista de la novela de Dick. No podemos escapar a ese control sin crédito en la tarjeta, sin trabajo, impedidos de “abrir la heladera o escapar por la puerta sin antes echar veinte centavos en la ranura”.


 

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En las novelas de intriga clásicas, en los policiales preglobales, solía ocurrir que los detectives revisaran tachos de basura en busca de rastros culpables o rutinas delatoras. El advenimiento de la creencia global cambió ese destino mezquino por otro de índole filantrópica. En la ciudad mundial, los tachos de residuos se ofrecen sin cargo al cirujeo cuentapropista, en esas horas inciertas del crepúsculo que preceden al rugido de las flotas de Manliba, el gran buhonero de Metrópolis. Y es la tarjeta de crédito, ícono de la globalización, la que ahora desnuda las intimidades del hombre solo en su travesía por el pantano tecnotrónico. La tarjeta es su pasaporte de buena conducta o la prueba de su ignominia. No existe posibilidad alguna de eludirla. Conectada a los tableros de control planetarios, obediente a las consolas binarias, la tarjeta es el nuevo tacho de basura ofrecido a la inquisición informática, el depósito de detritus cibernético al servicio del Estado omnímodo. Los nuevos césares de la generación post –postindustrial, postmoderna, postcomunista, post guerra fría, postcapitalista, postideológica, postpolítica, postnacional– suben o bajan el pulgar pulsando enter cuando la tarjeta atraviesa la garganta y emite su sentencia. El condenado no se salva: la tarjeta-basura inexorablemente titila en cualquier rincón del globo y aúlla como las alarmas antirrobo o las sirenas policiales, esa música funcional del fin de siglo.

La crónica roja registra algunas peripecias ejemplares. El hombre solo está en su casa e intenta abrir la puerta de su heladera para buscar leche.

–Diez centavos. Cinco centavos por abrirme y cinco por la leche –dice la puerta.

El hombre implora, promete, pero la puerta es vigía de la ley. El hombre solo decide entonces irse de su casa y manotea el picaporte de la correspondiente puerta. Una voz melodiosa repite lo que presentimos:

–Cinco centavos, por favor.

El hombre se hunde cada vez más y se torna patético.

–No tengo que pagarte nada –protesta sin esperanzas.

–No soy de su opinión –responde la puerta–. Eche un vistazo al contrato que firmó al tomar este departamento.

Desde luego, la puerta tiene razón. Con un cuchillo de acero inoxidable, el hombre solo comienza a destornillar la cerradura.

–Lo denunciaré –dice la puerta cuando cae el primer tornillo.

El hombre solo suspira.

–Nunca me ha denunciado una puerta, pero creo que llegado el caso podré resistirlo.

Podré resistirlo, supone el hombre solo, quien sin embargo sabe que la ley está de parte de la puerta, adminículo metamorfoseado por la magia de la globalización no sólo en una mercancía entre tantas, sino en ídolo dotado de facultades éticas, en acervo moral del Estado. La misión de la puerta ya no es estar disponible para el uso, sino la de girar como ejecutor disciplinario, como memoria de última instancia del orden estatal privatizado. El hombre cree que podrá resistirlo. Y en ese mismo instante comienza una intriga espeluznante.

El hombre solo de la crónica roja se llama Joe Chip y es el personaje central de la novela Ubik, de Philip K. Dick, de la cual entresacamos una versión de la escena de las puertas.[1] Chip, creado por Dick antes de que naciera el chip de la microelectrónica, inventado en la literatura antes de que Daniel Bell publicara El advenimiento de la sociedad postindustrial, y no casualmente apellidado Chip por Dick mucho antes de que prorrumpieran Alvin Toffler y sus precursores, ha sido enviado al cadalso electrónico por la Agencia de Análisis y Censura de Créditos Ferris & Brockman. El ente homeostático del edificio donde vive Chip fue informado de que el pobre hombre cayó “de una situación crediticia G-triple a una situación G-cuádruple”, razón por la cual todo ha sido programado “para no extender servicios ni crédito a sujetos tan patéticamente anómalos como usted, señor”, según el propio ente informa al desgraciado a través del videófono. Con sujetos como Chip, medita el robot en voz alta, sólo es posible transar mediante dinero en efectivo. “De hecho, es posible que tenga que pasar el resto de sus días en este subnivel crediticio”, profetiza el ente, antes de que Chip cuelgue el videófono e intente sin éxito usar la canilla, barrer el piso, orinar en el inodoro, dormir en la cama, abrir la heladera o escaparse por la puerta, todas metas inalcanzables para individuos de su especie, sin antes echar veinte centavos en la ranura.

El tecno-dios salvífico

Si la tecnología se ha convertido en un fetiche al que se le echa incienso diariamente y del que se presuponen propiedades salvíficas, como cambiar de raíz sociedades enteras y crear una “nueva civilización” sólo por su mera presencia, no puede extrañamos que las puertas y los inodoros sean el reservorio de moral en el mundo de un novelista que, como todos los grandes maestros de la ciencia ficción, escribe sobre el presente. Fredric Jameson dijo hace poco que “la ciencia ficción está colonizando la literatura ‘alta’ porque es difícil imaginar el presente sin un futuro amenazante que se aproxima”.[2]

Dick anticipó y narró como pocos las recientes expansiones del orden económico actual, una de cuyas versiones ganó fama en los últimos dos o tres años con el nombre de globalización. El mundo actual es mucho más dickiano que en las décadas del 60 y 70. Nacido en Chicago en 1928 (murió en 1982, a los 54 años), fue un autodidacta voraz, inclinado al estudio de la filosofía, un escritor maníaco que en ocasiones terminaba hasta 60 páginas diarias (en total, se han publicado cuarenta y dos novelas suyas y cinco gruesos volúmenes de cuentos), una personalidad complicada, que pasó por las drogas, los brotes psicóticos y fecundas alucinaciones que él mismo luego trabajó. Las preguntas sobre el poder y la verdadera naturaleza de lo humano, las formas modernas de manipulación, acoso y paranoia, la explotación del trabajo, los gigantescos tentáculos de las grandes corporaciones que sustituyen al Estado (o se encaman en el Estado, modelándolo a su imagen y necesidades) fueron algunos de los temas que Dick exploró, además de fuertes dilemas místicos en tomo a la muerte, la existencia de Dios, el tiempo. La fama literaria lo alcanzó con El hombre en el castillo, novela publicada en 1962, en la que imaginaba un mundo globalizado, regido por los nazis y los militares japoneses, victoriosos en la Segunda Guerra y socios-rivales en el gobierno del planeta, después de ejecutar la “solución final del problema africano”, esterilizar a los eslavos y enviarlos fuera de Europa, extirpar de la corteza terrestre a la Unión Soviética, secar el Mediterráneo para convertirlo en una gigantesca granja, fragmentar a EE.UU. en tres partes. Pero otros textos que recorren la novela –otras historias dentro de la historia, algunas sugeridas por el I Ching– proponen que nada es lo que parece… Uno de mis temas favoritos es el siguiente: nada es lo que parece, escribió alguna vez, inspirado en Heráclito, acerca de su propia obra. El hombre en el castillo es uno de los textos clave de la ficción política escrita en el siglo XX.[3] En cierto momento, los japoneses estudian a los posibles sucesores de Martín Bormann, quien ha ocupado el gobierno en Alemania (Hitler es el Enfermo: el poder deja saber que está vivo e internado). Analizan uno por uno a los candidatos, y cuando llega el turno de Heydrich lo describen así: [Tiene] un desinterés casi científico como el que se encuentra a veces en ciertos círculos tecnológicos. No interviene en las disputas ideológicas… Puede atribuírsele una mentalidad muy moderna, del tipo postiluminista, capaz de prescindir de las llamadas ilusiones necesarias, como la creencia en Dios, etc. Los especialistas en ciencias sociales en Tokio no han podido descubrir el significado de esta mentalidad, que algunos llaman realista. La novela abunda en pasajes como éste, no sólo sugerentes por su actualidad: es la clásica prosapia del realismo político que hoy se postula como “global”, la que parece estar inventariando un japonés de ficción, creado por un escritor hace 35 años.

Su obra más popular no fue un libro, sino el film Blade Runner, rodado en 1982 por el cineasta Ridley Scott, adaptación muy libre de un relato de Dick titulado ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? El film alcanzó sugestivas cimas de popularidad (narra, entre otros temas, la angustia de androides fabricados para el trabajo que rehúsan aceptar su destino y la muerte a plazo fijo dictada por su creador, un financista “global” propietario de una gigantesca corporación). Una atropellada versión de otra trama suya (We can dream it for you wholesale, que podría traducirse corno Podemos soñarlo para usted al por mayor) fue la película El vengador del futuro, filmada por Paul Verhoven para el lucimiento del tecno-actor Amold Schwarzenegger. Pero quienes la hayan visto recordarán algunos destellos del mundo dickiano en los cargamentos de mineros esclavos enviados a Marte y en la máquina de realidad virtual que vende sueños y los implanta en la memoria de los clientes (en Blade Runner el financista “global” injerta memoria falsa en el cerebro de los androides).

Escena del film Blade Runner.

Casi toda la obra de Dick está recorrida por un multifacético entrecruzamiento del tema del sometimiento del hombre a portentosos conglomerados de poder (claramente inspirados en las megaempresas que el escritor conoció) y su desconfianza ante la realidad, o más bien ante las apariencias y simulacros con que la realidad se corporiza o huye, trastabilla o es manipulada en mundos inestables y mutaciones constantes. De ese vértigo filosófico Dick extrajo, como a veces Borges, ficciones que hacen de la perplejidad una intriga voraz y de las cavilaciones acerca de la realidad potentes máquinas narrativas que (léase Ubik o, entre otras, Los tres estigmas de Palmer Eldrich y Dr. Bloodmoney, que estudió Jameson en un ensayo) derivan casi obsesivamente al mismo punto de partida: la manipulación de lo real o la construcción de realidades como herramienta de poder para disciplinar a quienes están destinados a generar beneficios para la megaempresa y gloria para el Estado.

La tarjeta-peaje del terror estatal

Los pasajes de Ubik aquí recordados refieren sólo una pizca de una novela de registro mucho más amplio, en la que varios temas se despliegan como parte de una historia de guerra entre corporaciones que obtienen sus ganancias del tiempo, por cuya posesión luchan, y de la dialéctica entre la vida y la muerte, entre el pasado y el futuro. El recorte efectuado aquí selecciona una anécdota –las puertas que nunca se abrirán para quien está sumergido en el abominable “subnivel crediticio”– porque procura subrayar su ensamble con ciertos íconos de la creencia global de estos tiempos. El peaje, en este caso. El peaje como emblema del progreso y, a la vez, como sumario policial. La tarjeta-peaje como administrador de justicia y como agente de inteligencia del Estado y de la Megaempresa, señoreando en la domesticidad de un pobre tipo. El peaje como antesala del peine informático, de la razzia cibernética, del terror estatal.

El sistema televisivo del pay per view (pagar para ver) ¿no borronea acaso el reino del peaje metido en el living del hombre común? En el futuro la oferta será amplia y quizá variada e incluso desde el modem será posible que cada uno programe su propio canal a la hora que más le conviene. Pero la característica económica central de estos cambios será el peaje electrónico, pagado con la tarjeta de crédito y el débito automático. Cada partido de fútbol (esto último ya sucede en el interior de la Argentina), cualquier cosa que alguien quiera ver en su casa, será descontada, una por una, del “nivel crediticio” que haya demostrado tener ante la policía aduanera del ciberespacio. Quienes como Chip vegeten en su ciénaga “patéticamente anómala”, disfrutarán su ocio doméstico con las delicias sobrantes destinadas al target de quienes no consumen. En el Apocalipsis, Juan profetizó para el fin de los tiempos: “Y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre”. El más joven de los apóstoles, el preferido de Jesús, el compañero de María en el vía crucis y la crucifixión, no conocía las tarjetas de crédito, pero sí a Satanás, y en su visión estaba ya “el número de su nombre”.

En esa atmósfera de vísperas admirablemente contadas por Juan hace 2000 años, ¿por qué no seguir el razonamiento hasta el final y deducir las debidas conclusiones? El reduccionismo tecnológico, como el reduccionismo economicista, practica la misma gimnasia repetitiva que todos los determinismos positivistas y sus parientes pobres, los materialismos de cátedra y salón: pretende suprimir la política, o más bien la primacía de la política, con lo cual, mediante una voltereta mágica, elimina al hombre de los asuntos de este mundo. Pues bien, si el primer dogma de la nueva metafísica pontifica, en beneficio del “realismo”, que debe aceptarse lo inevitable, esto es, el mandamiento tecnológico y sus derivaciones, entre ellas la globalización, nada impide imaginar, siguiendo la huella de Dick, la futura desaparición del dinero bajo la forma de papel anónimo y su reemplazo por una tarjeta personal de uso obligatorio para realizar cualquier transacción por mínima que sea.

La tarjeta, debidamente codificada, personal e irrepetible, navegaría por el ciberespacio cada vez que su dueño camine veinte pasos hasta la esquina para comprar pan y dictaminaría sobre la viabilidad de la operación según fuera el crédito del individuo. Una persona, un voto, decían los ciudadanos sublevados contra las democracias censatarias, que hacían depender el derecho al sufragio del censo de propiedades. Una persona, una tarjeta, diría ahora el becerro tecnológico mundializado, que desde su server financiero tendría, en realidad, el control sobre todos los habitantes del planeta.

En verdad, no hay a la vista, ni siquiera en el largo plazo, desarrollo tecnológico alguno que permita pensar como algo posible la pesadilla del plástico cibernético omnipresente. Pero la telaraña de tarjetas interconectadas en la que Chip está atrapado no es fruto de un delirio paranoico. En algunos países, Estados Unidos entre ellos, la tarjeta de crédito es casi obligatoria y se supone que pronto será completamente obligatoria. No se trata de una obligación determinada por ley, desde luego: es otra de las opciones libres de la economía de mercado libre. Federal Express, megaempresa emblemática de la globalización, no acepta dinero en efectivo, ni siquiera los diez centavos en la ranura para ver la vida color de rosa. Tampoco lo hacen muchas de las grandes tiendas y aun otros comercios más pequeños. Los cajeros casi nunca tienen cambio para entregar vueltos. Puede pasar un día entero sin que un billete de 100 dólares contante y sonante pase por la caja de cualquier comercio. Y cuando aparece es sometido a un escrutinio persecutorio que no sólo delata el pánico ante la moneda falsa, sino que anuncia síntomas menos explícitos pero más perturbadores: el horror ante quien se atreve a pagar con un papel anónimo que no deja huellas digitales, que no sintetiza información alguna acerca de su portador, que no memoriza sus hábitos, que no ofrece pistas sobre su pasado ni sobre su pensamiento.

El espía impalpable

La imposición de la tarjeta (y eventualmente del dinero electrónico) en un mundo entramado por redes informáticas capaces de enviar alertas instantáneas a cualquier punto del planeta no sólo ejemplifica el fabuloso poderío del capital financiero en la economía actual. La tarjeta es más que eso: la tarjeta también habla. En primer término, habla cuando no está, puesto que su ausencia denuncia al marginal y presunto delincuente. Y en segundo término habla cuando está: es el altavoz silencioso, el espía impalpable, el delator impersonal al servicio de los bancos, el marketing, las agencias de publicidad y, finalmente, los organismos de seguridad privados y públicos. Si el dinero fuera un fetiche, ahora lo sería bajo la forma completamente inmaterial –pero paradójicamente mucho más identificable e ineludible– de un asiento electrónico.

Desde luego, detrás de esa gigantesca telaraña reinan las megafinanzas y el Estado omnímodo. El becerro tecnológico conduce a la computadora Central, el Estado, del mismo modo que “la Compañía” es el Estado administrando el azar y el destino en La lotería en Babilonia, una de las ficciones directamente políticas de Jorge Luis Borges. En lugar de esfumarse y descentralizarse, como imaginan las utopías de la globalización, el Estado incrementa exponencialmente su capacidad de control. Las tarjetas de crédito sintetizan información que, analizada en centros especializados, descubren los hábitos de consumo del ciudadano, degradado (¿o ascendido?) a cliente. Pero ése es sólo el comienzo. Con las tarjetas se puede hacer lo mismo que imaginó Arthur Conan Doyle para su personaje Sherlock Holmes. En el relato El carbunclo azul, Holmes devela el enigma de un crimen sin moverse de su casa y escrutando minuciosamente “un sombrero común, redondo, vulgar, compacto y muy usado”. Inspirados en esa tradición, Borges y Adolfo Bioy Casares compusieron a un criollo, Isidro Parodi, quien descubre culpables a partir de pistas que le llevan a su encierro en una celda policial. Los estados mayores ultrainformatizados y puestos “on line” por un Centro que succionará de la red de redes la información delatada por la tarjeta, tendrán cientos de Holmes e Isidro Parodi hurgando en el detritus cibernético. Desde luego, no se limitarán al mezquino mercadeo, sino que intentarán bucear en territorios más ardientes: las remotas anfractuosidades del alma del ciudadano-cliente, sus ideas, sus inclinaciones y fobias, su pensamiento, sus vacilaciones, sus puntos débiles.

Los defensores de la creencia global suponen que la información de la tarjeta de crédito, permanentemente actualizada, es una herramienta para perfeccionar el mercado y segmentar la oferta de bienes según los gustos de millones de clientes distribuidos en la aldea del mundo, que encargan sus compras con el modem y las reciben en su casa mediante Federal Express. Los escépticos de la nueva creencia, en cambio, postulan que la tarjeta es el soplón de la película, el instrumento de los acreedores para perseguir –globalmente, desde luego– a los deudores y un arma letal en manos de los aparatos de seguridad del Estado, que así multiplicaría su poderío sin límite alguno. Se sientan cadáveres al banquete / a petición de usura, escribió Ezra Pound en su célebre canto XLV. En suma, los escépticos se psicopatean imaginando que la tarjeta es la forma que tienen las heladeras de negar leche al hombre solo, que acosado hasta en la intimidad de su casa no tiene más remedio que disciplinarse.

En cualquier caso, lo cierto es que las tarjetas de crédito hablan –están hablando ahora mismo con el gerente del banco, con la superconsultora marketinera, con el inspector impositivo, con la policía– y lo cierto es también que en el futuro cercano hablará todavía más el invisible dinero electrónico. Por un lado, la completa inmaterialidad del dinero sería una forma aun más inasible y casi perfecta del camuflaje sobre el origen del valor de las cosas que se producen en este mundo cruel. Por el otro, ¿no es la tarjeta una paradigmática representación de las glorias del capital financiero y las miserias de la economía real, ahogada en evanescentes asientos informáticos chupados en el vértigo del ciberespacio?

El presidente francés Jacques Chirac, que descree de ciertos instrumentos de la globalización, especialmente de aquellos que no benefician a las megaempresas de su país (como algunas leyes con pretensión de extraterritorialidad originadas en EE.UU.), dijo que los flujos financieros fuera de control son como el sida en estos tiempos de infecciones desconocidas. A mediados de 1995, la economía financiera era en números 40 veces más grande que la real, según el periodista especializado Carlos Scavo.[4] Se trata, dijo, de “deuda futura convertida en activos electrónicos presentes”. Conviene retener esas palabras: deuda futura convertida en activos electrónicos presentes. Ya ni siquiera estamos ante papel pintado, billetes emitidos sin respaldo en la producción real, pero al menos tangibles y palpables: siendo 40 veces más voluminosa que la economía productiva, la economía financiera emplea la red ciberespacial para emitir o desemitir a un ritmo de 700 millones de dólares por hora sin parar, dice Scavo.

En esa burbuja, en esa pura escenografía etérea y a la vez intimidatoria, digna de los rascacielos inspirados en las pirámides mayas de Blade Runner, los dioses del peaje tienen atrapados a los Joe Chip dentro de sus casas, los humillan ante las heladeras, los arrean hacia encerronas sin remedio y los atan de pies y manos en laberintos cuya única salida es el tributo y el trabajo no remunerado, en cualquiera de sus formas. La puerta parlante de la novela de Dick funciona como ejecutor disciplinario y acervo de moral, tal como lo hicieron los reyes de Inglaterra hace cuatro siglos, cuando en nombre del Estado dictaron leyes especiales sobre pordioseros y vagabundos, los Joe Chip de la novela Príncipe y mendigo, de Mark Twain.

Así como Chip está encerrado en su casa, inhabilitado hasta para tomar leche porque no puede cumplimentar la ética estatal arrojando monedas en las fauces del peaje, en los siglos XV y XVI los campesinos ingleses fueron expropiados por la naciente economía de mercado libre, que de ese modo los obligó a emigrar a las ciudades para conchabarse como asalariados. Las fábricas eran aún escasas, pero el imperativo moral de la época, el mandato de orden, estipulaba penas severas para quienes no aceptaran o no pudieran ser absorbidos por los nacientes talleres y prefirieran el vagabundeo.

Enrique VIII ordenó en 1530 que los mendigos fueran sometidos a flagelación y que la mitad de sus orejas fueran rebanadas; más tarde perfeccionó su mandato ético disponiendo la pena de ahorcamiento para los reincidentes. Diecisiete años después, en 1547, Eduardo VI consideró justo que alguien emigrado del campo, donde le habían birlado su tierra, fuera entregado como esclavo a la persona que lo denunciara por su condición de “patéticamente anómalo”, es decir, por rehusar convertirse en asalariado y elegir la mendicidad. Cualquier inglés emprendedor y creativo –un entrepreneur de la época– tenía el derecho de apropiarse de los hijos de los vagabundos y de retenerlos como aprendices, hasta los 24 años si eran varones y hasta los 20 si, por desgracia, se trataba de niñas.

Twain contó y hasta cierto punto glorificó (en Un yanqui en la corte del rey Arturo) aquel parto, que fue el parto del capitalismo, de la economía de mercado libre. Dick, especialista en paranoias y falsificaciones, relató cien años después situaciones sin salida corno las que agobian a Chip, tan parecidas a las de aquellos campesinos ingleses que uno no resiste la tentación de pecar en anacronismos comparativos. En el Virreynato del Río de la Plata y en la República Argentina, el gaucho perseguido por carecer de papeleta de conchabo y obligado a “desgraciarse” en el crimen o a estaquearse corno soldado o peón sin destino, fue como aquellos campesinos ingleses o, si se quiere, como los mensúes atrapados por deudas y obligados a trabajar de por vida en los obrajes del Litoral.

En el campesino inglés, en el gaucho, en el mensú, está Joe Chip, hombre de este fin de siglo. La acción de Ubik, novela escrita en 1969, se ubica en 1992, de modo que hoy, en 1996, ya hace cuatro años que Chip anda por la vida subsumido en estado de G-cuádruple, con sus tarjetas de crédito exhaustas delatando su carácter “patéticamente anómalo”. La anomalía de Chip, como la de sus antecesores, ha sido y será uno de los asuntos centrales de todos los tiempos, aun cuando alguna de las sectas de la creencia global imagine la extinción de la historia o postule un mundo de armonía y progreso eterno, lineal, sin conflictos, angélicamente gobernado por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU y por la Organización Mundial de Comercio (la ex ronda Uruguay del Gatt) que presuntamente suprimirá las aduanas para siempre.

La índole notoriamente utópica, pero no desinteresada, de esta imaginería, realza el dictamen literario sobre la anomalía de los Chip escrito por un novelista genial en la década del 60, que viene a ser –leído hoy, treinta años después–un interesante ángulo para escrutar en el tecno-corazón fantástico de la globalización: el Mundo Feliz, la Aldea Global paradisíaca, parece ser, aun contra su voluntad, un generador incesante de millones de seres “perfectamente anómalos” y sin esperanza alguna, destinados a la patética subcondición crediticia, al huroneo estructural: no merecen siquiera el derecho al picaporte, ni califican para el uso de las puertas, ni tienen currículum ni papeles para que ante ellos las heladeras se abran o los hospitales atiendan su salud.

Un muro global contra el Morocho Subrepticio

Dick no lo imaginó, pero en 1995 el gobernador del Estado norteamericano de California, Pete Wilson, hizo aprobar una ley que niega educación y atención sanitaria a los hijos de cualquier inmigrante ilegal, es decir, a cualquier bebé recién nacido “patéticamente anómalo”, hispano sin papeles o morocho subrepticio.

El señor Wilson labró su carrera política alardeando, precisamente, su devoción por esa clase emblemática de instrumento jurídico característico de la ética global: el mundo es chico, es uno solo, no tiene fronteras, es libre, salvo para ti, querido amigo, que no tienes papeles. Las aduanas caen, el mercado mundial se unifica, la producción se trasnacionaliza, el dinero, ahora completamente inmaterial, florece y se multiplica en el ciberespacio. Entre tanto, el señor Wilson, hombre de su tiempo, medita su próximo envión, esta vez hacia la Casa Blanca, haciéndose portaestandarte de la construcción de un nuevo Muro de Berlín, trasmutado ahora en una suerte de Muro contra el Morocho Subrepticio a edificarse en la frontera con México, para impedir que los anómalos desarrapados se cuelen en su jardín.

 

Muro de Estados Unidos en su frontera con México.

La ley antimorochos de California –la última frontera del capitalismo en el siglo XIX, el soleado asiento de Silicon Valley, paridera de las nuevas tecnologías, y la tierra donde Dick escribió su obra– tiene muchos equivalentes argentinos. Lavalle fusiló a Dorrego en 1828 acusándolo de haber convertido al país en una “merienda de negros”; había que salvarlo de ese oprobio coronando cierta lechosa dinastía francesa, una de las tantas recetas globalizadoras de aquellos tiempos. Bernardino Rivadavia, de quien se dijo que fue “el más grande hombre de la historia argentina” y a quien idolatraron historiadores de izquierda, creyendo ver en él al continuador de la “línea de Mayo”, prohibió los “tangos de bayle” que retumbaban en el Barrio del Mondongo (Monserrat) y otros arrabales afroargentinos de la ciudad de Buenos Aires. El gobernador Wilson cree que el Muro debe construirse en California porque sobra mano de obra. Hace trescientos cincuenta años, en Buenos Aires, la mano de obra debía reunirse y disciplinarse, como ya vimos que sucedió en Inglaterra. En 1745, la ciudad perfeccionó la legislación contra los “vagos y malentretenidos”, casi todos impuros mestizos de piel tiznada, prohibiendo los bailes y juegos de naipes “en las tiendas, tendejones y pulperías”. El gobernador Joseph de Andonaegui dispuso una sugerente jerarquía de castigos sobre quienes violaran su edicto: para los españoles, un mes de cárcel la primera vez y un año de destierro la segunda; para las “gentes viles” –el morocho subrepticio de la época, el mancebo hijo de la tierra– 100 azotes la primera vez, dos años de destierro en presidio la segunda.[5]

Casi cuatro siglos después, en la misma ciudad de Buenos Aires, las nuevas y apolíneas estaciones de servicio con minimercado y bar que las grandes petroleras han universalizado –Shell y Esso son los pulperos globales de la época: han desplazado, incluso, a los anteriores propietarios individuales de las nafterías– desechan a los empleados oscuros y con crenchas: los prefieren rubios, sonrientes, dispuestos a jornadas de 12 horas y con minifalda, si fueran niñas. Las agencias de empleos (temporarios, desde luego) colocan allí, lo mismo que en los shoppings y otros sitios simbólicos de la postmodernidad planetaria, sólo postulantes de piel completamente blanca o morochos light, lustrosos, lacios y con estudios secundarios.

Los requisitos de la “buena presencia”, ahora bestialmente amplificados, implantan el código estético de la moral globalizada que, en su indetenible expansión, elimina no solamente a los anómalos como Chip, detectados por la tarjeta-vigilante, sino también a los cuarterones de piel oscura y pelos como alambres, prohibidos incluso en los empleos subalternos que el destino les reservaba en tiempos del paganismo preglobal. Así, el código estético global devino en código genético particular: el morocho subrepticio padece la sanción ética que se merece dado su empeño en la portación de genes “patéticamente anómalos”.

La selección natural, la ley-muralla de California, el código estético de la globalización, funcionan como el detective lombrosiano con aspecto de patovica escrutando la pertinencia de los cuerpos en la puerta de una discoteca. Prohibida la entrada a los anómalos que desajustan la armonía de la “gente linda”, dice el pato. El aparato de seguridad privado, la policía personal reclutada en los gimnasios y las camas solares donde se cuece la osatura de los patovicas, procede directamente sobre los cuerpos, sin necesidad de ningún artilugio telemático, como el empleado contra Joe Chip. El pato, cuando es vica, se constituye en guardián de la belleza. En el patovica se condensa a la vez el pretoriano privado al servicio de la Megaempresa y el crítico de arte que refina los criterios estéticos del Estado. De modo que la postmodernidad ultratecnológica y recontraglobalizada se contorsiona en una inesperada pirueta temporal: retrocede uno, dos, tres siglos. En la aldea global no hay fronteras, pero sí guardias fronterizos: las chicas y chicos que transgreden la norma estética de la publicidad de Gancia son arrojados a la bulimia y la anorexia por los vistas de aduana de la belleza. Y para curarlos se hace necesario apelar a los chalecos de fuerza y a los espejos velados: como hace cien años, la visión del propio cuerpo se toma pecaminosa, y en casa de los bulímicos deben esconderse los espejos para que el enfermo ni siquiera incurra en el vértigo suicida de contemplar su propia imagen horripilante, porque si lo hiciera se arrojaría otra vez al silicio y al vómito y a la muerte nauseosa que la estética global reserva para los “seres patéticamente anómalos como usted, señor”.

No hay patovicas, sin embargo, en los portones de las bailantas cuarteteras, que abren los jueves, día de sirvientas, además de los fines de semana. Las bailantas son, por definición, galpones para la juerga de los anómalos, el sitio donde el morocho se saca el traje de subrepticio y se le permite la pachanga y la cumbia, creadas para su diversión por el reverso de la misma estética que la publicidad de Gancia, sólo que, en este caso, con destino al cabecita kitsch y por lo tanto, distinta en su semejanza (a la de Gancia) y calcada en su diferencia. No hay patovicas allí, pero sí policías y pesados encargados ya no de la crítica de arte, sino de las patadas en los riñones. En la bailanta, morochos y morochas tienen derecho al libre tránsito y al consumo de cerveza de segunda mano, reciclada con los sobrantes de otras botellas y vasos (los de la mesa vecina, los de la noche anterior) porque aquí los precios deben acomodarse al subnivel crediticio de la anómala clientela. El debate sobre las rentas y hábitos de la bailanta no ha llegado a la televisión, como sí ocurrió con las discos. Y la nueva Panamericana parece ahora servir –destino no premeditado, pero simbólico– para que la veda horaria de las discos bonaerenses pueda sortearse en los bólidos importados capaces de llegar en diez minutos al territorio libre de la Ciudad Autónoma, posibilidad negada al morocho subrepticio, condenado a carromatos como el 86 o el Expreso San Miguel.

La compra-venta de la ley

Los mundos de Dick se distinguen de 1984, la novela de George Orwell, o de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la llamativa circunstancia de que estas dos últimas se inspiraron en el Estado soviético para imaginar sus pesadillas. Para escribir las suyas, en cambio, Dick y otros como él (J. G. Ballard, William Gibson, Úrsula K. Le Guin, entre varios) tuvieron a la vista el orden político creado para las megaempresas en los países capitalistas avanzados. Desde ese mirador, hicieron algo notable: vislumbraron el futuro inmediato mejor que muchos de los hombres sabios de izquierda, anestesiados ante el “inminente fin” del capitalismo y el despliegue victorioso del “socialismo real”.

De paso, anticiparon una nueva vida para los textos de Orwell y Huxley, que leídos ahora ganan colores insospechados, especialmente si se los contrasta con la “era del vacío” y miseria absoluta de la generación post, las delicias de las tarjetas-basura y las heladeras que jamás se abrirán.

David Friedman, hijo de Milton Friedman, el economista liberal, líder de la Escuela de Chicago y premio Nobel de Economía, también es devoto de la ciencia ficción. David leyó la novela The Moon is a Harsh Mistress, de Robert Heinen, que imagina la vida en una colonia lunar sin gobierno alguno ni sistema legal. El muchacho se inspiró y a su vez redactó dos trabajos: The Machinery of Freedom. Guide to a Radical Capitalism (La maquinaria de la libertad. Guía para un capitalismo radical) y luego, La ley como bien privado.

En sus escritos (que no son de ciencia ficción) el hijo de Friedman postula una sociedad en la que los individuos compran la ley y la seguridad para sí mismos más o menos como ahora se compra un seguro. Si al hijo de Friedman le sustrajeran el auto, no llamaría a la policía pública, estatal, sino a su agencia de protección privada, que rápidamente –porque es eficaz y debe competir–identificaría al ladrón. Pero éste también tendría un contrato con otra agencia de protección. ¿Se desencadenaría entonces una miniguerra privada entre ambas? No, contesta el hijo de Friedman. La guerra, dice, es cara e ineficiente. Solución: ambas agencias ya habían acordado de antemano (antes de que le robaran el auto al hijo de Friedman) que, en caso de litigio, recurrirían a una tercera agencia, especializada en arbitrajes independientes; en otros términos, a una justicia privada. En esas circunstancias, el hijo de Friedman asegura que tanto el cumplimiento de la ley como la ley en sí misma son bienes privados producidos en un mercado privado. “El cumplimiento de la ley es producido por agencias de cumplimiento de la ley y vendido directamente a sus clientes –agrega el hijo de Friedman–. La ley es producida por agencias de arbitraje y vendida a las agencias de protección, que las revenden a sus clientes”.[6]

La ley, pues, es objeto de venta y reventa, lo mismo que su cumplimiento. Es decir, la ley es una mercancía más entre otras, lo mismo que los huesos de los santos, el trabajo humano, el honor de las personas. Dick, que no estudió en Chicago, imaginó en Los tres estigmas de Palmer Eldrich un mundo cuya principal mercancía era la droga, regido por un supragobiemo de las Naciones Unidas, exasperación globalizante que en el novelista no era un confortable comodín, sino todo lo contrario. En Palmer Eldrich,[7] las megacorporaciones guerrean para producir miniaturas y drogas destinadas a colonos obligados a emigrar a otros planetas. Las miniaturas escenifican la antigua vida en la Tierra y los colonos pueden implantarlas algunas horas en su cerebro ingiriendo drogas de venta “ilegal”, pero en realidad regulada por las Naciones Unidas. La combinación miniaturas-droga permite a los colonos vivir como si fueran reales las escenas preparadas en la Tierra por ejecutivos de marketing, que por otra parte están en contacto permanente con psicoanalistas portátiles. Como se ve, el Estado también llega aquí, como siempre en Dick, a su esplendor: el control y manipulación de la subjetividad.[8]

El Estado enigmático

En el film Jurassic Park, en cambio, nunca aparece el Estado, lo cual no deja de ser interesante en una película para chicos que trata de huevos de dinosaurios. Steven Spielberg podría estar en línea con la familia Friedman, que al imaginar la compra-venta de la ley postula la desaparición del gobierno. El matrimonio Alvin y Heidi Toffler amplifica el argumento y en páginas tan serias como el New York Times propone, sencillamente, la fusión de países.

Para empezar con discreción, el matrimonio Toffler propone ensamblar al Japón con los Estados Unidos, como si ambos países fueran la General Motors y la Mitsubishi.[9] Imposible lucubrar tesis más globalista, más utópica –esto sí que es la utopía– y, sobre todo, menos desinteresada, especialmente si recordamos que los Toffler integran el gabinete de Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes de EE.UU. y uno de los principales jefes del conservadorismo norteamericano. Lo mismo que el hijo de Friedman, el matrimonio Toffler meditó su idea luego de una ingesta literaria, que consistió en la lectura de Sol Naciente, de Michael Crichton (hay versión cinematográfica homónima) y Deuda de honor, de Tom Clancy, novelas bestsellers sobre “anacrónicos” conflictos y guerras entre Tokio y Washington.

Gramsci decía que hacer un pronóstico implica postular un programa. El matrimonio Toffler fantasea con la anexión de Japón, pero como a la vez cree que las “nuevas realidades” no pueden pensarse con “las categorías de las viejas realidades”, estruja neohablas a la carta (otra vez la literatura: Orwell, en 1984, creyó lo mismo de Stalin) que eliminan la palabra anexión (reemplazada por fusión) y en la que el término globalización esfuma anacronismos simbólicos del paganismo preglobal, como expansionismo o imperialismo, y sobre todo, adquiere categoría de dogma, de canon que ya está en la realidad y que por eso nadie debe discutir; es, otra vez, el realismo que encantaba a Edmund Burke, uno de los primeros que sistematizó el pensamiento político conservador, a fines del siglo XVIII, en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa.

En el caso de Dick, los mundos que vislumbró no eran un programa, como decía Gramsci, pero tal vez tampoco un deliberado antiprograma. El pesimismo radical de algunos autores que han sido comparados con Dick, como J. G. Ballard, explicita, sin embargo, un programa, o más bien una “denuncia”, y abiertamente pretende lanzar un “‘mensaje”, categoría devaluada como tal gracias a la impostación “realista”, y sin embargo conscientemente activa en ciertos escritores. En un prólogo a Crash, novela que tematiza los choques de autos y los retuerce hasta mostrarlos como ideal de vida del sistema de poder que ha entronizado el fetiche tecnológico, Ballard dice que la “función última” de su relato “es admonitoria, una advertencia contra ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas llamándonos cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico”. Ballard exhibe sin ambages su repugnancia “por la política conducida como una rama de la publicidad” –otro de los temas de Dick–y asegura que Crash no trata sobre catástrofes imaginarias, sino que nos habla de “un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales”.[10]

El no-lugar, lo innombrable, ¿el no-poder?

Para Ballard, que tiene una aguda percepción del desastre puesto que lo vivió en carne propia cuando siendo un niño nacido y criado en el gueto inglés de Shanghai, se perdió completamente en la ciudad en el momento mismo de la ocupación japonesa,[11] el amasijo de hierros retorcidos en los diarios holocaustos automovilísticos, es una “metáfora total de la sociedad contemporánea” y cree que la sensualidad asociada al delirio tecnológico se transforma en pornografía, la cual “en cierto modo es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más despiadada”. Ballard cree que “mostrar” es uno de sus cometidos. “Mostrar los dudosos encantos de la existencia en este glauco paraíso se ha convertido cada vez más en una función propia de la ciencia ficción”, escribió. Hace poco se editó una selección de cuentos de Ballard bajo el título Aparato de vuelo rasante. Uno de los relatos, La ciudad última, narra el agónico intento de poner en pie una ciudad colapsada por la saturación y el atragantamiento orgiástico con cicuta tecnotrónica.

En el caso de Ballard, un tecnófobo fundamentalista, el proyecto de “mostrar” se traduce a veces en técnicas narrativas clásicas (no en La exhibición de atrocidades, que trabaja episodios como “novelas condensadas”, a la manera de los relatos que Piglia hace circular en La ciudad ausente, o los “novelatos” de Marcelo Cohen en El fin de lo mismo). En otros narradores, especialmente en el William Burroughs de Expreso Nova, la prosa se disloca en un collage que también “muestra”. La proclama que inicia la novela dice: El propósito de todo cuanto escribo es denunciar y detener a los Criminales de Nova. Faltan minutos. William Gibson, a su vez, exhibió su perspectiva de la globalización en la novela Neuromante, en la que sólo existen megacorporaciones en perpetuo combate con la competencia. La benéfica competitividad de los economistas y la idea de que la información es la nueva fuente de poder (véase Toffler, El cambio de poder, libro por otro lado muy interesante y agudo) es en Neuromante equivalente a guerra total. La mitad del territorio norteamericano está ocupado por una única y desorbitada ciudad; Europa entera hiede: es un monumental vaciadero atómico. En ese escenario, las megacorporaciones batallan para esconder y a la vez robar información usando terroristas y hackers, que directamente “enchufan” su sistema nervioso y sus neuronas al ciberespacio, llevando hasta el fin la idea dickiana (también trabajada por Orwell) de la realidad virtual como instrumento político y herramienta para la lucha por el poder.

En última instancia, de eso se trata. La idea del poder parece diluirse en la ciudad mundial, que empieza en ninguna parte y no termina jamás, y donde se han atrofiado las veredas por ausencia de barrios y peatones, sacrificados a las autopistas. Bajo la divisa realista de la globalización, la política desaparece en lo impalpable, lo inmaterial y monótono, lo homogéneo y eternamente igual. Estamos en el reino planetario y privado del no­lugar. El no-lugar, como se lee, no tiene nombre, si no es por referencia a su antítesis, y debemos su descubrimiento a uno de los observadores de la llamada postmodemidad, Marc Augé, que vio en los shoppings el ágora de la época, el único territorio de la sociabilidad actual. “¿Qué decir de esos suburbios ínterminables de los que sólo cabe huir? –se pregunta Gilles Lipovestky–. Lo real, climatizado, sobresaturado de informaciones, se vuelve irrespirable y condena cíclicamente al viaje: ir a cualquier parte, pero moverse, traduce esa indiferencia que afecta actualmente a lo real Todo nuestro entorno urbano y tecnológico (parking subterráneo, galerías comerciales, autopistas, rascacielos, desaparición de las plazas públicas, aviones) está dispuesto para acelerar la circulación de los individuos, impedir el enraizamiento y en consecuencia pulverizar la sociabilidad”.[12]

Es cierto, pero ¿qué decir entonces de las megalópolis de la pobreza? Lo “real” allí se traduce en algunos datos. “La pobreza urbana se convertirá en el problema político más explosivo del próximo siglo”, pronosticó el Banco Mundial en 1991 (parece que los estudiosos de ese instituto hubieran leído a Dick, o al menos vislumbrado el paisaje urbano de Blade Runner). En los próximos 30 años las grandes urbes del Tercer Mundo alojarán 51 millones de personas más por año, sigue diciendo el Banco Mundial. En el año 2000, las megalópolis harapientas serán 17, y entre ellas se destacarán México y San Pablo, con más de 25 millones de habitantes cada una, cifra equivalente a la población de todas las ciudades del mundo en 1750.[13] En cuanto a las ciudades de los países desarrollados, baste con decir que en Washington una comisión especial aconsejó a la población hervir el agua antes de consumirla y que según el semanario U.S. News and World Report la penuria económica hizo colapsar el sistema médico público (“trabajamos como los hospitales del Tercer Mundo”, aseguraron los médicos a la revista).[14]

En cualquier caso, en el no-lugar el Estado no es visible y entonces se supone su inexistencia o su repliegue. Hemos visto que, en realidad, puede ser al revés. El no-lugar es también el páramo industrial que algunos pensadores como Heidegger creyeron inevitable como consecuencia de la muerte de Dios, el predominio de los tecnólogos y el aparente desierto de sentido. Pero Heidegger, que había simpatizado con el nazismo, pensó sus últimos escritos cuando el capitalismo aún exhibía la fuerte impronta keynesiana y productivista que, sobre la base de la locomotora bélica y el petróleo regalado, implantó el sistema conocido como Estado del Bienestar.

Las premisas de ese mundo no se desplomaron ahora, como suele decirse, por los cambios tecnológicos, sino hace más de un cuarto de siglo, cuando se esfumó la convertibilidad oro-dólar y la crisis petrolera anegó al mundo con billetes sin destino productivo. Se expandió entonces el parque de diversiones tecnotrónico, por el que comenzó a circular la autorreproducción de la economía financiera. “Goza de interés sobre todo / el dinero que él, el banco, crea de la nada” dice una línea de Pound en el canto XLVI. Esa voracidad, que desde entonces hizo más pobres a los pobres y a los países pobres que siempre habitaron pobres,[15] abatió sobre el mundo una suerte de spleen combinado con burbujas inasibles, que se traduce en riqueza instantánea y cada vez más concentrada y, a la vez, en inestabilidad laboral perpetua, inestabilidad existencial y productividad incrementada con desocupación y baja de salarios.[16] El mayor empleador de los Estados Unidos, el país capitalista avanzado con menor tasa de desocupación después de Japón, es una agencia de empleo temporario.[17]

Los cambios tecnológicos aceleraron y dotaron de poderosas herramientas a un proceso que, en lo fundamental, ya había comenzado. La tecnología y la ciencia de sir Alexander Fleming no desencadenaron conflicto bélico alguno, pero Fleming descubrió la penicilina gracias a la Segunda Guerra Mundial –un acontecimiento político, desde luego, y no tecnológico, aunque suene redundante aclararlo– que a su vez traccionó al intervencionismo estatal de Roosevelt-Keynes hasta concluir con la crisis que la economía capitalista padecía desde 1929. Y ahora, finalizado el ciclo keynesiano, el mundo encara el siglo XXI casi bajo las mismas premisas económicas (y hasta cierto punto, también geopolíticas) de 1910, pero con cambios tecnológicos aptos para bajar costos (en especial, los salariales), con océanos de deuda futura acumulándose en el ciberespacio y con millones de anómalos incapaces de consumir la enorme oferta de bienes que la nueva productividad puede generar.

En semejante mundo, determinadas “representaciones” filosóficas y estéticas (no precisamente las de los escritores que se mencionan en esta nota) se tornaron intangibles, huidizas, inmateriales: se divulga el tiempo del post, de lo que aún no existe, de lo que, en una de sus caras, pretende “transgredir” inutilidades –véase esa trivialidad anémica de ciertos pintores posmos que se instalan a sí mismos como “globales”–y en la otra cara desenfunda la Magnum 44 para forzar la homogeneidad universal mediante las mayores coaliciones bélicas que recuerde la historia humana. ¿Se trata de un cósmico choque de “civilizaciones”, según la tesis del ensayista estadounidense Samuel Huntington? ¿O más bien estamos frente a una mera implantación militar en las zonas estratégicas del planeta, entre ellas las petroleras? Juan Goytisolo recordó hace poco que en la tecnoguerra limpia y “quirúrgica” del Golfo murieron 200 mil personas.

Lipovetsky, ensayista francés con quien no hace falta estar de acuerdo para citar algunos de sus apuntes (como por otra parte ocurre con cualquiera de los autores citados aquí), observó que “el deambular apático [del hombre actual] debe achacarse a la atomización programada [Lipovetsky no dice por quién] que rige el funcionamiento de nuestras sociedades: de los mass media a la producción, de los transportes al consumo, ninguna ‘institución’ escapa ya a esa estrategia (¡) de la separación [L. no nos dice quién es el estratega] experimentada científicamente [¿dónde?; ¿por quiénes?] y destinada a tener un progreso considerable con el progreso telemático”.[18]

El reloj de arena

El mundo que anota Lipovetsky se asemeja, en una de sus caras, al de los relatos de la llamada literatura minimalista. Hasta cierto punto, la ciudad que describe podría ser Los Ángeles, contada por Robert Altman en la adaptación de nueve historias y un poema de Raymond Carver que dio por resultado el film Ciudad de ángeles. En realidad, la novela Generación X (también hay versión cinematográfica) se acopla más al esquema de Lipovestky. Pero hay otras visiones de Los Ángeles, incluso cinematográficas, como el film Vigilantes de la calle, de Dennis Hooper (está en los videoclubs), que no narran el desencanto y la indiferencia fruto de ambientes climatizados y saturación informativa, sino que se empeñan en una feroz cabalgata por los clásicos horrores de la pobreza alucinante, la droga y la violencia en los gigantescos guetos hispánicos y negros que inquietan al gobernador Wilson. En los mundos de Dick, Burroughs, Ballard, Gibson, en toda la filmografía de Spike Lee (Fiebre de amor y locura y Clockers por ejemplo), Quentin Tarantino (Tiempos violentos), Abel Ferrara (Maldito policía) o Martin Scorsese (especialmente Después de hora, adaptación del relato Bright lights, big city, de Jay McInerney) no hay lugar para el aburrimiento y la indiferencia, sino para el terror.

La ideología post exhibe la rara cualidad de no tener nombre, de no llamarse. En el siglo XIX, el capitalismo tomó su denominación de sus enemigos socialistas, que bautizaron lo que aborrecían y se proponían eliminar. El prefijo “post”, abusado hasta el hartazgo por los teólogos de la creencia global delata, por vía del lenguaje, que el edificio macizo conocido por algunos como nueva civilización es apenas una sombra en estado prelarval, sólo una hilacha de lo innombrable y, por eso mismo, de lo desconocido. La constante apelación a la muletilla “post” refiere invariablemente al pasado en lugar de proponer el porvenir, y lo hace en una escala tal que adquiere identidad sólo en relación al pasado. ¿La combinación de letras “post” alude a lo que viene “después de” o menta lo postergado, lo póstumo, lo postrero, lo posterior en el sentido de lo que está detrás? Los imperios del post, que tienen la modesta pretensión de fundar nuevas eternidades, sólo parecen constituir un espectro travestido del pasado al que rinden tributo desde el lenguaje, la melancolía y la vacía tristeza del páramo, su repetido, inenarrable e innombrable paisaje.

En el último capítulo de Ubik, Dick escribió para su enigma, que a lo largo de la novela ha sido sucesivamente café instantáneo, cerveza, acondicionador capilar, somnífero, maíz tostado, dentífrico, bolsa de supermercado, cera para pisos, digestivo, aderezo para ensaladas, banco de crédito, hoja de afeitar auto­ enrollable, pan de molde, corpiño:

Yo soy Ubik. Antes de que el universo existiera, yo existía. Yo hice los soles y los mundos. Yo creé las vidas y los espacios en que habitan. Yo soy el verbo, y mi nombre no puede ser pronunciado. Es el nombre que nadie conoce. Me llaman Ubik, pero Ubik no es mi nombre. Yo soy. Yo seré siempre.

A semejante pretensión globalizada de eternidad, responde una línea de Borges: El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.


[1] Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1976.

[2] Clarín, 18/7/96.

[3] Minotauro, Buenos Aires, 1974. En estos apuntes se ha privilegiado una lectura política de la obra de Dick. En función de tal enfoque, que organiza en términos políticos tres de los grandes asuntos dickianos (las grandes empresas, el terror estatal, las apariencias de lo real) se eluden otras derivaciones, algunas de ellas emanadas de la filosofía idealista, el dualismo y la religión, que recorren intensamente la vida y la literatura de Dick.

[4] Clarín, 5/7/95. Después que fueran escritas estas líneas, apareció un libro de Scavo, Globalización y megatimba, Buenos Aires, Editorial Letra Buena.

[5] Jorge Bossio, Historia de las pulperías, Plus Ultra, Buenos Aires, 1972, pág. 78.

[6] Financial Times, reproducido por El Cronista, 19/6/95.

[7] Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1979.

[8] Sobre la cuestión del control de la subjetividad, Ricardo Piglia escribió que “la metáfora borgeana de la memoria ajena… está en el centro de la narrativa contemporánea. En la obra de Burroughs, de Pynchon, de Gibson, de Philip Dick, asistimos… a la sustitución de la memoria propia. (…) La función de lo que suele llamarse la inteligencia del Estado es la de inventar y construir una memoria incierta y una experiencia impersonal”. Clarín, 13/6/96.

[9] The New York Times reproducido por Clarín, 2/9/95.

[10] Minotauro, Buenos Aires, 1984.

[11] Ballard contó esta historia en su novela autobiográfica El imperio del sol (Minotauro, 1985), llevada al cine con el mismo título.

[12] La era del vacío, Anagrama, Barcelona. pág. 74.

[13] La Nación, 1/6/91.

[14] Citado por Página 12, 24/7/96.

[15] James Speth, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, dice que “el mundo ha venido polarizándose económicamente entre los países, pero también dentro de los mismos países”. Agregó que unos 1600 millones de personas viven ahora peor que hace 10 años. Clarín, 16/7/96.

[16] The Wall Street JournaI en La Nación, 8/9/95.

[17] Ambito Fírnanciero, 17/8/95, entrevista a Winnifred Downes.

[18] La era del vacío, Anagrama, Barcelona, pág. 42.


Ricardo Cámara es escritor y periodista. “La globalización color de rosa y el Morocho Subrepticio” fue publicado en La Marea N° 7, primavera de 1996, y reproducido en la revista cubana Casa de las Américas N° 207, abril-junio de 1997.


 

Foto de apertura: Migrantes latinoamericanos intentan ingresar desde México a EEUU escalando la la valla fronteriza.

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