Home Notas Libertad Demitrópulos: «La literatura es un acto de solidaridad histórica»

Libertad Demitrópulos: «La literatura es un acto de solidaridad histórica»

por Jorge Brega

Este año 2022 Libertad Demitrópulos (1922-1998), hubiese cumplido 100 años. Con motivo de su centenario, se están realizando actividades en su memoria que traen nuevamente a primer plano su valiosa obra literaria.  Entre otros actos, se la recordó, por ejemplo, en una mesa redonda de la reciente Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (ver aquí) y el 21 de agosto, fecha de su nacimiento, se hizo lo propio en un gran evento en el Centro Cultural Kirchner (ver reseña aparte). Por nuestra parte, queremos hacerlo compartiendo una entrevista que le realizamos en 1997 para el número 8 de La Marea y que entonces presentábamos así:

¿Qué otra escritora argentina ha alcanzado en las últimas décadas las cimas de perfección que se pueden leer en Río de las congojas? La reedición de esta novela deslumbrante, cuya traducción inglesa está próxima a publicarse en Estados Unidos, pone en foco la totalidad de la obra de su autora, Libertad Demitrópulos, y la instala definitivamente en el centro de la literatura nacional, sitio donde en realidad siempre estuvo, menos para la banalidad subvencionada por fábricas de libros marketineros y ciertos aparatos promocionales. En este reportaje, la novelista cuenta sus comienzos en un pueblo jujeño, la mixtura criolla y griega fundidas en su personalidad, la relación de sus textos con la historia y los personajes marginales, sus vínculos con el peronismo, las mujeres que pueblan su obra y que lucharon contra el silencio. “No me propuse denunciar nada —dice– sino poner en evidencia el drama del no decir que está presente desde el obispo que ordenó silencio a Sor Juana Inés de la Cruz, hasta el Neruda que le canta a la mujer amada “me gustas cuando callas/ porque estás como ausente”.


Entrevista Jorge Brega

 

Libertad Demitrópulos

—“Escribir es vana cosa en una mujer, una necedad”, le dice el cura a Violante, la esposa doliente de La flor de hierro, su tercera novela. Al leer el diálogo recordé que usted cursó el magisterio en un internado religioso de provincia, y este recuerdo resignificó el párrafo. ¿Le fue difícil también a usted convertirse en escritora?

—No me fue difícil escribir, pero sí convertirme en una escritora reconocida. Lo primero se debió a mi temprana vocación que se manifestó ya en los primeros grados de la escuela primaria y al gran estímulo que recibí de mi padre, que era un escritor frustrado a causa de que —como griego— no manejaba el idioma castellano con los requerimientos que una lengua materna proporciona naturalmente y porque, además, al parecer, él vio en mí la realización de lo que a él se le negaba. Mi padre fomentó también mis lecturas comprando libros para una biblioteca que yo devoré. No ocurría lo mismo con las autoridades del colegio donde me mandaron a estudiar a partir del cuarto grado porque en mi pueblo había solo una escuela de la Ley Láinez y en cuarto grado terminaba el ciclo. En el colegio, que quedaba en la ciudad de Salta, me prohibían las lecturas y me confiscaban los libros que yo ingenuamente llevaba en mis valijas al regreso de las vacaciones. En las clases de literatura y en los trabajos que realizaban las alumnas había temas vedados: la exaltación de los sentidos, el tema del cuerpo, el del amor carnal, el atentatorio de cualquiera de los pecados capitales, etc.

A los doce años empecé a publicar en el diario lugareño que se llamaba La Nueva Palabra, luego pasé al diario de la ciudad de Jujuy, después en El Intransigente, de Salta. En 1950 —y merced al apoyo del poeta español Juan Ramón Giménez— publiqué en La Nación de Buenos Aires un poema titulado “Oda de agosto al río San Francisco”. Después siguieron las publicaciones en este diario. Puede decirse, entonces, que fue necesario poseer primero vocación, después el reconocimiento de ciertos sectores, aunque algunos otros me negaban el acceso a la escritura y a la lectura, o me fijaban límites.

—En Sabotaje en el álbum familiar, novela que usted ha dicho que puede ser catalogada de autobiográfica, su abuela Waldina, mujer de gran carácter y personaje central del relato, inventa historias que narra en el hogar. ¿Cree que esa figura y el ambiente en el que usted pasó su infancia influyeron en su vocación literaria?

—Mi abuela criolla, además de criar a sus doce hijos y de manejar la empresa de la familia, también tomó posesión de mi persona, de manera que yo pasé mis primeros años en contacto directo con ella más que con mis padres, tanto que cuando ella murió en un accidente iba conmigo por esos caminos de Ledesma y nos caímos del sulky al cruzar el puente sobre un arroyo pedregoso. Ese dia ella murió, y yo volví al seno de mi hogar. Pero antes mi abuela había tenido tiempo de contarme fascinantes cuentos de la tradición argentina y otros de su invención. Con infinita gracia y emoción ella desgranaba cuentos de Pedro Urdimán, Juan Soldao, Blancaflor, Juan el Zorro, la flor del Ilolay, que marcaron para siempre mi imaginación y mi afán de narrar. La influencia fue posterior a la de mi abuela y era la influencia de la cultura griega en donde también había mitos, héroes, dramas familiares, venganzas, premios, castigos, búsqueda del vellocino de oro, etc. Yo creo que estas dos culturas —la criolla y la griega— se han fundido en mí en la misma proporción. Como escribo en castellano es más visible la primera, la otra es como un río subterráneo.

—“La felicidad está bien lejos de Balderrama —dice Charito, el personaje trágico de Los comensales—. Y hay un tren que parte por la madrugada con los que se atreven a escapar. Pero hay que tener decisión para tomar ese tren”. ¿Le costó a usted tomar la decisión de abandonar Ledesma? En cualquier caso, ¿qué le implicó esa decisión como escritora? ¿Pudo haber escrito sus primeras novelas, tan afincadas en la memoria de “aquel mundo reluciente y mágico, aunque doloroso” —como usted lo ha descripto— viviendo en él, o necesitó de lo distancia para hacerlo?

—Mi pueblo era un damero de nueve manzanas en total y ¿quién con vocación literaria puede sobrevivir en semejante lugar? Llega un momento en que la vida se hace irrespirable porque son necesarios otros alimentos fuera de los de la tierra. Yo tomé ese tren y la decisión de abandonar Ledesma apoyada, como siempre, por mi padre que quería verme convenida en una escritora de fuste, reconocida poco menos que internacionalmente. Quería para mí lo que él no había podido realizar. Y yo también comprendí que el espíritu debe abrirse a todas las direcciones. Así que salí de Ledesma en plena juventud buscando otros sitios, otro espacio cultural que yo estaba necesitando además de los libros y que mi pequeño pueblo no podía proporcionarme. Esa decisión implicó un compromiso de mi parte de nunca abandonar la literatura sino de enriquecerla, así es que me vine a Buenos Aires y entré en la Universidad. Seguí escribiendo, haciendo mi tarea solitaria, porque nunca eché mano de otros recursos como amistades, prensa, publicidad. Si mi escritura vale no necesito falsos prestigios. Si no vale, el prestigio no sirve para nada, me decía. Abandoné la poesía y me entregué a la narrativa por aquello de las influencias que rebullían en mí. Contar me gustaba más que rimar. Y necesité la distancia porque Los comensales, mi primera novela, tiene cierto tinte social y crítico para el ingenio azucarero que colindaba con mi pueblo y donde yo veía tanta injusticia, pobreza y dolor. Ese ingenio era poderoso política y económicamente, y yo hubiera merecido el castigo, de vivir allá y denunciado su drama social.

—¿Qué amistades literarias cultivó en el Norte antes de venir a Buenos Aires? ¿Perteneció a algún grupo o revista?

—En mis comienzos conocí a Manuel J. Castilla, que ya era un poeta muy conocido en Salta. Cuando él fundó un boletín literario llamado Ángulo me invitó a sumarme a su movimiento, que era una especie de La Carpa salteña, donde publiqué y alterné con poetas del NOA como Araoz Anzoátegui, Raúl Galán, plásticos como Carybé, Luis Pretti, músicos como el Cuchi Leguizamón y otros personajes que llegaron a ocupar importante sitio en la Argentina.

—¿Cómo es que una mujer criada en un pueblo de provincia y educada en un internado de señoritas conoce el lenguaje reo y varonil de los arrabales de la gran ciudad, tal como puede apreciarse en los diálogos entre militantes de la Resistencia Peronista en Sabotaje en el álbum familiar?

–Toda la contención que dan la educación, los buenos modales, la virtud, las normas que nos han conformado como individuos y ciudadanos se vienen abajo cuando de literatura se trata. El escritor, cuando escribe, es un ser libre de ataduras y revoques, entra en un espacio que maneja sin restricciones y más un narrador que debe encarnarse en quien está describiendo. Personalmente detesto las palabras soeces, ellas no entran en mi vocabulario. Pero cuando escribo puedo parecer un reo, un macho guarango, “una podrida perra pekinesa”, según las necesidades de mi narración. ¿Que cómo conozco ese lenguaje arrabalero? De mis lecturas de otros autores y de la convicción de que un personaje de los bajos fondos no puede hablar de otra manera que como yo lo hago hablar. A la luz de una inspección minuciosa, cuando el personaje entra en el campo focal de la conciencia del escritor, éste escucha su voz y ve su figura con total nitidez.

—¿El griego Domingo Pulakis, personaje de Sabotaje en el álbum familiar, se inspira en Blajakis, el dirigente peronista asesinado? Es curioso, su padre también era griego, pero había sido militante radical en su juventud. ¿Cuál fue el proceso por el cual usted se convirtió en peronista, llegando a ser biógrafa de Eva Perón?

–Sí, Domingo Pulakis (en griego quiere significar pájaro) es efectivamente ese personaje mitológico llamado Domingo Blajakis, el dirigente peronista del cuero que fuera asesinado en una confitería de Avellaneda junto con otros sindicalistas y del que también se ocupó Rodolfo Walsh en su libro ¿Quién mató a Rosendo?

Si bien mi padre fue un empedernido radical (tanto que cuando cayó Yrigoyen él fue llevado preso a Jujuy) no influyó sobre mí con sus ideas políticas, antes que la política le interesaba transmitirme la moral y el amor por el arte. Yo me hice peronista por visión directa de la injusticia y del dolor que sufrían los obreros y los indios peladores de caña que trabajaban para el ingenio azucarero.

Esa era una época brava de negreros con látigo y de una pobre gente desvalida que no tenía leyes sociales que la protegiera. Perón llegó y su primera medida fue sacar el Estatuto del Peón. La cosa cambió en parte, aunque costó mucho hacer cumplir esa ley, costó agremiarse, huelgas con obreros muertos, detenciones, despidos, etc. Al lado de Perón empezó a aparecer Evita, una fuerza de la tierra que venía decidida a la lucha política, a ayudar —a su manera— a paliar el dolor y la pobreza. Siempre me ha conmovido la presencia de la pobreza. ¿Cómo no iba a hacerme peronista?

—En Balderrama, el pueblo de Los comensales, las chimeneas del ingenio son una permanente amenaza vigilante. “Desde los escritorios del ingenio se gobierna la provincia”, dice un personaje. Y es el ingenio quien manda a la policía a reprimir sangrientamente a los obreros en huelga. ¿Qué importancia tenía el ingenio Ledesma en la vida cotidiana de su pueblo mientras usted vivió allí su infancia y adolescencia?

—Las chimeneas del ingenio eran el símbolo del poder total. Los gobernantes y senadores se elegían en reuniones de escritorio que se realizaban en el ingenio. La policía estaba al servicio del ingenio. Y hasta mi pueblo —ese damero de nueve manzanas— también dependía. Dependía económicamente. Aunque mi familia jamás trabajó para el ingenio, mi padre, que tenía una ferretería, vendía herramientas, pintura, etc., a los empleados del poderoso patrón. Así que, indirectamente, también estábamos sometidos a las directivas que los potenciales clientes recibían. La importancia que el ingenio tenía en nuestra vida cotidiana era enorme. No se podía mirar para otro lado.

Después, con el tiempo, por efecto de la tecnología, las cosas fueron cambiando. Pero los viejos moradores, los que conocimos el crecimiento y expansión del ingenio sabemos cuán doloroso fue ese crecimiento.

—En sus novelas la memoria tiene siempre relevancia. El contrapunto entre sucesos del pasado y del presente, a menudo en historias paralelas, distintas dentro de un mismo relato, se repite. ¿Busca en el pasado argentino la comprensión del presente?

–Sí, trato de explicarme muchas cosas, entre ellas nuestra propia historia que desde su nacimiento está relacionada con la idea de libertad. Esto no es nada original de los argentinos: todos los pueblos luchan por conseguir la libertad. A esta idea he observado que los latinoamericanos agregan la fascinación de “El Dorado”, el paraíso perdido, aquí siempre se buscó (como en Grecia) el vellocino de oro, esa región resplandeciente cercana a la felicidad. A través de mis novelas siempre vuelven estos dos temas: la búsqueda de la libertad y del Dorado. Y nunca se los encuentra.

La literatura es un acto de solidaridad histórica en tanto la lengua y el estilo son fuerzas ciegas, objetos. La escritura en cambio es una función, digamos que es la relación entre la creación y la sociedad y está siempre ligada a las grandes crisis de la historia. Por eso, entre nosotros, en nuestra historia, se repiten periódicamente las luchas por la libertad de un país que nació colonizado y, en los remansos, la ilusión de encontrar el Dorado, la ilusión del cambio, de aproximación a una felicidad que nunca se concreta.

—Los hechos de la Conquista han convocado reiteradamente su interés de narradora, y las historias recreadas o imaginadas por usted tienen la perspectiva de los oprimidos: mestizos, negros, indios, mujeres. ¿Por qué?

—Porque mi literatura está hecha con marginales. Estos son, para mí, los verdaderos hacedores de la historia, los verdaderos protagonistas cuyos nombres nunca recogió la historiografía. Durante la conquista y colonización al lado del conquistador iba el pueblo formado por indios y mestizos. Los españoles eran pocos. Durante las guerras de la independencia iban criollos y gauchos al lado de los jefes militares y eran los que realmente se medían en las batallas, los que ofrendaban la vida. Solamente conozco tres menciones que la historia oficial hace de ese pueblo marginal: el negro Falucho, el tambor de Tacuarí y el sargento Cabral. Me parece injusto encarnar solamente en el héroe la construcción de la historia. De las mujeres jamás se hace mención a pesar de la activa participación que tuvieron no solamente en la colonización sino también en la conquista. Hay un caso concreto documentado en la carta que le envía Isabel de Guevara a la princesa gobernadora de España, cuando es destruida Buenos Aires después que don Pedro de Mendoza regresa, dejando abandonada a la población con órdenes de remontar el río Paraná e ir a La Asunción del Paraguay, una ciudad en crecimiento. Desilusionados, los hombres se abandonan a la desesperanza y se declaran incapaces de realizar esta acción. Entonces las mujeres acondicionan los barcos, hacen acopio de los pocos alimentos que pueden conseguir, cargan a los hombres enfermos y debilitados, ponen en marcha a las embarcaciones y se lanzan a la vela. Durante el viaje dan ánimo a los hombres “voceando con voces varoniles”, dice la carta. Y alimentándose con mucha escasez, porque las mujeres “pueden privarse de muchos bocados” para dárselos a los hombres. Así es que Isabel de Guevara le pide a la princesa que en virtud del trabajo realizado se le otorgue una “suerte de chacra”, cosa que la princesa otorga señalando la fuerza moral y la valentía de esas mujeres. Este es un caso conocido. Hay muchos otros que van saliendo del silencio donde los tenía confinados la autoridad del poder y las costumbres de la época, que prohibían a la mujer la actuación pública.

 

Libertad con su esposo, el poeta Joaquín Giannuzzi.

—En sus novelas las mujeres tienen papeles protagónicos muy fuertes. Muchas de sus heroínas son víctimas del poder y abusadas por los varones, como Teresa Ceballos, “asesinada por reírse fuerte”, María Muratore, la amante de Garay, atrapada en su vestimenta de soldado, o Nancy, la prostituta frígida de Un piano en Bahía Desolación. Asimismo, todas son testigos implacables y reservorios de la Historia. ¿Cómo resumiría usted la condición y el papel de la mujer en su propia narrativa? ¿Se propuso denunciar un estado de injusticia?

—Por las razones que acabo de dar las mujeres han permanecido marginadas de la Historia. ¿Qué puede llamar la atención, si aun en nuestro siglo un gran poeta como Pablo Neruda dice a la mujer amada: “Me gustas cuando callas / porque estás como ausente”? Este poeta no quiere una mujer haciendo uso de la palabra, sino en silencio. No le gusta que hable ni que ría.

No me propuse denunciar nada sino acercarme a la verdad de ese silencio aterrador, poner en evidencia el drama del “no decir” del que habla sor Juana Inés de la Cruz, a quien su obispo prohibió ejercer el uso de la palabra con sus poesías. Le ordenó callar. Aún hoy el uso

de la palabra pública le está vedado a la mujer. ¿Quién hace declaraciones o formula opiniones en televisión? ¿A qué mujer se la consulta para analizar un determinado tema político, científico, artístico? Se consulta a las vedettes o a las conductoras de programas de entretenimientos, porque se supone que contestarán cualquier pavada para salir del paso.

En mi narrativa las mujeres pueden llegar a ser protagonistas de su propio destino, sin dejar de ser mujeres, sin adoptar comportamientos masculinos. Hablan desde sus cuerpos de mujeres y desde una mentalidad que están construyéndose ellas mismas sin tutelaje ni paternalismos.

Río de tas congojas, su novela más estudiada, se abre con una cita de un poema de Yannis Ritzos: “Conviene que recordemos a nuestros muertos y su fuerza…”. En plena dictadura militar, la elección del poema cobraba una especial significación y proponía una particular introducción a la novela. ¿Fue una elección consciente de sus resonancias extraliterarias? ¿La memoria de los muertos, de aquellos “mancebos de la tierra” rebelados contra la injusticia en épocas de Garay, tenía vinculación con lo que nos ocurría en el presente?

—Sí, fue una elección consciente de un bello poema y de su significación. En esa época yo quería resignificar el cuerpo de los muertos. Por eso en Río de las congojas los habitantes de Santa Fe, cuando después de cien años abandonan la ciudad para ir a refundar Buenos Aires, ni los muertos quieren dejarle a la tierra anegada. Y mi narrador Blas de Acuña no acepta abandonar la tumba de su “muertecita”, no puede dejarla sola y se queda al lado de la tumba hasta que la muerte viene a buscarlo a él porque ya es muy viejo. Se pretende dar una idea de la sacralidad de los cuerpos.

—¿Qué lecturas y autores fueron importantes en su determinación de convertirse en escritora?

–Repito la idea de la vocación, en mi caso. Las lecturas y otros autores enriquecieron aquel primer movimiento espiritual. De no haber tenido esa vocación, ningún autor ni libro alguno hubiera sacado de mí una escritora.

De la literatura argentina he leído a todos los precursores, es decir a todos los que se propusieron “fundar” una literatura, una genealogía literaria, puesto que no existía ninguna literatura que se asumiera como tal, hasta entonces. Sarmiento, Echeverría, José Hernández, Mármol, Groussac, Alberdi, Gutiérrez. Como ellos (y otros contemporáneos) se propusieron buscar esa expresión argentina de la que carecíamos, el camino que abrieron seguramente ha influido en mí tanto como los grandes maestros de la literatura universal que tienen la desventaja de que los leemos en traducciones. Y así como aquellos precursores abordaron la literatura como un hecho de voluntad y búsqueda de identidad, de ellos se aprende a afianzarse en la realidad del país, buscarle las facetas escondidas y a meterse con lo familiar, peculiar y propio. Aunque también campee la enriquecedora influencia de otras literaturas, de cualquier literatura que se haga o haya sido hecha en el mundo. Somos mestizos y nuestra literatura debe ser meteca, bastarda, fecundada por las civilizaciones y culturas que han sido víctimas de un eurocentrismo aberrante.

Todo escritor escribe sobre aquello que lo motiva intensamente, sea el ámbito provinciano, regional, nacional o latinoamericano. De Borges, Cortázar o Gelman, nadie puede decir que no son tan argentinos como Dávalos, Daniel Ovejero o Mateo Booz, que escribieron sobre su terruño. Cada región muestra un rostro de la cultura argentina que es una realidad sin duda compleja. Y aunque el suelo tenga la función de moldear al escritor también la tienen la categoría de espacio y ¿por qué no? la de tiempo. Y en esta última entra el mundo indígena, hoy relegado a las tinieblas, pero cuyos elementos diferenciales aún no han podido ser borrados. Yo hago entrar a las tres vetas —esa triple frontalidad— en mi escritura. Es decir que pongo énfasis en mestizar las tres.

—¿Qué le gustaría que se dijera de su obra o “quedara” de ella como valoración crítica?

–Que mi literatura es producto de una “tercermundización insidiosa”.


 

SUS LIBROS:

Poesía: Muerte, animal y perfume (1951). Ensayo: Poesía tradicional argentina (1972). Novelas: Los comensales (1967), La flor de hierro (1978), Río de las congojas (1981, Premio Municipal Bs. As.), Sabotaje en el álbum familiar (1984), Un piano en Bahía Desolación (1994), La mamacoca (2013). Relatos: Quién pudiera llegar a Ma-Noa (1986). Biografía: Eva Perón (1984).


 

Hacé clic y aportá a La Marea

Artículos relacionados

Deje un comentario