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Artigas en la Historia Argentina: Vicisitudes historiográficas del máximo referente de la corriente revolucionaria de Mayo (del siglo XIX al XXI)

por Silvia Nassif

Artigas en la Ciudadela. Oleo de Juan Manuel Blanes (detalle)


Escribe Eduardo Azcuy Ameghino *

A 170 años de la muerte de Artigas (23 de septiembre 1850/2020)

“Hay momentos en la historia en que la lucha desesperada de las masas, incluso por una causa sin perspectiva, es indispensable para los fines de la educación ulterior de estas masas y de su preparación para la lucha siguiente”.

Vladimir Lenin

“Los honra la bizarría
de luchar por un vencido
al que acusan de bandido
por pretender denodado
que el criollo más desgraciado
fuera el más favorecido”
Osiris Rodríguez Castillos

Artigas en la historia argentina

Sintetizar en un texto breve el papel de Artigas en la historia rioplatense, y más puntualmente en la historia argentina es una tarea imposible. Sólo se podrá decir lo que considero esencial: Artigas es uno, y el primero a partir de 1811, de los principales dirigentes asociados con la lucha anticolonial y democrática que dio origen a nuestro país independiente.1

Esta afirmación implica conocer, discutir y, si se desea, tomar posición respecto a si Artigas es parte de la historia argentina, o si es sólo o esencialmente “uruguayo”. La segunda opción, cualquiera sea su dosis, evita enfrentar el problema que aquí presentamos.

Me disculpo por los anacronismos, pero en este caso resultan tan útiles como inevitables. Entre las personas que ocuparon los primeros lugares en torno a la Revolución de Mayo y la concreción de sus objetivos, como suele ocurrir en el seno de una dirigencia “progresista”, hubo un ala más radical, más decidida, más anticolonial, más democrática. Y también, como siempre, la izquierda de Mayo y de la Independencia tuvo referentes fundamentales: Moreno y Castelli a la cabeza. Me apresuro a afirmar que San Martín, a quien hemos recordado con admiración hace poco tiempo, fue un prócer esencial, pero no formó parte del ala izquierda: “los portugueses avanzan con pie de plomo para bloquear Montevideo –escribía a fines de 1816–, y en mi opinión se lo meriendan. A la verdad no es la mejor vecindad, pero hablando con franqueza, la prefiero a la de Artigas”.

Uno de los libros del autor

Pero, no nos apresuremos. Entre fines de 1810 y mediados de 1811, la corriente democrática y decididamente independentista bonaerense fue derrotada. El consejo inglés fue escuchado, y se impusieron los temores de la aristocracia terrateniente mercantil que hegemonizaba el movimiento; afirmando su irreductible centralismo, al modo de un despotismo ilustrado, que en forma creciente comenzó a extender por todo el viejo virreinato.

En estas circunstancias, en 1811 el corazón de la revolución se trasladó a la Banda Oriental, donde un líder político, sintetizando el sentir mayoritario, comenzaba a organizar la insurrección anticolonial: “El fuego patriótico electrizaba los corazones –decía Artigas– y nada era bastante a detener su rápido curso; los elementos que debían cimentar nuestra existencia política se hallaban esparcidos entre las mismas cadenas y sólo faltaba ordenarlos para que operasen”.

En 1812, con la amenaza portuguesa latente y la lucha contra el españolismo en pleno curso, el gobierno porteño redobló esfuerzos para imponer su voluntad y conducción político militar al pueblo oriental. ¿Qué había que hacer? ¿Consentirlo en nombre de una supuesta unidad? Artigas respondió estas preguntas de un modo que aún hoy resulta aleccionador: “La cuestión es sólo entre la libertad y el despotismo: nuestros opresores no por su patria, sólo por serlo, forman el objeto de nuestro odio”. Poco antes, Moreno había sostenido que “el país no sería menos infeliz por ser hijos suyos los que lo gobernasen mal”.

En 1813, Artigas trató de convencer al gobierno del Paraguay para que sumara su representación a la Oriental, esperando que así, y con otros votos –como los que podía influir San Martín–, se pudiera lograr que la Asamblea Constituyente, como afirman las Instrucciones de los diputados orientales, resolviera: “declaración de la Independencia absoluta de estas colonias”, y que  “no se admita otro Sistema que el de Confederación para el pacto recíproco de las Provincias que formen nuestro Estado”. Lamentablemente, los paraguayos no se sumaron, y los diputados orientales fueron rechazados por “vicios en sus poderes”.

Por fin, en 1816 –seis años después de la destitución del último virrey–, se declaró en Tucumán la independencia de las Provincias Unidas. Al respecto, el 24 de julio de 1816 Artigas le recordaba al director supremo Pueyrredón: “Hace más de un año que la Banda Oriental enarboló su estandarte tricolor y juró su independencia… Lo hará Vuestra Excelencia presente al soberano Congreso para su superior conocimiento”.

Finalmente, se impone una mención a un momento de nuestra historia, de los más desconocidos, que (de nuevo anacrónico) tal vez nos recuerde los modernos antiimperialismos “tuertos” –veo a una potencia, pero no veo a la otra–, de los que tenemos buenos ejemplos en Argentina. Entre 1816 y 1820 la Banda Oriental fue invadida por las tropas del colonialismo portugués, lo que dio lugar a una heroica, prolongada y finalmente desesperada resistencia popular.

Por entonces, el director supremo de Buenos Aires, el general Rondeau –sucesor de Pueyrredón– informaba haberse dirigido en 1819 al comandante del ejercito de ocupación de una parte de las Provincias Unidas: “He propuesto de palabra por medio del coronel Pinto al Barón de la Laguna, que acometa con sus fuerzas y persiga al enemigo común hasta el Entre Ríos y Paraná en combinación con nosotros”. El enemigo común eran las masas plebeyas, criollas e indígenas, auxiliadas por paisanos de los “Pueblos Libres”, todos acaudillados por Artigas.

Sin embargo todavía quedaban esperanzas. Un ejercito federal, en el que confluían fuerzas de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, las Misiones y la Banda Oriental, marchó sobre Buenos Aires para destituir al directorio, declarar la guerra al invasor portugués y formalizar la liga ofensiva y defensiva, confederal, de las provincias, que así podrían ser realmente “unidas”.

Esta fuerza avanzaba lanzando proclamas en nombre del “inmortal Artigas”. Y en 1820 se triunfó en el campo de batalla de Cepeda. Y se perdió en la mesa de negociaciones del Pilar. Los jefes federales no estuvieron a la altura del compromiso que habían tomado, ni de la línea política que habían suscripto. El “inmortal Artigas” se transformó para ellos en el “capitán general de la Banda Oriental”, a quien le avisaron de lo resuelto –nada de lo que los llevó a Buenos Aires–, por si deseaba adherir. ¿Qué pasó? El ejercito portugués había derrotado completamente a las milicias orientales en la batalla de Tacuarembo. El artiguismo se debilitó, la traición floreció.

Enterado del modo en que la victoria se había transformado en derrota, Artigas se dirigió a su principal aliado y lugarteniente, Francisco Ramírez, reprochándole su comportamiento, que dejaba el campo libre al colonialismo portugués, y obtuvo sólo una respuesta tan desconsiderada como rupturista. Se cerraba el ciclo. La contestación de Artigas sigue siendo ejemplar: “Mi conducta es siempre uniforme. Si las circunstancias varían, no por eso mi constancia deja de ser acrisolada. Mi interés no es otro que el de la causa: si es injusta en sus principios, no debió Ud. haberla adoptado”. 

Cabe agregar, completando estas pinceladas, que el jefe y protector de la Liga de los Pueblos Libres, fue autor de un reglamento para reordenar la campaña mediante el cual la tierra, expropiada por la revolución a “los malos europeos y peores americanos”, debía ser redistribuida de modo tal “que el más infeliz fuera el más privilegiado”. Igualmente, incorporó activamente a numerosos integrantes de pueblos originarios a sus huestes, sobre la base de reconocer que “ellos tienen el principal derecho, y sería una degradación vergonzosa para nosotros mantenerlos en aquella exclusión vergonzosa, que hasta hoy han padecido por ser indianos”.

No extraña pues que quienes cubrieron la retirada final, los honrados por la bizarría de pelear por un vencido, fueron los campesinos más humildes, casi todos indígenas.

Osiris Rodríguez Castillos (1925-1996) fue un compositor, poeta y cantante uruguayo. “Cielo del 69”, “Camino de los quileros” y “Cimarrones” son algunas de sus obras que dan cuenta su trabajo recuperando la historia y la identidad musical populares de su país.

De todos modos, más allá de sus aportes a la reforma social de las peores herencias que dejaba el feudalismo colonial español, quiero insistir en enfatizar que Artigas fue, en las condiciones de su época, el jefe político y máximo referente de la corriente y la doctrina más cabalmente anticolonialista y democrática que opero en el escenario rioplatense en la década de 1810. Y no fue, como oriental, menos argentino que un cordobés, un mendocino o un tucumano.

Y en ese carácter lo evaluaron las principales corrientes historiográficas de nuestro país, algunas de cuyas opiniones más representativas presentamos a continuación:

Artigas y la visión liberal clásica

Expresando su perspectiva sobre los conflictos internos del país, Sarmiento denostaba a “los fautores del desquicio interno de los pueblos, que comienza con Artigas… y viene todavía labrando las entrañas de la República”.

Y algo más analítico, se refirió –en el Facundo– a “la fuerza que el célebre Artigas ponía en movimiento, instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la civilización europea y a toda organización regular, adverso a la monarquía como a la republica, porque ambas venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad”.

Puntualmente, aludiendo a los antecedentes de quienes percibía como sus enemigos, precisó: “La montonera, tal como apareció en los primeros días de la republica bajo las ordenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista”.

Por su parte Bartolomé Mitre –referente basal de la historiografía liberal–, definió a Artigas como “el caudillo del vandalismo y la federación semibárbara”, y caracterizó a la construcción política artiguista del siguiente modo: “Esta federación, sin más base que la fuerza, y sin más vínculo que el de los instintos comunes de las masas agitadas, no era, en realidad, sino una liga de mandones, dueños de vidas y haciendas, que explotaban las aspiraciones de las multitudes, sometidos estos mismos a la dominación despótica y absoluta de Artigas, según era mayor o menor la distancia que se hallaban del aduar del nuevo Atila”.

Reafirmando su pensamiento, y reduciendo unilateralmente la lucha anticolonial a la antiespañola –de la que Artigas participó y nunca dejó de apoyar, festejando sus éxitos–, Mitre argumentó en su Historia de Belgrano: “El titulado Protector de los pueblos libres era el jefe natural de la anarquía permanente, que por sus tendencias y por sus instintos, era enemigo de todo gobierno general y de todo orden regular; y que su influencia era igualmente hostil a la consolidación del orden, al establecimiento de la libertad y a los progresos de la lucha contra la metrópoli”.

Finalmente, en una carta a otro importante historiador de su tiempo –Vicente Fidel López–, Mitre hace visible como “los que ganan” son quienes escriben lienzos centrales de la historia oficial: “Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones por los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.

Artigas y el revisionismo histórico

Dada la importancia del personaje, en buena medida base –al igual que Mitre– de toda una perspectiva historiográfica, creo necesario comenzar recordando la opinión de Rosas sobre la situación creada luego de la expulsión del colonialismo español de Buenos Aires: “La debilidad individual, y la común necesidad de seguridad son objetos que ofrece la campaña al que la observa; los bienes de la asociación han ido insensiblemente desapareciendo desde que nos hemos declarado independientes. Todo menos derecho y civilización se encuentra en la campaña… Los tiempos actuales no son los de paz y tranquilidad que precedieron al 25 de mayo”.

Sobre uno de los momentos y problemas más debatidos, antes y ahora, mientras San Martín se preparaba para marchar al Perú y los portugueses cumplían el tercer año de su invasión a la provincia oriental, Adolfo Saldías escribió –en su Historia de la Confederación– que la amenaza española “era tanto más grave cuanto que el directorio de las provincias unidas se veía obligado a distraer ingentes recursos militares en la guerra sin cuartel que en esos mismos momentos le hacía el general don José Artigas, quien se había declarado jefe o protector de los territorios del litoral argentino, proclamando una pretendida federación en la que no cabían más que él y su sangriento despotismo”.

No sería esta finalmente la postura de la mayoría de los historiadores revisionistas, los cuales acabaron mimetizando a Artigas con Rosas: “Artigas, precursor del federalismo argentino –escribió Federico Ibarguren–, en cuyo ejemplo hubo de inspirarse nuestro Juan Manuel”.

La misma asimilación fue propuesta por José María Rosa: “Acerco las figuras de Artigas y Rosas, que para algunos parecerá herejía, Pero Rosas, para mi, fue el continuador de Artigas. Aunque no se diera cuenta, aunque no valorara a Artigas en su justa medida”. Debo decir que, lejos de esta imaginada concordancia, Artigas representó exactamente lo contrario que Rosas: luchó contra el colonialismo español, no añoró ningún tiempo virreinal “de paz y tranquilidad”, bregó por constituir una efectiva confederación, y optó, antes que por la policial, por la solución democrática del reparto de la tierra, de modo que “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y a la de la provincia”.

El mismo “restaurador”, antes de morir en Europa en 1877 –seis años después de la Comuna de París– dejó clara su antigua y nunca negada impronta ideológica: “En más de cincuenta años de revolución, en esas repúblicas, hemos podido ver la marcha de la enfermedad política que se llama revolución, cuyo término es la descomposición del cuerpo social”.

 

Artigas y la izquierda tradicional

La línea histórica reivindicada por esta corriente historiográfica, nunca se pronunció respecto a Artigas con la claridad que lo hicieron las tendencias antes citadas. Por muchas razones, entre ellas que el líder oriental fue considerado como “padre de la patria” por sectores afines del Uruguay. De manera que las afirmaciones que involucran a Artigas serán en general medidas, resbaladizas, pero finalmente comprensibles en su mensaje básico. Por ejemplo, Leonardo Paso (en Compendio de Historia Argentina, y en Rivadavia y la línea de Mayo) al analizar la coyuntura de fines de 1811 no hace mención al Tratado de Pacificación firmado por el triunvirato y el virrey Elío, mediante el cual se abandonaba a su suerte al pueblo oriental; circunstancia que se halla en el origen del artiguismo.

Luego de una maniobra hegemonista de la dirección porteña, que organizó en diciembre de 1813 un nuevo congreso oriental para revisar lo resuelto en abril –condensado en las Instrucciones del año XIII–, generando la reacción defensiva del jefe de los orientales, Paso realiza la siguiente descripción: “Artigas levantó el sitio de Montevideo en 1814, se separó del resto de las Provincias Unidas, arrastrando tras de sí a comandantes y ganaderos latifundistas descontentos”. Y sobre la no participación de la Liga de los Pueblos libres en el Congreso de Tucumán, interpretó que “la ausencia de ciertas provincias se debía… a problemas de predominio y organización”. 

Esta perspectiva historiográfica tiene como rasgo central que cierra filas con los gobiernos de Buenos Aires, los directorios y el congreso, lo cual impone devaluar y relativizar –sin pasarse de la raya– la figura del líder oriental: Artigas “terminó por plantear la lucha contra Buenos Aires en general, buscando como aliados a quienes no podían más que traicionarlo”. Al proyecto anticolonial y confederal de Artigas, alternativa a la línea directorial, el historiador del Partido Comunista lo juzga como “las tentativas de 1815, promovidas desde la Banda Oriental, a objeto de anexar Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba, no sólo en una lucha contra Buenos Aires, sino en una entidad nacional diferente, con centro en Montevideo”.

Y ante el espinoso tema de la invasión portuguesa de la Banda Oriental y lo ocurrido entre 1816 y 1819, Paso no va más allá de reconocer que “la cuestión portuguesa, que no tocamos en este trabajo, pero que no se puede ignorar, venía complicando las cosas desde antes de mayo”.

Otro representante destacado de esta corriente de pensamiento, Benito Marianetti, sincera el problema fondo que le impide reivindicar el programa y la lucha artiguista: “En el orden interno las discusiones políticas eran cada vez mayores y vino a sumarse a nuestra creciente debilidad la actitud de Artigas. Este, a pesar de sus méritos, que no pueden desconocérsele, en ese momento no tuvo en cuenta los intereses de la independencia y se colocó en abierta lucha contra el único poder que podía dirigir esa batalla continental. Ese ha sido su gran error histórico”.

Por eso, y para no machacar con “el gran error”, Leonardo Paso en su libro Los caudillos y la organización nacional, resumiendo la evaluación de los conflictos entre los proyectos políticos enfrentados, concluye: “No detallaremos esas controversias, pues no es nuestro propósito hacer la historia del Uruguay”.

Otras perspectivas y debates

La necesaria brevedad del texto nos lleva a excluir en esta oportunidad, pero no a dejar de hacer mención al punto, las posturas críticas de Artigas –en algunos casos posteriores a las derrotas populares setentistas, incluyendo la revisión de opiniones anteriores– expresadas por algunos representantes de la historiografía uruguaya.

Igual omisión deja fuera de estas líneas las opiniones sobre el proyecto artiguista –y las luchas anticoloniales durante la década de 1810– emergentes de parte de la “renovación historiográfica” argentina, de la “historia profesional” y académica (como gusta denominarla Luis Alberto Romero), que desde mediados de los ochenta advierte sobre una Revolución de Mayo hecha sin saberlo, alerta sobre el anacronismo de establecer relaciones activas entre el pasado y el presente, y previene sobre los males de una “historia patriótica”. Y sobre todo –como lo discutimos largamente a propósito de la sociedad virreinal–, en nombre de la crítica de una “visión tradicional” cocinada a su gusto, se ejecuta (al menos lo han hecho algunos popes de la disciplina) algo así como la crítica de las críticas que hasta el golpe de 1976 se habían formulado contra la oligarquía, el imperialismo y las visiones de la historia que les resultaban funcionales. “Hasta hoy habíamos creído…” fue la muletilla que nos incitaba a que dejáramos de creer que otra sociedad, más justa, es posible.

Última edición

Por último, no creo correcto finalizar sin aludir a un debate que, a diferencia de todas las perspectivas mencionadas, se sitúa en un espacio historiográfico, teórico y político que comparto. Discuto aquí con ideas; no importa el autor, sino el contenido. Me han observado que no sería oportuno o correcto “definir un ciclo con centro en Artigas, aunque más no sea del ‘cauce democrático’ de la revolución de Mayo”. Pues si lo hiciéramos “quedaría corrida la independencia como condición para la libertad”.

De esta manera, resulta que reivindicar, por ejemplo, al artiguismo como la principal alternativa política a la dirección porteña, a la liga ofensiva y defensiva de las provincias en igualdad de condiciones, la lucha contra los dos colonialismos, la expropiación del latifundio, sería un problema, “porque así podrían quedar secundarizados otros hitos fundamentales de ese proceso como los levantamientos de masas y las guerrillas campesinas e indígenas del Noroeste y el Alto Perú, el éxodo jujeño y la campaña de Belgrano, la formación del Ejército de los Andes por San Martín, la guerra gaucha de Güemes, etc.”. Para pensar.

Sólo agrego que, como en otras discusiones en curso, rechazo el argumento de que tomar determinada posición implique, automática e inevitablemente, estar en contra o no reconocer otras efectivamente compartidas.

Lo cierto es que la cosa estaba complicada, y el director supremo Posadas en 1814 decretó: Artículo 1º “Se declara a D. José Artigas infame, privado de sus empleos, fuera de la ley, y enemigo de la Patria.

Artículo 2º Como traidor a la Patria será perseguido y muerto en caso de resistencia… Se recompensará con seis mil pesos al que entregue la persona de D. José Artigas vivo o muerto”.

Por lo que se ve, la opción era clara. Años después, ante la invasión portuguesa, el directorio le plantearía a Artigas que deje de expresar lo que expresaba, que se subordinara, y así sería auxiliado. ¿Qué habríamos hecho en su lugar?

NOTAS:

1 Eduardo Azcuy Ameghino. Historia de Artigas y la independencia argentina. Ciccus-Imago Mundi, Bs. As., 2015.


* Eduardo Azcuy Ameghino es historiador y Doctor en Ciencias Sociales. Autor de «Historia de Artigas en la Independencia Argentina», «Artigas en la Historia Argentina» y «Nuestra Gloriosa Insurrección». Dirige el Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.

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