La filósofa jujeña Beatriz Bruce parte del estallido de la vida cotidiana en el contexto de la pandemia, para reflexionar acerca del conjunto de constricciones del capitalismo, el disciplinamiento colonial y la tiranía del tiempo vinculado a la producción y al consumo. A través de un recorrido de textos filosóficos y literarios nos va llevando a reconocer la calidad de cuasi autómata del sujeto moderno y el presente de la cotidianidad como un tiempo alienado. La destrucción actual de ese presente, abre una nueva posibilidad: “Recordar esta potencia implícita en el quiebre de la enajenación hecha cotidianidad en tanto oportunidad para alumbrar un movimiento de insubordinación y transgresión”. Ausencia de presente, gran quiebre, pequeña hendija por la que se filtra un arco de futuros posibles.
Escribe Beatriz Bruce
La filosofía no merece ni una hora de esfuerzo si no se consagra a lograr que la verdadera vida esté presente.
Alain Badiou (2010)
Mucho, quizás demasiado, se ha escrito sobre el acontecimiento emergente a fines del año 2019 –Pandemia COVID19– que ha sacudido nuestro estar en el mundo, nuestra trama cotidiana de interrelaciones en la cual nos encontrábamos sumergidos. Hemos arriesgado conjeturas tanto sobre ciertas razones que facilitaron su irrupción como también dibujamos aperturas posibles –esperanzadoras o no– como conjuro a la incertidumbre. Todo intento de buscar un sentido, en ese mismo acto, lo tapona, como Lacan expresa (1977). El presente se siente; y, en muchos casos, vacío.
La venida de un poderoso y minúsculo ser, al cual –con ansias de delimitarlo, apresarlo, domesticarlo– catalogamos como SARS-CoV-2, se revela, desde un punto de vista filosófico, como un acontecimiento, porque habilita la irrupción de lo heterogéneo, la deconstrucción de la presencia (Derrida, 2011: 64). Es lo emergente que modifica abruptamente el mundo, en lugar de ser meramente producido por él. Azaroso por naturaleza, no podía ser predicho fuera de su situación singular. La figura del golpe de dados mallarméano ilustra lo impredecible del acontecimiento que burla las pesadas determinaciones de las estructuras (Badiou, 1999: 89). Es algo que sucede fuera de un fluir de sentidos canalizado, aunque lo indecidible de su ocurrencia nos obligue a decidir sobre lo indecidible (Rancière, 2011: 286).
¿Cuál sería el papel de la filosofía frente al acontecimiento? Podemos compartir una sentencia de Certeau (2000:223): “La falla o el fracaso de la razón es precisamente el punto ciego que la hace entrar en otra dimensión, la de un pensamiento, que se articula con base en lo diferente como su necesidad inasequible”. O, como dice Badiou (2010: 15): “Hay que pensar la excepción. Debemos saber qué tenemos para decir sobre lo que no es ordinario. Es necesario pensar el cambio de vida.”
Para hablar o escribir sobre esto indiscernible, sobre esta alteración del orden del ser/estar, quizás sea conveniente huir del lenguaje hiperarticulado de la representación. Aceptando este desafío –y de manera coincidente tanto con Badiou como con Derrida– recurro a Mallarmé, el gran poeta de aquello que sucede fuera del sentido, de lo que revolotea en torno al abismo de lo indecible, para abrir interrogantes. Presentando mis disculpas por la amputación del poema, transcribo algunos reveladores versos de Un golpe de dados(Mallarmé, 2008)[1]:
Se nos pretende desdibujar ese abismo de misterio que nos abre ese minúsculo ser, al amparo del discurso de “los expertos” –de aquellos que no se encuentran, en el diario intercambio, cara a cara con la enfermedad y la muerte, sino que reciben datos y leen sus cifras–. “Puedo contar los agonizantes, puedo cronometrar la agonía, y no sé lo que es el sufrimiento, lo que es la nada” dice Lefebvre (1984:32) y es ese el efecto producido por ese diario parte que nos espectaculariza la muerte y ese compendio de instrucciones que nos trasmiten. Sin embargo, si no nos contentamos con recibir un mensaje, podemos entrever tras sus categóricas explicaciones que montan ensayos para disfrazar que, también ellos, fueron emboscados, sorprendidos. Aunque, hay que decirlo, se encuentran ahora a gusto otorgando dirección a la vida de los legos (ciencia normativa), siendo aplaudidos y resguardados junto a los mullidos tronos del poder y adornados con los atributos de ser “propietarios del saber”. Un golpe de suerte para el cientificismo, para esa adoración de la razón sin pliegues, sin fisuras, sin grietas. Para un discurso que vuelve a ampararse en la “neutralidad”, para eludir la discusión ética y política que todo excedente de represión amerita.
La categoría, que Marcuse (1983) introdujera en Eros y civilización, de “represión excedente” pude ser resignificada con fuerza esclarecedora en estos tiempos para nombrar novedosas interdicciones que impactan en esferas distintas de la vida amparadas en “el virus” como causa. No pretende este escrito ir en la dirección de cuestionar el “aislamiento social obligatorio” que, como medida de política sanitaria, el estado tiene potestad para establecer. Bien lo señalaba Henri Lefebvre (1984:98): “La seguridad social, incluso fuertemente burocratizada, puede resultar mejor que el abandono y el desamparo en el mundo del dolor.” Como fue enunciado anteriormente, sólo se intenta abrir problemáticas que el acontecimiento pone en juego y que merecen una/varias/variadas, reflexiones sobre ellas. Me apropio de palabras de Jacob Burckhardt (1982: 7): “En el vasto mar que nos aventuramos, son múltiples las rutas, y las direcciones y las posibilidades”.
Para entramar estas reflexiones escojo seguir el hilo de la vida cotidiana, sin querer con ello clausurar otras vías y tampoco agotar esta travesía elegida, cubierta por una perenne dificultad gracias a la heterogeneidad que sólo nos permite tambalearnos en un débil recorrido por un enredo de significados. Como si la complejidad fuera poco, enlazado al riesgo de aventurar ciertos efectos de sentido siempre se dejan vislumbrar, también, incontables oquedades; siempre quedan los espacios en blanco entre palabras y renglones. Derrida[2] ya nos enseñaba como las ausencias de significaciones siempre son operativas dentro de cualquier signo para que funcione como tal.
El por qué de esta elección tiene que ver con la inmensa importancia que ha cobrado la cotidianeidad en el plano consciente. Irrumpe en nuestros pensamientos con carácter de primera figura propulsada por la desorientación que impuso en su habitual transcurrir el impacto de nuevas regulaciones prácticas. Desde una transparencia que la hacía invisible, ahora la vida ordinaria ha cobrado cuerpo y fuerza por restricciones y direcciones que perturbaron el tradicional tejido de las obligaciones diarias, de las prácticas reiteradas, de las trivialidades y también de ciertos destellos singulares. El abrupto montaje de otra organización de la cotidianeidad altera: el espacio, sea el habitable sea el de circulación, que es demarcado, reducido o vedado; el trabajo que es bloqueado, impedido, devaluado o travestido; el tiempo libre que se desdibuja tanto por la usurpación o impedimento de transitar por sus ámbitos específicos como por la ausencia de sus límites usuales; la socialización de todo tipo que queda plana y distanciada de sus cualidades sensibles o regulada numéricamente; la información que gira en un discurso único, monótono, cuantificado cuya iteración instala el aislamiento por terror y culpa; la actividad sexual que en muchos casos se altera y, en gran medida, queda constreñida al consumo de signos: recibe un manual de procedimientos para su virtualización acompañado de una ampliación de la oferta mediática estimulante; el consumo que sigue incentivándose y concretándose de manera virtual en ciertos sectores mientras que en otros desaparece su posibilidad al extremo de no poder adquirir lo imprescindible para cubrir las necesidades básicas.
Esta drástica transformación del ritmo de la vida ordinaria nos retira una estructura lo bastante firme –a pesar de sus ligerezas y de sus ocasionales oscilaciones– que servía para infundirnos tranquilidad y nos resguardaba así de los abismos. Nos dinamita un horizonte de sentidos tácitos que componía la gramática cotidiana. Conjeturo que, como producto de ese derrumbamiento, escuchamos, en los intercambios narrativos sobre los días que transcurren, llantos, alusiones a estados de depresión, agresividad a flor de piel, ansiedad, actitudes controladoras, angustia, hastío, aburrimiento, impotencia… Lo pavoroso, lo inconcebible –como expresa Benjamin (1998:65)– nos ha dejado aturdidos, agarrotados. Kafka en la entrada de su diario fechada el 22 de Enero de 1922 describe esa sensación de hundimiento provocada por un curso desacomodado de la vida:
Los relojes no coinciden, el reloj interior corre de una manera diabólica o demoníaca o en todo caso inhumana, el reloj exterior sigue su marcha habitual titubeando. Qué otra cosa puede ocurrir sino que esos dos mundos distintos se separen, y se separan o al menos se desgarran horriblemente. El salvajismo de la marcha interna puede tener distintos motivos, el más visible es la observación de sí mismo, observación que no deja tranquila a ninguna idea, las persigue a todas hasta sacarlas a la luz para luego ella misma ser a su vez perseguida […] (2010: 560)
Por momentos, también la conciencia reflexiva se abruma por el terror o el abatimiento –pasiones tristes que nos paralizan el obrar (Spinoza, 2000: parte IV)– y, de manera más peligrosa aún, por la auto represión incrustada en “la conciencia de cada ciudadano” a partir de la aprehensión performativa de un mensaje que nos convierte en responsables/culpables de enfermedad y muerte. Esta conmoción de los sujetos nos interpela. Multiplicidad de preguntas y respuestas se superponen ante esa pérdida de una cotidianeidad organizadora y su reemplazo por otra; todas son posibles, todas son imposibles. Y esta es la dimensión sobre la que quiero girar: la experiencia de la imposible posibilidad, verdadera provocación para pensar.
Henri Lefebvre fue un pionero en la conversión de “la vida cotidiana” en objeto de la reflexión filosófica, destacando su peso ontológico en el conjunto social.[3] Como la carta robada del cuento de Poe[4], lo ordinario estaba a salvo de ser descubierto por su brutal exposición. Para Lefebvre es este el lugar de producción –en un sentido amplio y fuerte: praxis y poiesis– de la vida, a la vez que producto protector del conjunto social. Aunque siempre nos alerta sobre la imposibilidad de decirla y decidirla, por ser abierta e imprecisa, escribe:
Lo cotidiano es lo humilde y lo sólido, lo que se da por supuesto, aquello cuyas partes y fragmentos se encadenan en un empleo del tiempo. Y esto sin que uno (el interesado) tenga que examinar las articulaciones de esas partes. Es lo que no lleva fecha. Es lo insignificante (aparentemente); ocupa y preocupa y, sin embargo, no tiene necesidad de ser dicho, ética subyacente al empleo del tiempo, estética de la decoración del tiempo empleado. (1984: 36)
La cotidianeidad es temporalidad, flujo que, sin embargo, adopta un ritmo rutinario y repetitivo. Como bien lo explicita Ágnes Heller (1991: 385) “el sistema de referencia del tiempo cotidiano es el presente”. Desde sus actividades se van montando segmentos de presentes. Y en ese, su ahora, la vida cotidiana amalgama dos concepciones irreconciliables del tiempo. Por un lado el tiempo lineal, de dirección única, irreversible: el tiempo de la vida que nos permite fechar, cuantificar; es aquel que dividimos y distribuimos; por otro, el tiempo cíclico de comienzos y recomienzos, de día y noche, de estaciones diferenciadas que se repiten año a año, de rutinas periódicas: tiempo que introduce ritmos en nuestro hacer cotidiano –tiempo de sueño y de vigilia, de trabajo y de ocio–. Lefebvre usa la imagen de la música como analogía para representar esta dialéctica de tiempo que fluye y repetición. Explicita (1984: 30): como la música “es movilidad, flujo, temporalidad; y, sin embargo, se sostiene en la repetición”. Este tiempo –complejo, dialéctico– está espacializado, medido y cada vez más instrumentalizado.
Desarmando críticamente este escurridizo objeto, encontramos que la vida corriente se compone –y así corresponde leerla en su correr antes y después del acontecimiento– de múltiples coacciones que imprimen habitualidad a lo que nos ocupa día a día aunque también pueden aflorar mínimas chispas de creación, de autonomía, de apropiación. Por un lado, cada vida singular se despliega en un mundo intersubjetivo naturalizado, diseñado con significados, costumbres y representaciones interiorizados de manera no consciente. Es lo que Ágnes Heller dramáticamente denomina “apropiación de la alienación”. Este fenómeno no es subjetivo; no es una percepción falseada de la realidad sino que es la manera en que estamos inmersos en ella.[5] Desde la mercantilización creciente del tiempo que caracteriza a las sociedades capitalistas (Time is Money escribía en 1748 Benjamin Franklin) las prácticas de sujeción y control avanzan colonizando las distintas dimensiones de la vida –incluso las del llamado tiempo libre– para coadyuvar a un orden social acomodado a los requerimientos de la producción y dócil a las direcciones del consumo. Debemos a Lefevbre una detallada descripción de la enorme incidencia de esa articulación racionalizada presente en lo cotidiano, que regula el tiempo, el espacio, el trabajo, el hogar, el vestido, la alimentación, el cuerpo y el deseo. Cada uno de estos fragmentos reconoce instituciones, organizaciones y valores que lo codifican; dicho en otro lenguaje, dispositivos de disciplinamiento.
El predominio de las coacciones está enmascarado y los sujetos –individuales y colectivos- no descubren tan fácilmente su enajenación, presente tanto en el hacer como en el consumir. Es una bella imagen la descripción que hace Siegfried Kracauer (2008: 176/177):
La magia de la vida burguesa la alcanza precisamente bajo su forma más sórdida, y ella acepta sin pensar todas las bendiciones que se filtran desde arriba. Es característico de ella que, en el salón de baile o en el café del suburbio, no puede escuchar una pieza musical sin ponerse a tararear de inmediato las canciones de moda correspondientes. Pero no es ella la que conoce todas las canciones, sino que las canciones la conocen a ella, la capturan y la asfixian suavemente. Permanece en un estado de anestesia general.
Un literato entrañable para nosotros los argentinos, Julio Cortázar, a través de un ejemplo más específico, nos muestra cómo la técnica moderna no se contenta con el control sobre el mundo físico sino que también es una buena ayuda para colonizar el mundo social y la vida cotidiana. Su breve relato refiere al reloj, como organizador de la medida abstracta y convencional del tiempo:
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. […] Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben– te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, […]. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de la joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo a perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tu eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj. (1995: 12)
Casi parecen inofensivas las dos escenas, si pasamos revista a tantos cautiverios en los que la producción y el consumo, hoy en día, nos van dejando como autómatas. Pero junto a las variadas formas de la enajenación, y formando una unidad inescindible, está la capacidad de crear prácticas que modifiquen los mecanismos que reproducen las lógicas establecidas. En lenguaje de Lefebvre, “la posibilidad de hacer de la vida cotidiana una obra” (1984:50) en cualquiera de sus dominios. Cualquiera sea la práctica, a pesar de su rutina, puede alumbrarse como obra. El término “obra” designa, para Lefebvre (1984: 245) “una actividad que se conoce, que se concibe, que re-produce sus propias condiciones, que se apropia de estas condiciones y su naturaleza (cuerpo, deseo, tiempo, espacio), que llega a ser su obra. Socialmente, el término designa la actividad de un grupo que se apodera y se hace cargo de su papel y destino social.” Es así que rutina y sensibilidad, miseria y grandeza, están enredadas en el ordinario transcurrir.
Vuelvo de nuevo al acontecimiento disruptivo y recurro una vez más a Mallarmé, transcribiendo otro escrito de ese poeta maldito (Verlaine: 2018), para continuar este revoloteo sobre el tema:
Por única vez en el mundo, pues siempre en virtud de un acontecimiento siempre que explicaré, no hay Presente, no –no existe un presente. Por falta de que se manifieste la Muchedumbre, por falta– de todo. Mal informado quien se proclamase su propio contemporáneo, desertando, usurpando, con el mismo descaro, cuando ya cesó el pasado y tarda un futuro o ambos vuelven a entremezclarse en forma perpleja con el designio de enmascarar el distanciamiento. Fuera de los editoriales de los periódicos encargados de divulgar una fe en la nada cotidiana e inexpertos si el periodo de la calamidad es un fragmento, importante o no, del siglo. Defiéndete, entonces, y mantén tu presencia. (Mallarmé, 1998: 232)
El acontecimiento nos ha saqueado el presente. Al retirarse ese presente que usualmente tenemos a la mano, que poseemos, que es presencia,[6] nos dejó solo el perpetuo instante de la ausencia. La agenda perdida nos organizaba, no sólo el ahora sino que desde allí también daba consistencia a parcialidades pretéritas y a aspectos del futuro. En un tiempo homogéneo, como señala Levinas (1993:125), “el pasado no es más que presente retenido y el futuro un presente por venir.” El quebrantamiento de ese ritmo de la vida ordinaria, nos produce cierto sentimiento de irrealidad al retirar la pesadez de su rutina internalizada y de su distribución. Como dice el fragmento, la confiscación de ese presente, nos aleja el futuro y miramos con nostalgia y desconocimiento al pasado. Más allá que “el aislamiento social obligatorio” como un vuelco radical de cotidianeidad también sea impuesto, nos ha introducido en la sensación de un tiempo indeterminado, indefinido, dilatado que deja a la superficie la profundidad del existir –que siempre es con los otros humanos y no humanos-.
El vértigo que nos produce ese vacío nos ofrece dos amarres –cada cual con múltiples matices–. El uno, a la mano, tentador, férreo, nos deja atrapados en la añoranza de lo habitual con su tendencia a reproducir agendas análogas, aunque varíen los medios. Nos lleva a buscar refugio en prácticas familiares reconfortantes; a ordenar los fragmentos despedazados para reconstituir un orden que naturalizamos. Amoldados a habitar un tiempo cronológico –lineal, continuo– seguimos distribuyendo secuencias de tareas en unidades medibles. Habituados a ciclos, la vida corriente sigue llenando la sucesión de meses, semanas, días y horas mensurables con repetitivas ocupaciones obligadas o auto-programadas en un ritmo similar al antiguo. En variadas ocupaciones, estos remedos vienen impuestos o por la conversión de las obligaciones laborales en teletrabajo o por el requerimiento social que lleva a decretar como “trabajo esencial” a aquello que asegura cierta continuidad de la vida en el quebranto (personal de salud, provisión y transporte de alimentos). En cualquier caso, al abrigo de la familiaridad de esta opción, nos deslizamos, con sus desviaciones, en un tiempo preñado de significados homogéneos –aunque algunos puedan incomodarnos–. Benjamin nos alerta, en el Libro de los Pasajes (2005: 838/839), que esto es “la continuidad del infierno”, porque al no alterar el tiempo uniforme, no se aprovecha lo novísimo.
El otro, es tomar lo acontecido como tiempo de cambios, tiempo de ruptura. La ausencia de una arraigada cotidianeidad puede inducir a buscar y practicar formas de vida alternativas, poner en juego nuestra voluntaria decisión para alumbrar nuevas facticidades. Valery –discípulo de Mallarmé– ya nos hablaba de la potencia creativa de la nada para poder vislumbrar nuevos mundos y nuevas vidas; de la ausencia como desencadenante de la capacidad imaginativa; de la falta como aguijón al deseo que nos impulsa a la acción creativa (1974: 953). El agujero en el presente permite variados rellenos que resignifican el pasado y abren futuros otros posibles. Si en lugar de recrear cronologías eclipsamos ese flujo uniforme, podríamos descubrir múltiples configuraciones para esta cesura en el tiempo. Si en lugar de atarnos a reproducir un status quo que sólo satisface a unos pocos nos atrevemos a querer algo distinto, la imaginación se libera.
Bajo el imperio del acontecimiento disruptivo, la economía y la real política aún continúan con las mismas ocupaciones y preocupaciones aunque ensayen otras formas organizativas y administrativas. Y es por ello que la alienación amenaza constantemente con engullir al sujeto, si queda preso de lo instituido/instituyente. Pero no debemos dejar de recordar que siempre convive con ello la posibilidad de realizar una inversión práctica. (Lefebvre, 1984:115). La irrupción de lo imprevisto permite gestar momentos de apertura creativa en una lucha por cambiar lo habitual. La ruptura del tiempo pleno lo que abre es la diferencia nunca anulada de la otredad. Y la alteración de la vida de cada quien, como explica el psicoanalista Jorge Alemán[7], no sólo tiene efectos en la subjetividad, sino también posibilidad de traducciones políticas.
Y es allí el notable interés que adquiere la cotidianeidad, y cómo su convulsión porta, de manera tenue pero discernible, las condiciones de posibilidad para un vuelco. Como lo señala Heller (1991: 24): “[…] las catástrofes han creado siempre la posibilidad de un cambio radical en la vida cotidiana”. Y Lefebvre dice (1984: 45/46):
Este lugar [la cotidianeidad] desdeñado y decisivo aparece bajo un doble aspecto: es el residuo (de todas las actividades determinadas y parcelarias que pueden considerarse y abstraerse de la práctica social) y el producto del conjunto social. Lugar de equilibrio es también el lugar en que se manifiestan los desequilibrios amenazadores. Cuando los individuos, en la sociedad […], ya no pueden continuar viviendo su cotidianeidad, entonces comienza una revolución. Sólo entonces. Mientras puedan vivir lo cotidiano, las antiguas relaciones se reconstituyen.
Gershom Scholem nos enseñó a distinguir y apreciar un mesianismo inmanente, que no se genera como revelación de un principio abstracto de esperanza de salvación para la humanidad, sino que, por el contrario, es una respuesta a circunstancias históricas muy concretas (1998: 103). Su amigo de juventud, Walter Benjamin, retoma esa idea con su categoría de tiempo-ahora (Jetztzeit), tiempo de interrupción del flujo homogéneo y vacío; tiempo absolutamente sincrónico y pleno que permite actualizar el futuro más lejano en el fulgor del instante presente (Mosès, 2000: 75); momento revolucionario en el cual al curso de la vida y de la historia se le da un nuevo sentido generando chances de redimir el pasado. Leemos en su XVII tesis sobre la historia:
[…]Y, en esa estructura, se reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer o, dicho de otro modo, de una oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido. Y la percibe para hacer saltar una época concreta respecto al curso homogéneo de la historia; así hace saltar una concreta vida de la época y una obra concreta respecto de la obra de una vida […] (2008: 316/317)
Recordar esta potencia implícita en el quiebre de la enajenación hecha cotidianeidad en tanto oportunidad para alumbrar un movimiento de insubordinación y transgresión, no tiene el sentido de un ejercicio académico ocioso ni tampoco pretensión predictiva. Es un recorrido reflexivo que parte de describir la enorme conmoción que produce la falta de presente –sea por interdicción o por despojo o por pobreza de lo rutinario incorporado– y rescatar incrustada en ella los destellos para una creación demoledora. Si no cubrimos el hueco con nuevas formas de alienación, habitamos una posición que permite alumbrar “la pequeña puerta por la que puede entrar el Mesías” (Benjamin: 2008: 318); la pequeña puerta por la que puede entrar un aire fresco que nos libere de nuestra historia pasada y presente; la pequeña puerta por la que pueda ser expulsadas las injusticias del orden establecido. Habitar una temporalidad abierta a la diferencia puede permitirnos imaginar un por venir hospitalario con aquellos que subsisten desabrigados, que danzan descalzos y desplegar, desde allí, prácticas para su concreción. Escribe Levinas (1993: 125/126), desde una ética-política de la alteridad:
[…] a partir de la relación ética con el otro, yo entreveo una temporalidad en la que las dimensiones del pasado y del futuro tienen una significación propia. En mi responsabilidad por el otro, el pasado del otro, que no ha sido jamás mi pasado, me incumbe, él no es para mí una representación. El pasado del otro y de algún modo la historia de la humanidad en la que jamás estuve presente, es mi pasado. En cuanto al futuro –no es mi anticipación de un presente que me espera listo y semejante al orden imperturbable del ser, “como si ya hubiese acontecido”, como si la temporalidad fuese una sincronía. El porvenir es el tiempo de la profecía, que es también un imperativo, una orden moral, mensaje de una inspiración.
Esto lo percibió el pueblo negro de los EE. UU. que, tomando como chispa disparadora el asesinato de George Floyd por brutalidad policial –hecho sucedido el 25 de Mayo de 2020 en Minneapolis–, se movilizó masivamente sumando a su ya histórica consigna “las vidas negras importan”, las últimas palabras dichas por Floyd “no puedo respirar”. Cruel metáfora de la opresión y violencia que sufren día a día no sólo el colectivo afro-americano, sino innumerables colectivos: latinos, árabes, trabajadores, mujeres, diversidades sexuales y de género –LGTBIQ+–, cuyos cuerpos también forman parte del “colonialismo interno” (Rivera Cusicanqui, 1993) o “colonialismo doméstico” (Haywood citado en Grosfoguel, 2018:14). Las multitudinarias movilizaciones, que cubrieron casi todos los Estados Federados y que a pesar del toque de queda decretado en numerosas ciudades regaron con enormes columnas más de 140 núcleos urbanos, se sostuvieron con el correr de los días poniendo en ascuas a un sistema –ya golpeado por el virus- que los objetualiza como herramientas para dejarlos, después tirados en la intemperie.
Sin querer para nada negar el potencial de quiebre de la “normalidad” que aflora en innumerables ocasiones en el mundo desde los distintos colectivos oprimidos –a veces sin el bloqueo de una cotidianeidad que ya es en sí misma un riesgo–, es significativo este ejemplo porque muestra como todo “orden” sostenido en las veleidades del capital implica necesariamente una alteridad desconsiderada y reprimida que puede entrar en ebullición. Más allá de cuál sea el desenlace de las acciones, como señala Didi-Huberman (2017: 33) la movilización es siempre un gesto de sublevación: “cada cuerpo protesta con todos y cada uno de sus miembros, cada boca se abre y exclama en el no, rechazo, y en el sí, deseo”. Ese gesto requiere asumir una experiencia interior radical en la que los deseos impulsan lejos porque tienen en cuenta sus propias memorias enterradas (Butler, 1997). Ese gesto “derriba el abatimiento que hasta entonces hacía padecer la sumisión (ya fuera por cobardía, cinismo o desesperación)” (Didi-Huberman, 2017: 33), por lo cual es positivo en sí mismo.
Valga este ejemplo de movilizaciones colectivas, que pretenden un vuelco en el mundo –acompañadas de muchas otras en distintos espacios y tiempos–, como señal de la posibilidad de apertura a un tiempo que no sea de transición sino que desquicie su curso. Un tiempo de cotidianeidad desacomodada y sujetos alter-ados –atravesados por el otro–; un tiempo que permita torcer la historia desde las necesidades más acuciantes, nuestros deseos y nuestro protagonismo. (Benjamin, 2008: 316).

Beatriz Bruce
Bibliografía:
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Notas:
[1] La tipografía de la escritura, la disposición de los espacios y la dispersión son partes constitutivas del poema. El propio Mallarmé (2008) escribe en una nota que precede al poema: “[…] este empleo descarnado del pensamiento, con sus contracciones, prolongaciones, huidas, o su dibujo mismo, resulta una partitura para el que quiera leer en alta voz. La diferencia de los caracteres de imprenta entre el motivo preponderante, el secundario y el adyacente, adquiere importancia en la emisión oral. La ubicación en la parte superior, inferior o media de la página, indicará que la entonación sube o baja.”
[2] En numerosas obras Derrida gira sobre esta problemática. Sólo para nombrar algunas que la desarrollan explícitamente, cfr. (2003) De la gramatología. México: Siglo XXI; (1989) Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra.
[3] No podemos dejar de mencionar que son antecedentes significativos tanto la noción de Lebenswelt husserliana, la cotidianeidad como emplazamiento temporal del ser-ahí en Heidegger y como gravitación de la aesthesis del ser-así en la filosofía tardía de Lukács.
[4] Cfr. Poe, Edgar (1987). La carta robada. Madrid: Siruela. El detective Dupin encuentra el sobre hurtado a la reina en un lugar demasiado sencillo para su encubrimiento, con lo cual otorga a lo cotidiano la dignidad del misterio.
[5] “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”, casi una conclusión del Capítulo1 de la primera sección del Libro I de El Capital, es una huella imprescindible para quien quiera seguir con este engorroso tema por tras las veladuras ya instaladas en su propia nominación. Cfr. Marx, Karl (1998) El capital, Tomo I, Vol. I, México: Siglo XXI, pág. 87 y ss. Balibar llega a sostener que ese texto es el punto arquimideo de toda fenomenología de la vida cotidiana, así como de los análisis centrados en el poder instituyente y reproductor del imaginario social. Cfr, Balibar Étienne (2000). La filosofía de Marx. Buenos Aires: Nueva Visión, Cap. 3.
[6] El filósofo Emmanuel Levinas establece una relación entre el significado del ahora –maintenant en francés- como tener a la mano –main tenant– poseer. Citado en Rabinovich, Silvana (2005) La huella en el palimpsesto. Lecturas de Levinas, México, UNAM. Este desplazamiento en la lengua permite aprehender la significación del presente dentro de un tiempo medible.
[7] Entrevista a Jorge Alemán del 5 de Abril de 2020, en Punto de Emancipación, canal de Youtube dirigido por Jorge Alemán y Papo Kling. https://www.youtube.com/watch?v=l_54BRgpm94
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Gracias Bety querida