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Adolfo Colombres: El Apocalipsis ahora

por Julian Monti

Por gentileza de su autor, asiduo colaborador y articulista de La Marea, ofrecemos un adelanto del próximo libro de Adolfo Colombres, que será publicado en breve bajo el título Los bajos fondos del arte. Sobre la forma, la sombra y la ausencia.


Escribe David Le Breton que hoy habitamos un mundo en el que uno se pregunta si la gente está presente, pues lo cierto es que la extrema conexión electrónica hace que se encuentre casi siempre ausente, fuera del lugar y el tiempo en el que está su cuerpo. Y el hecho de que este fenómeno se haya acentuado en los adolescentes es un fuerte indicio de que iremos perdiendo nuestra humanidad sensible, cada vez más desplazados por lo virtual. Será entonces el Reino de la Gran Ausencia, pero ya no lo iluminará el resplandor del aura, sino el falso brillo de las mercancías, las que no sacralizan la vida, sino que la someten a la «lógica» del consumo. El individuo deviene una máquina que recibe y transmite mensajes codificados, cuya memoria no registra huellas profundas, por lo que se volatizan los núcleos del sentido. El universo de las mercancías diluye los lazos de solidaridad, así como los de la amistad y el amor: son todos precarios, fugaces, relativos. Hasta los mismos cuerpos se vuelven consumibles. La conexión no es más que un simulacro de la comunicación real, la que solo puede darse con un lenguaje depurado de intereses. No es cosa de «marionetas individuales» (Castoriadis), sino de sujetos con densidad afectiva e intelectual, conscientes de los procesos de significación, los que se producen en la lentitud, no en la velocidad y el vértigo.

Este nuevo modelo civilizatorio del neoliberalismo no se alimenta de valores, sino que por lo general los estereotipa o esquiva, pues precisa que toda nuestra libido se canalice hacia ese bosque atiborrado de marcas de mercancías estetizadas, que suplantan al arte en su empeño de alcanzar la comercialización integral de la vida. En todo momento, sistemas omniscientes dicen cómo hay que comportarse, qué se debe decir y qué tecla tocar ante los últimos modelos de los aparatos que los colman de señales, de mensajes que en forma creciente son falsos (fake news), y lo que se oculta no son ya los significados impregnados con los resplandores del aura sino la verdad, por lo que eso que siempre llamamos «mundo» desaparece bajo la niebla. Y mientras tanto, se acercan a marcha redoblada los robots que harán prescindibles a los operarios, y que hasta pensarán por nosotros, serán más «realistas» que nosotros, pues se manejan en una presencia constante, no en esa ausencia veleidosa y esquiva de quien no sabe cuál es su verdadero patrimonio moral e intelectual.

Estamos entrando ya en la era del totalitarismo digital, manejado por las empresas cibernéticas radicadas en Silicon Valley (California), las que avanzan hacia una duplicación digital del mundo, creando una humanidad paralela que persigue como una sombra cada rastro de la realidad para monetizarlo y devorarlo, sometiéndolo al Big Data, la forma actual del Gran Hermano. Esa ambigüedad que nutre al mito y el arte, tejiendo su red polisémica, es eliminada por una unidad de significado, lo que define un sistema plano, entendible por todos, y al que todos le asignan el mismo sentido, como ocurre con los sabios códigos de las hormigas y las abejas. No puede haber ya zonas oscuras en las comunicaciones, pues eso es fatal para los negocios globales.

Adorno y Horkheimer anunciaron décadas atrás este «mundo administrado» que lleva al Homo sapiens hacia el Apocalipsis. Ese pergeño  tecnológico, cada vez más robotizado, nada tendrá ya que ver con lo que aún entendemos como proyecto humano. Para Eric Sadin entramos en una condición post-humana, que nos amputa el juicio y la libre decisión, pilares fundamentales de la modernidad, y también lo que llama la «obsolescencia definitiva de lo humano» en manos de la tecnología. Aunque aclara que no es la técnica en sí lo que nos esclaviza, sino el haber transferido a ella lo sagrado, para suplantar así a los viejos valores humanistas, asociados a la cultura escrita. Tal sería hoy el principal choque de civilizaciones y el eje de la resistencia.

Lo cierto es que se ha colmado el mundo de mercancías, cuya duración es cada vez menor, por lo que la basura cubre el planeta. Por otra parte, los ruidos incesantes de la «comunicación» (el parloteo vacío de los teléfonos portátiles) van acabando con los pocos espacios de silencio que nos restan, por lo que el pensamiento profundo resulta casi imposible. Tampoco hay lugar para el asombro, pues este precisa de las brumas del misterio, las que también se volatizan. En este contexto, ¿cómo salvar a la belleza del mundo y las flores sutiles del arte que crecen en sus prados?

Hasta se va acabando el tiempo del ocio, pues los ordenadores portátiles y los teléfonos nos siguen adonde vamos, y continuamos trabajando en los senderos del bosque, en las arenas de la playa de nuestras «vacaciones» y hasta en los gimnasios. Lo real es lo que se exhibe, y cuanto más se exhiba irá ensanchando su ser  y acrecentando su valor de mercado. El pensamiento y el arte huyen de este imperio de la banalidad y se guarecen en sus grutas simbólicas, como restos desechados del viejo proyecto humano.

Todo tiempo es ya un tiempo de trabajo, de intercambiar información para ganar más dinero y alcanzar un mayor «éxito», algo que se evapora como el humo, diluido por la multitud que corre en busca de un ser ilusorio, de un solo minuto de esplendor. Se comercializan así todos los instantes de la vida, acabando con esa gratuidad que caracteriza a las relaciones comunitarias, en las que se gestan y cultivan escalas de valores que van siendo absorbidas por el consumo y reemplazadas por los precios. Las mercancías expulsan así a los dioses del templo, y los versículos de la publicidad colonizan a lo sagrado como una nueva Biblia. También esta civilización «perfumada» (al decir de Walter Mignolo) se apropió de los lenguajes del arte para sostener sus imposturas, para que sus devotos no adviertan que la misma vida ha sido ya mercantilizada, expulsada de los territorios del sentido, y solo le queda merodear como paria los no lugares, viendo cómo se corrompe en los juegos del simulacro lo que resta de la belleza del mundo.

Si el capitalismo, como vemos, es un ogro que devora a sus propios hijos, no puede haber en él nutrientes para un arte auténtico, pues lo único que le preocupa es la rentabilidad del capital y la eficiencia económica. En este marco, el papel del arte no es otro potenciar el consumo, estetizando a los productos de las grandes marcas. Este arte «transestético», como se lo quiere llamar, es un arte falso, puesto al servicio del dinero y un autocomplaciente fin de la historia.

Paradójicamente, escribe Ticio Escobar, la vieja utopía de estetizar todas las esferas de la vida humana se ha cumplido, aunque no como una conquista emancipatoria del arte o la política, sino como un logro del mercado. La sociedad global de la información, la comunicación y el espectáculo estetiza todo lo que encuentra a su paso, sin detenerse en su contenido de verdad. El viejo sueño vanguardista es birlado así al arte por las imágenes complacientes, omnipresentes, del diseño, los medios y la publicidad. Esta última, podríamos añadir, genera una polución visual de los espacios públicos con programas dominados por la vulgaridad, la grosería y el sexo. Tal bombardeo degradante llevó a algunos autores a caracterizar al modo de producción capitalista como una barbarie moderna, que destruye los valores humanos y sacraliza a las mercancías, atrofiando con sus imágenes y discursos a la vía sensible y a toda  experiencia estética digna de este nombre. En su origen, las obras de arte se producían en el ámbito de lo sagrado y  tenían un valor de culto. Hoy tienen un valor puramente exhibitivo y de cara al mercado, el que elude las intensidades de la vida y las miserias de la condición humana, los desgarramientos de lo trágico y lo bello, así como Eros cedió paso a la pornografía, desertando de los bajos fondos del arte.


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