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Un enorme problema teórico de la doctrina económica liberal

por Jorge Brega

El autor discute aquí un problema teórico grave que tienen las ideas económicas dominantes. El mismo, señalado a mediados del siglo XX por la economista Joan Robinson deja expuesto el razonamiento circular con el que funciona esta doctrina apologética, que es producto de reemplazar la teoría del valor/trabajo y la naturaleza explotadora del capitalismo por una concepción idealista en la que empresarios y trabajadores cooperan en la producción y son retribuidos según su aporte.


Escribe Diego Fernández

Primero: pedir inmediatamente disculpas por el título. El adjetivo “liberal” no es preciso, lo he colocado allí solamente para que el lector identifique de manera instantánea las ideas que se pretende discutir aquí a través de sus actuales voceros en la Argentina, que son cerrilmente neoliberales, librecambistas… la realidad es que bien podrían ser más proteccionistas, intervencionistas o regulacionistas, y daría exactamente lo mismo. Lo central no es eso sino su adscripción a la teoría dominante en Economía, que es el neoclasicismo y su herramental matemático de combate tomado del marginalismo, que fuera la escuela económica que se impuso en la academia europea desde mediados del siglo XIX.

Entre paréntesis, la historia de esa usurpación debiera ser enseñada en los colegios como ejemplo de lo que es el avance de la ciencia en la realidad (y no en la fantasía apologética) cuando éste se desarrolla en una sociedad clasista.

La economía clásica, liderada por lumbreras teóricas de la talla de Adam Smith o David Ricardo, fue una creación que tuvo lugar en un período muy particular, en el que el capital aún estaba peleando por imponer su modo de producción a Europa (y al planeta). Todavía en disputa con el antiguo régimen, hasta jugaba un rol progresista en la Historia, en el sentido de que venía a terminar con modos de producción oprobiosos por basarse en la dependencia personal de la clase de los trabajadores. En esa coyuntura se desarrolló, por ejemplo, de forma relativamente estupenda la teoría sobre la renta de la tierra, dando cuenta del carácter parasitario de los terratenientes. Y se teorizaba el funcionamiento del sistema económico a partir de la piedra basal (aunque sea, bosquejada) de toda concepción racional del mismo: que el valor de las mercancías viene del trabajo humano, y nada más que de él. Con el capitalismo en ascenso, el proletariado joven y desorganizado, y las ideas de emancipación encarnadas en pensadores utópicos y soñadores, bienintencionados pero carentes de todo análisis riguroso, esto no supuso una contradicción política… pero cuando ya la burguesía asentada en el poder mostró su cara definitiva y la envergadura de sus intenciones de expolio, y los obreros comenzaron a organizarse y enfrentar (y cada vez más decididamente) a su némesis dialéctica, ocurrió que la economía inglesa resultó metabolizada por Carlos Marx en la edificación de su descomunal obra científica, que esclareció las leyes que rigen la extracción de plusvalía, esto es, la explotación humana que está en la médula del sistema, posible porque una clase acapara los medios de producción -a su vez producto del trabajo- y la otra, sin posesiones relevantes, debe extorsivamente optar entre rendir tributo o la inanición. El materialismo histórico descubría científicamente que los horrores que propiciaba el capitalismo no eran “dolores de parto” llamados a aliviarse, sino que, al contrario, las masas no debían esperar de parte de los nuevos amos otra cosa que miseria.

Por supuesto que enseñar este tipo de concepciones en las casas de altos estudios resultaba un problema ideológico grotesco para la nueva sociedad, que la “revolución marginalista” vino a solucionar. Estos economistas opusieron a la noción de explotación, la de complementariedad. No todo el valor proviene del trabajo, sino que surge de la cooperación de los trabajadores con los empresarios, que aportan el “factor capital” y merecen una justa recompensa por ello, digamos que por el pesar que supone abstenerse de consumir para ahorrar o por el riesgo que corren al poner en juego esos ahorros. Opusieron a las tendencias a la crisis aquellas a la armonía, con equilibrios competitivos que aseguraban que se produce lo que es necesario, que todo se vende y, y aquí viene el objeto de esta nota, que se paga con justicia a quienes intervienen en la producción de acuerdo a su aporte a la misma, mediante el concepto de ingreso marginal.

Sin adentrarnos demasiado en el álgebra del asunto, la formalización de este planteo se acabó procesando a través de la llamada “función de producción”. La misma es una ecuación matemática que establece que el producto de una empresa (x) surge de la interacción de una cantidad de capital (K) y una de trabajo (L), que son los llamados “factores de producción”. Por poner un ejemplo: un taller de indumentaria con 10 trabajadores y 30 unidades de capital (la función combina todo esto matemáticamente)[1] produce 20 camisas, que en el mercado tienen cierto valor de venta. De esta ecuación puede derivarse la remuneración de los “factores” (el salario del trabajador y la ganancia del capital). El razonamiento es el siguiente: el trabajo tiene una productividad decreciente dada la cantidad de capital de la empresa. Sumarle trabajadores a la compañía al comienzo, con la planta vacía, aumenta la producción; pero el aumento correspondiente a cada trabajador adicional (cada hora de trabajo adicional) va siendo cada vez menor (siguiendo esa curva se llegaría incluso a un punto en que los empleados se empiezan a estorbar y consiguientemente la producción a disminuir). ¿Cómo se determina el salario de los empleados? La empresa maximizará su beneficio considerando el mayor producto que genera un trabajador adicional. El pago al mismo, el sueldo por hora, equivaldrá al valor del incremento en la producción que produce esa última hora de trabajo contratada. Un sueldo mayor implicaría una pérdida para el empresario -paga una suma de dinero al empleado mayor que lo que vale el producto extra que éste genera- y un sueldo menor le dejaría una ganancia, que sería un aliciente a demandar más empleados y producir más. Ello acabaría, por “oferta y demanda”, bajando el precio de la mercadería y/o subiendo el salario, hasta equilibrarse.

Inversamente, podemos partir desde el ángulo opuesto y tomar variaciones en el “factor capital”: sumar unidades de capital a una cuadrilla de trabajadores dada aumentará la producción, y, de nuevo, se avanzará de tal manera en que la producción extra va siendo cada vez menor. Simétricamente a lo que dijimos sobre el trabajo en el párrafo anterior, la remuneración del capital equivaldrá a su “productividad marginal”, al valor del aumento de la producción que surge de esa última unidad de capital añadida. Una remuneración del capital mayor no sería viable, costaría más incorporar más capital que lo que ese capital aumenta el producto.

Estas productividades marginales del capital y del trabajo se obtienen mediante las derivadas parciales de la función de producción. Esto es, la operación matemática que computa cuánto cambia el volumen de producción al verificarse un cambio muy pequeño en los factores de producción (una unidad de estos). Y es así que se llega a cuantificar exactamente cuánto cobra cada uno.

De esta manera se genera un equilibrio en que se fijan a un tiempo las cantidades contratadas de factores, el nivel de producción de la empresa y las lógicas remuneraciones de trabajadores y capitalistas: cada uno cobra lo que está aportando a la producción. ¿Acaso no suena justo?

Dejemos por un momento de lado críticas provenientes de la “realidad” a este enfoque económico, como ser la dificultad que tienen este tipo de planteos para cuadrar inversiones que se planifican pudiendo aumentar las cantidades de los dos factores, aumentos que generan una producción igual de mayor o más que mayor (y no menor), cosa que sería lo más normal y esperable para cualquiera que no esté enfrascado en este tupperware neoclásico.

 Me interesa centrarme en la crítica que le hiciera a su propia estructura lógica Joan Robinson, genial economista inglesa que a mediados del siglo XX tuvo la valentía de decirle a todos sus colegas (desatando la controversia que pasó a la historia como “el debate de las dos Cambridge”) que el rey estaba desnudo.

“la función de producción ha constituido un poderoso instrumento para una educación errónea. Al estudiante de teoría económica se le enseña a escribir x = f(K,L), siendo L una cantidad de trabajo, K una cantidad de capital y x una cantidad de producto de mercancías. Se le alecciona a suponer que todos los trabajadores son iguales y a medir L en horas-hombre de trabajo; se le menciona la existencia de un problema de números índice en cuanto a la elección de una unidad de producto; y luego se lo apremia a pasar al problema siguiente, con la esperanza de que se le olvidará preguntar en qué unidades se mide K. Antes de que llegue a preguntárselo, ya será profesor y de este modo se van transmitiendo de generación en generación unos hábitos de pensamiento poco rigurosos.” Joan Robinson, Ensayos críticos, Madrid, Ed. Hyspamerica, 1953 [ed. de 1985], p. 81.

 Al hacer esta sencilla pregunta (“disculpe, profesor, cuando dice ‘unidades de capital’… ¿qué quiere decir exactamente?”) Robinson hará notar el razonamiento circular (y por ende vacuo, anticientífico) que es propio de la economía marginalista o neoclásica.

Esto es así porque la función de producción es una ecuación que pretende formalizar en matemática una relación técnica, existente en la realidad: se propone que tal empresa o economía utilizará tales máquinas y trabajadores para generar ciertas cantidades de productos determinados. No se presenta como una formulación idealista, en la que pueda ser válida alguna construcción fantasmagórica en la que el capital sea una sustancia homogénea, o en la que se considere el capital en su lábil forma de dinero. No: el capital al que alude son medios de producción concretos, específicos para las actividades consideradas. Y la realidad marca que cualquier tarea requiere de medios de producción diversos: herramientas, combustible, vehículos, maquinaria, computadoras, edificios, materias primas, etc. ¿Qué es entonces, en semejante contexto, “añadir una unidad de capital”? ¿Cómo se mide el total del capital K de la función de producción? K sería una enorme lista de materiales individualmente considerados que sería imposible tengan una productividad (y por ende, una ganancia) global si no se efectúa alguna agregación, que solamente puede realizarse en dinero. So pena de ser un conjunto inútil para el análisis, K debe tener un valor único igual a la suma del precio de todos sus componentes. Y aquí es que Robinson terminó de mostrar la cuestión: el precio de un medio de producción, en la concepción neoclásica, se computa tomando en consideración la corriente de beneficios que se espera obtener del mismo mientras dure su vida útil, las ganancias que va a rendir. El empresario gastará en la compra de una máquina no más que la suma de ganancias que calcula sacará de ella (pagarla por más dinero sería comprar algo que va a pérdida, pagarla por menos habilita una ganancia que lo moverá a continuar comprando hasta extinguirla).[2] Y hete aquí el problema: la función de producción, cuyo principal propósito -podría decirse- es establecer cuál es la rentabilidad del capital, requiere como insumo conceptual a… la rentabilidad del capital.

Joan Robinson (Camberley, 1903 – Cambridge, 1983) economista británica.

Eso no va a ningún lado. Y pone de relieve la incomprensión que tiene esa forma de entender la economía sobre su principal objeto de estudio, la naturaleza del capital. Porque el error principal en el razonamiento surge para un marxista inmediatamente, destaca como sangre sobre el algodón: no comprenden la plusvalía. Al crear en el papel ese mundo de fantasía en el que no existe la explotación sino que cada agente económico aporta su parte y de esa manera genera la cuota del producto con la que es merecidamente premiado, están borrando algo que no es accesorio, sino esencial. O intentan borrar, mejor dicho, porque terminan en estas encerronas. Pretenden sancionar que la parte del producto que es la ganancia del capitalista, algo por completo material, surge de entelequias como “la espera”, “la abstinencia de consumir”, “el riesgo que asume”, “preferencias intertemporales” u otras “explicaciones”[3] igual de fantasmales surgidas idealísticamente de una moral burguesa berreta. No es ningún misterio que luego, cuando formalizan matemáticamente estos planteos, lleguen al absurdo de que la ganancia aparece justificada y surgida de ella misma.

Desde adentro -porque ávida lectora de Marx, y en más de una ocasión sosteniendo posiciones de izquierda, pero ella fue quizá la mecánica más perspicaz de la escudería Keynes– Robinson abrió este agujero por debajo de la línea de flotación en el barco teórico neoclásico, que nunca pudo ser tapado: la academia la acabó condenando con un mayoritario silencio y fingido olvido. Como dijimos antes, la ciencia avanza si conviene a la sociedad… pero a esta sociedad.


[1] Quizá sirva el ejemplo, la función de producción de Cobb-Douglas es la más asiduamente empleada, sigue este tipo de forma: x=ALαKβ, con 0<α,β<1, y siendo A un parámetro que incorpora cambios técnicos exógenos.

[2] Si se intenta imputar el valor del capital como costo y no como las ganancias a obtenerse, deben incorporarse en ese precio las ganancias que generó para su fabricante.

[3] “…nuestro capitalista ha recuperado ya con una sonrisa jovial su fisonomía acostumbrada. Se ha estado burlando de nosotros con toda esta letanía. Todo esto no vale ni un céntimo. Deja todos estos vanos subterfugios y otras argucias por el estilo a los profesores de Economía Política, que para eso cobran”.Carlos Marx, El capital. Crítica de la economía política, Tomo I, Buenos Aires, Cartago, 1867 [ed. de 1973], p. 185.


Diego Fernández es economista, investigador CONICET en el Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.

Imagen inicial: Diego Rivera, detalle del mural Industria de Detroit en el Detroit Institute of Art.


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