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Los sencillos del Argentinazo

por Jorge Brega

Escribe Víctor Delgado

(Este artículo fue publicado originalmente en nuestro número 19, del cual  tomamos la ilustración de Daniel Corvino que encabeza esta página, titulada «Ir al frente»)


Desprovistos de palabras graves. Con rostros que se desdibujan en la multitud, protagonizan hechos que jamás habían pensado. Muchas de sus acciones, parecen exiguas y menudas. Sin embargo, señalan cambios profundos y horadantes al poner en vilo lo establecido.

“Algún día triunfaremos nosotros, los sencillos”. Pablo Neruda. 

“La soledad de las conciencias ha terminado”. Néstor Taboada Terán.


1. «Y no era lo que soy ahora”

Matilde trabaja en Bruckman. Un día tomaron la fábrica. Y se quedaron esperando que los patrones dieran la cara, pero ellos nunca aparecieron. Hasta que resolvieron poner en marcha la planta. Es una de las más de doscientas empresas en la que los trabajadores producen sin patrones.

Escaleras arriba, nos conduce hasta la sala de máquinas. Hay un desorden grato. Publicaciones pegadas en los muros y varias consignas dan cuenta de los días álgidos. En medio de la actividad hay libertad para el saludo y el gesto ampuloso. Un clima de alegría generalizada recorre el ambiente. No están pendiente de ello, pero tampoco desconocen que son protagonistas de algo nuevo. Una nueva Argentina donde nuevas formas de relaciones, complejas y profundas a la vez se van gestando.

—Navidad y año nuevo los pasé acá, en la fábrica. El 1º de mayo, también. Toda mi vida había pasado los 1º de Mayo lejos de los compañeros, tranquila en casa. Esta vez no fue así. Pensé: bueno, es el día nuestro, qué mejor que quedarse acá y pasarlo con ellos. Fue algo distinto y me gustó. Lo de Navidad, me había costado un poco. Era el comienzo. Habíamos ocupado la fábrica el 18 de diciembre y no era la que soy ahora.

—¿Hay un cambio?

—¡Sí, claro!, nuestra mentalidad fue cambiando paso a paso, con todo lo que fuimos haciendo para defender el puesto de trabajo. Costó. Cuesta todavía. Tal vez a algunos compañeros nos cueste más que a otros.

—¿Por qué?

—Y… fue un nuevo aprendizaje. Antes, en la planta, cada persona tenía un trabajo fijo. Ahora todos hacemos de todo. Antes venía, me sentaba frente a la máquina, hacía mi trabajo y a otra cosa. Hasta el otro día, si te he visto no me acuerdo. En cambio, ahora, todos vamos rotando en los puestos, hacemos el trabajo de cada una de las secciones. Al tener en cuenta todo el movimiento de la fábrica —porque tenemos que hacer todo nosotros, sin jefes, encargados, capataces ni administrativos— comenzás a ver el trabajo de otra forma. Imposible que tu cabeza se mantenga igual.

—¿Esos cambios en la producción trajeron nuevas formas de relacionarse?

—Claro.Te imaginás que antes veníamos a la mañana, nos sentábamos frente a la máquina, a las tres nos íbamos y chau. Ahora es “face to face”. La convivencia de 24, 36, 48 horas con los compañeros trabajando y discutiendo nuestro futuro laboral, es algo muy duro. Sin embargo, a partir de esta nueva situación es que nos vamos conociendo de verdad.

—¿Un trato diferente?

—De más compromiso, en principio. Además, están las asambleas. Nosotros no conocíamos lo que son las asambleas. Antes acatábamos órdenes y no estábamos acostumbrados a discutir. Ni siquiera entre el personal discutíamos. Ahora todo se decide en asamblea. Entonces, siempre digo que, en ellas aparece todo lo malo, pero también todo lo bueno que cada uno tenemos. Porque ocurren discusiones durísimas hasta llegar a un acuerdo y salir de allí como si nada hubiera pasado. Eso es grandioso. Esa forma de someter todo a discusión, te vale también para conocerte, saber para qué lado va cada uno.

—Me decías que no conocían las asambleas

—No. Antes del conflicto la delegada sindical venía, decía dos palabras y chau. Nadie decía nada. Recién ahora discutimos entre todos cada uno de las cuestiones: qué vamos a hacer, si vamos a marchar, si vamos a apoyar o no tal lucha. Cómo vamos a encaminar la producción… Por suerte, prevalece siempre la necesidad de mantenernos unidos. Eso nos permite superar todos los momentos malos y de discusión que tenemos.

—¿Y antes cómo eras?

—No tenía ninguna de estas preocupaciones. Hace poco tuve oportunidad de conocer al Perro Santillán. Cuánto hace que él viene luchando y sin embargo yo no había reparado mucho en él, desde que estoy en esta lucha cambié de visión. Es que lo sindical para nosotros era otra cosa. Lo asociábamos con la delegada que teníamos acá que estaba arreglada con la patronal. Entonces no queríamos saber nada.

—¿Qué fue de ella?

—Lo primero que hicimos, cuando nos decidimos a tomar la fábrica, fue sacarla de los pelos. En pleno conflicto le dijimos. Bueno ya que sos delegada andá ya mismo al sindicato para que intervenga. —Nos contestó: —¡Ay!, lo que pasa que ellos tienen otras cosas más importantes…— ¡Te imaginás!, nosotros acá adentro, con la fábrica tomada y nos respondió así. Cuando después fuimos al Ministerio de Trabajo y nos enteramos que el Sindicato le había pedido la quiebra de la empresa, ya no tuvimos dudas de parte de quién estaban.

—¿Qué sentiste cuando se dispusieron a tomar?

—Cuando nos quedamos acá adentro, después de esa primera noche, el segundo día fue terrible. Se hizo la primera asamblea —y yo que no había pasado la noche con ellos porque tenía un compromiso personal, entonces aún los tenía—, al ver la cara de mis compañeros que habían pasado la noche en vela, sin saber qué hacer, cómo seguir, maquinando que podía pasarnos y todo eso… (porque no teníamos hasta entonces ninguna experiencia) comprendí que tenía que estar a full con mis compañeros. Que no había espacio para comprometerse a medias. Era todo o nada.

—¿Recordás qué resolvieron en aquella asamblea?

—Primero que nada, que ninguno de los encargados, ni aquellos empleados que siempre se mostraban próximos a la patronal, entraran.

—¿Y qué sucedió?

—No dijeron nada. Se quedaron afuera, pensando que tarde o temprano llegarían los patrones a poner las cosas en su lugar. ¡No llegaron nunca! Recién a fines de febrero, cuando vieron que esto seguía, asomaron la cabeza con una propuesta irrisoria.

Matilde interrumpe la charla para intercambiar opiniones con sus compañeras. Se disculpa. “Acá —dice en alusión al plantel— somos casi el noventa por ciento mujeres. Tan es así que los muchachos no dicen nosotros, dicen nosotras”. Ríe con ganas antes de evocar su viejo puesto de trabajo y como transcurrían aquellos días cuando había capataces, administradores y patrones:

—Mi horario era de seis de la mañana a tres de la tarde. Y casi siempre se extendía hasta las 5 porque había mucho trabajo. Estaba a cargo de una máquina computarizada que hace bolsillos. Me alcanzaban los elementos y yo hacía nada más que bolsillos. Si me sobraba tiempo, no acudía en ayuda de mis compañeras porque ellas tenían sus tareas específicas. Ahora ya no es así. De 115 operarios quedamos 55 y tuvimos que reorganizar la producción sin secciones fijas. Como soy la de más antigüedad y conozco el trabajo de casi todas las secciones, los compañeros me asignaron la misión de distribuir y organizar el trabajo. A aquéllos que sabían sólo el trabajo de su sección, les fuimos enseñando el resto. Hoy están al tanto de todo el proceso y pueden asumir todas las funciones. Esto ha sido una buena experiencia para nosotros como trabajadores. Quienes sabían hacer un pedacito de saco, ahora saben hacerlo todo. ¿Te das cuenta? ya no pensás en un cachito de tela, sino en todo el producto y hasta en su destino final. Estamos más comprometidos con lo que hacemos, con los compañeros y con todo. Porque ahora, inclusive, hasta debemos conocer lo que ocurre en el mundo para ver si lo que producís se va a vender o no.

—¿También se ocupan de la comercialización?

—Primero vendíamos acá a la gente que se acercaba a la planta. Luego vinieron los estudiantes de ingeniería y se armó un grupo de venta. Ellos nos dieron una mano grande, nos ayudaron en un montón de tareas que nosotras desconocíamos. Ahora ya vendemos en cantidad.

Sin embargo, Matilde prefiere no hablar de números. Tal vez más entusiasmada con lo nuevo que sucede a su derredor. O con aquello que siente se ha ganado, que no tiene mucho que ver con el dinero si bien vino con la lucha por el salario caído. Está emocionada y soprendida por su transformación.

—¿Y qué sucedió en el seno familiar?

—Primero fue un problema. No comprendían que uno tuviera que quedarse toda la noche en la fábrica, que tuvieramos que pasar las horas metidas acá dentro. Pero comenzaron a venir y a estar con nosotros. Entonces, comprendieron y sintieron necesidad de apoyarnos. Ahora, a veces, le toca hacer guardia a una compañera y viene con su marido o con sus hijos y pasan la noche juntos.

Frente al abandono patronal, los obreros ponen en producción la fábrica y aseguran sus puestos de trabajo. (Foto: Julián Mileo)

—¿Alguna vez te habías imaginado que podías tomar decisiones sobre la producción?

—¡No! Es más, creímos que sería cuestión de un día, dos, tres… Pero nunca imaginamos ésto, ni que pudiéramos poner la fábrica a producir. ¡A mí nunca se me había cruzado por la cabeza!

El otro día, viene una compañera y me dice, ¿sabés lo que decía un encargado? Ustedes lo único que tienen es pies y manos, la cabeza la tenemos nosotros…

Bueno, acá le estamos demostrando que, aparte de pies y manos, tenemos cabeza. Si, por esas vueltas de la vida, lo llegamos a encontrar a ese encargado habría que decirle, aquí tenés, viste que teníamos cabeza. ¿Cómo te va con las manos y las patas a vos?

Vuelve a reír con ganas. Hay orgullo en su expresión, pero también revela una gran humildad. Conoce la magnitud de lo que protagonizan, pero lejos de marearse lo afronta con mucha serenidad y una gran preocupación:

—“¿Sabés?, el otro día vino un matrimonio apenas hablando castellano. Eran de los EEUU y llegaron diciendo: –venimos a ver el milagro.

Habían leído algo sobre nosotras y quisieron ver cómo era esta experiencia de trabajadores dirigiendo una fábrica. Tambien vino gente de Australia, de Francia…

Nosotras nos reímos. A veces decimos con las chicas, apenas somos un grupo de mujeres que han podido salir adelante poniendo en marcha una fábrica. ¿Y esto que hemos hecho, no lo podemos hacer con el país, acaso?

2. “En este último año, pasaron veinte años”

Mónica trabaja en Renacer. Ella y sus compañeros, en el extremo sur del país libran una lucha por la puesta en marcha de la fábrica. Porta orgullosa un chaleco de la Corriente Clasista y Combativa. Tiene la mirada límpida y construye sus frases con una singular precisión. Así da cuenta de un largo proceso, que tambien es de transformación personal.

—Al fragor de la pelea no todos estamos tan fuertes, ni nos sentimos tan seguros, y tenés momentos de debilidad. Se te complica mucho el tema con la familia. Para las mujeres es muy complicado. No dejás de prestarle atención a la familia ni a lo que tenés como obligación permanente. Tenés que buscarte todos los tiempos necesarios para dar batalla en los dos frentes, en la casa y la fábrica. Eso trajo muchas rupturas familiares. Porque a veces no sos acompañada o es mal interpretado lo que hacés. Pero ocurren cosas muy emocionantes. Gratificantes a pesar del dolor.

—¿Por ejemplo?

—Hoy nos acordábamos de un compañero que falleció hace poco. Tuvo un cáncer galopante, se le declaró en medio del proceso de lucha. Con su dolencia avanzada, él, desde el hospital, se preocupaba por lo que estábamos haciendo nosotros. Planificaba que cuando se fuera del hospital no iba dejar la lucha en la fábrica. Fue un gran ejemplo, porque debatiéndose entre la vida y la muerte, siempre eligió la vida.

Muchos compañeros de Renacer, que tenían tal vez cuarenta años de vida en el sur —y vivieron todo el proceso de desarrollo industrial— decían a cada rato: es todo o nada, ¡no hay otra! Veían peligrar su trabajo y decían que si no se jugaban se quedan sin nada.

Mónica no nació allí. Es de la provincia de Córdoba y tiene una historia que se repite en otros trabajadores. “A Tierra del Fuego —confiesa— casi todos fuimos a trabajar y estábamos tan programados que si no estabas trabajando no había otra cosa para hacer, no había momentos para compartir”.

—Ni para pensar, siquiera…

—No lo vas a creer, pero es más o menos así. Además, establecías un corte con los sentimientos. El vínculo familiar había quedado allá, lejos, en tu provincia, de la que te escapaste para tener todo lo que no pudiste tener allí. Entonces, canalizabas todo en el dinero. De lunes a lunes trabajábamos. Entrabas a las seis de la mañana y te ibas a las diez de la noche. Los patrones te decían que vos progresabas, que ellos eran buenos, que te pagaban bien, lo menos que podías hacer era cumplir, trabajar aún estando enfermo.

—Vivir para trabajar

—Exacto. Muchos chicos en Tierra del Fuego se criaron en guarderías, sin la compañía de los padres, porque primero estaba el trabajo. Una vida jodida, pero te conformabas porque que allí ganabas mejor que en otros lugares del país y terminabas priorizando el auto, las vacaciones una vez al año… Y el estar bien con tu familia, en aquel entonces, sólo lo concebías con el poder adquisitivo que habías alcanzado. Todo estaba en función de trabajar y trabajar. Entonces cuando llegó el tiempo libre, fue un problema.

Mónica evoca aquellos momentos como “un gran vacío”. Después, asegura, la lucha lentamente volvió a poner las cosas en su lugar. Con la fábrica bajo el control de los trabajadores, surgió la esperanza y un montón de nuevos interrogantes. También sorprendentes e inesperados.

—¿Qué discutían?

—De todo. En todo momento estaba todo en debate. Cuánto tiempo de descanso para una compañera embarazada o si que estuviera embarazada era un estorbo… En fin, tenemos mucho que discutir todavía. Pero quiero aclararte que, si bien yo era una de esas mujeres que había consagrado la vida, mi mente y mi cuerpo al trabajo y para llenarle los bolsillos a un empresario, que no tuvo miramientos ni escrúpulos al vaciar la fábrica, no sentí un cambio traumático. Sí, una bronca y odio profundo. No podía dejar de pensar en el patrón que dejó miles de trabajadores en la calle y se fue a invertir en autopistas o peajes. Entonces, aún con las dificultades, las discusiones, los debates internos, a veces me digo estoy mucho más viva que entonces. Y por momentos también me digo: ¿no estaré pasada, no será demasiado? Tengo esas contradicciones y tengo que vivir decidiendo permanentemente, qué priorizo en este momento: quedarme en casa con mi marido tomando mate o si voy a la reunión a pesar de que él quede disconforme.

—¿Antes no surgían esas contradicciones?

—Claro que no, pero ahora sí; es una elección permanente. Y yo, aun cometiendo errores, teniendo dificultades, ahora pongo todo para esto que armamos con los compañeros para mantener la fuente de trabajo. Y si tuviese que volver a transitar por el mismo camino para llegar a esta instancia lo volvería a hacer sin ninguna duda.

—Es decir, sacaste provecho de la adversidad.

—Sí. Internamente siento un profundo crecimiento. Aunque antes no era indiferente a la problemática de los demás, gracias a la toma de la fábrica, igual que mis compañeros, sentí una gran maduración. En este último año pasaron como veinte años. A veces, me digo: dónde estaba yo, que no sabía que estaba ocurriendo todo esto. Antes no me preocupaba tanto saber quién era realmente nuestro presidente, nuestros gobernantes, qué negocios hacían. Ahora tengo permanentemente la necesidad de saber y saber más, para ir armando otro proyecto de país diferente.

3. “Sin trabajo no hay familia”

Silverio es minero de Río Turbio. “Logramos poner en funcionamiento nuestra empresa después de estar parada muchos meses”. La austeridad de su relato no acusa el impacto ni la trascendencia de este hecho para Río Turbio y “28 de Noviembre”, dos pueblos que dependen y viven exclusivamente de la cuenca carbonífera. Silverio ha venido a la gran ciudad arrastrado por la lucha, en defensa de aquel socavón, en el sur de la Patagonia, que para él representan la dignidad y la vida.

—En forma aislada, logramos poner en marcha la empresa, cuando el Fondo Monetario, el Banco Mundial y el gobierno argentino han dicho que hay que cerrar las minas de carbón. Río Turbio ha demostrado que nuestra producción sirve. Tiene valor y es rentable.

—¿Pero la lucha venía de antes?

—Ah, sí. Nosotros luchábamos para que se declare insalubre el trabajo en la mina. Mientras estuvo el concesionamiento privado estuvimos expuestos a un montón de riesgos. Teníamos accidentes a diario y hasta han perdido la vida algunos compañeros. Y nunca tuvimos las protecciones necesarias para trabajar. Por ejemplo, corremos un grave riesgo por el polvillo ambiental. Hay compañeros que sufren problemas cardíacos, enfermedades cerebrales.

—Más que insalubre criminal…

—Eso es. La empresa que tuvo la concesión supo hacer una explotación a cielo abierto y contaminó todo el ambiente. Han hecho, ahí, un gran daño ambiental. Eso se puede evitar, señor. Como hicieron en algunos países, plantando árboles y tomando otras medidas. Por esto, decimos que no sólo sufren los mineros sino también la familia de los mineros. Hemos hechos denuncias.

—¿Y ahora?

—Bueno, ahora estamos luchando para que la empresa vuelva a manos del Estado y que haya control de la seguridad en el trabajo y la calidad de vida. Que eso es el verdadero progreso. Cuando la riqueza no acaba matando ni empobreciendo a nadie.

—Eso deja de ser un planteo laboral para avanzar sobre un tema algo más profundo. ¿Cómo ha repercutido ese cambio en usted?

—Y, un cambio de vida fuerte y a la fuerza, diría. Yo creo que para todos los compañeros fue así. Aunque estábamos en la actividad sindical desde antes, fue un cambio muy rotundo no poder estar con la familia. Tener que dedicarle todo el tiempo y todas nuestras energías a conservar la fuente de trabajo. A la familia la podemos recuperar, pero no podemos perder ni arriesgar la fuente de trabajo. Entonces, seguimos. De hecho, si perdemos el trabajo con el problema económico que hay en el país, morimos.

 Apenas alza sus hombros Silverio, cuando con voz muy baja, y un ahorro de gestos, dice frases tan simples y concluyentes como esta: “Si no hay trabajo, tampoco hay familia, porque tampoco tenemos la comida”.

Silverio se muestra sereno, sabedor de que no hay muchas alternativas. “La familia hoy está abandonada, pero se puede recuperar”, admite y piensa en su allá. Que es todo un pueblo que vive de la producción minera y no puede permitirse el lujo de no luchar

—¿Acaso la familia no acompaña?

—A veces sí, a veces no. Muchos se han interiorizado y han acompañado. Otros, desgraciadamente no. Y al no estar compartiendo todos los días las cosas de la casa, el estar todos los fines de semana en el sindicato, tratando de nacionalizar lo nuestro, golpeando puertas, reclamando con miles de actividades se hace duro. Después vendrá el tiempo con la familia.

“El hambre es preocupación de todos. En la Asamblea decidimos qué actitud tomar con el hambre, la salud, etc.”

4. “Voy sabiendo y me voy haciendo”

Mónica es asambleísta. Vecina de San Cristóbal, participa en la Multisectorial del barrio desde octubre del 2001, “cuando todavía no había ocurrido lo del 19 y 20 de diciembre. Aquellas primeras reuniones —comenta— eran asambleas pero no tenían la importancia que adquirieron luego, a partir de aquellos sucesos, cuando empezamos a hacerlas más seguido y se tornaron masivas.

Qué ha sucedido a partir de entonces en la vida de Mónica, ella lo explica en pocas palabras:

—Siento que mi casa tiene un puente con el barrio. Es ese encuentro con los otros. Antes no conocía a mis vecinos. Hoy me los encuentro en la calle y nos saludamos. Ahora, el barrio es un espacio conocido, más seguro. Conocí instituciones a las que antes no entraba y ahora las conozco como si fueran mi casa. La verdad, después de un año de experiencia, me voy dando cuenta de a poco de todos estos cambios. Así, como antes decidía algo en casa, siento que también soy capaz de decidir afuera, en el barrio, juntos con los demás vecinos. Por ejemplo, nos planteamos que actitud tomar con la gente que ocupó la fábrica, con los chicos que no comen los sábados, con el hambre que es una preocupación de todos, con el hospital del barrio… Para mí esto es nuevo totalmente. Siento que me da un lugar. Un protagonismo que me permite seguir estando. Además, me doy cuenta cómo uno puede ir transformando el escenario del barrio con los otros y cómo me hace crecer como persona.

—Un rol distinto

—Sí. Totalmente novedoso. Crecí políticamente, yo no venía de la política, pero voy sabiendo y me voy haciendo.

Pero lo nuevo también impone renunciamientos. Mónica reconoce los costos del desafío: “Me quitó tiempo que antes usaba para ir cine, leer, estudiar o sentarme a ver una película en casa. Es un tiempo que ahora puse en esto, en el debate, en encontrarse, en acordar, en resolver cuestiones colectivamente. Pero no lo veo cómo una pérdida porque está relacionado con estas ganas de ser protagonista junto con otros, de algo que está surgiendo. Y bueno, uno toma la decisión”.

—¿La familia acompaña estas ganas de ser protagonista?

—Mis hijos son adolescentes. Durante el primer período de marchas hubo mucho entusiasmo y acompañamiento. En el último tiempo, recibo demandas: que una está poco en casa, que qué gano haciendo reuniones de comisión en casa. También mi casa cambió, entra gente que antes no entraba. La familia está sorprendida, pero también tiene su efecto positivo. Es la primera vez que siento que es el momento de estar con otros, en la calle, aportando a algo nuevo que nace. Además, se suma mucha gente, muy diferente, y lo nuevo, me parece, es que no se puede venir con algo hecho, preconcebido. Lo que surge tiene que ver con un poquito de cada uno, de lo que aporta cada uno. Para mí esto es lo más importante. Siento que pudimos superar las diferencias, ponernos un objetivo, realizar una tarea y seguir avanzando.

—¿Ves al barrio de la misma manera o encontraste cosas que no veías?

—Creo que uno ve más. A lo mejor estaba todo igual, la diferencia es que ahora lo ves. La primera experiencia que tuve en la olla fue acompañar a un chiquito con comida caliente. Cuando le pregunté donde vivía me dijo a tres cuadras. Cuando llegamos era a una cuadra de mi casa, al lado de la Confitería donde compro la factura. Y cuando lo ví de nuevo, me di cuenta que lo conocía, pero que lo conocía en relación a la Confitería. En la olla no lo reconocí. Me contó que vivía en el primer piso, que la mamá trabajaba todo el día, que vivía con la abuela que los cuidaba y que su papá estaba sin trabajo, deprimido, tirado en una cama. En ese ratito se me abrió toda una historia de seis personas con un conflicto en el medio que no conocía. Bueno, con la olla empezamos a conocer un montón de gente con historias muy duras. Y vos decís dónde estaba que no las vi. A la vez, éso que le pasa a ellos me puede pasar a mí. Hay muchos vecinos que tienen casa, ropa, pero no tienen para comer porque ya no tienen trabajo. Hoy nos conocemos con todos ellos. Tenemos muchos cortes de calle encima, muchos cacerolazos, muchas reuniones y discusiones… Para mí, andar así por el barrio me da seguridad.

5. “Yo elegí esto que estoy haciendo”

María es desocupada. Vive en un barrio de La Matanza. Y describe así su periplo hacia la indigencia: “Antes yo trabajaba. Vine a los 18 años de Tucumán con muchas ilusiones y empecé en un supermercado. Me eligieron delegada. No sabía nada de eso, pero bueno, fui aprendiendo. Después me echaron y fui a trabajar al sindicato de empleados de comercio. Un día me fui y empecé como promotora de productos. Fui en escala, descendiendo. Primero en Capital, después a Sarandí, de ahí a Lanús y de Lanús a Lugano. De Lugano ya vine para estos lados porque en otras zonas no podía pagar los alquileres. Una amiga me comenta: mirá, en tal parte hay un asentamiento. Así compramos con mi hermana en el barrio Latinoamérica y comencé a trabajar en una fábrica de espirales. Ahí también fui delegada. Pero vaciaron la empresa y nos dejaron en la calle. Ni juicio pudimos iniciarles. Entonces pasé a trabajar en barsuchos donde me pagaban quince pesos por estar desde las seis de la tarde hasta las cinco de la mañana o hasta que la gente se fuera. Un día me comentan lo de los planes Trabajar, me anoté y empecé en esto”.

Esto, para María es la lucha por la dignidad y el trabajo. Infortunio y pelea individual, un día le abrieron las puertas a lo que que ella llama “la otra vida”. Sentada en una de las aulas de la Escuela Amarilla, sorteando el barullo que llega desde un aula contigua —donde sus compañeros acaban de finalizar una asamblea— y otras tantas actividades ardorosas que suceden alrededor, María se concede un tiempo para narrar aquel acercamiento a la organización:

—Al principio tampoco me gustaba. Había escuchado decir, son zurdos, son esto, lo otro. Había calentada de oreja; que qué vas a estar ahí, con esa gente… Y bueno, después fui aprendiendo que no se puede juzgar a simple vista o por lo que te dicen los demás. Y me fui quedando y ya al tiempo terminé a cargo de mi barrio, porque mis compañeros me eligieron para eso.

—¿Qué significó para vos, tu incorporación al movimiento de desocupados?

—Yo siempre me interesé por los demás. Quizá por eso me elegían delegada cuando trabajaba. Pero no conocía esta realidad. Lo que me impactó más, y me dio vuelta la cabeza, fue ver la necesidad. Ahora tengo a mi cargo la coordinación de ciento cincuenta planes que llegan a mi barrio. Y ves la necesidad ahí nomás. Decís cómo puede ser esto. Pero a su vez no podés resolverlo tampoco. No alcanza. Lo único que podemos hacer es luchar por más y mientras tanto ser justos con nosotros mismos.

—¿Cómo es eso?

—Claro, cuando hay hambre y desesperación también se plantean casos de injusticia, de desigualdad. Afloran todos los sentimientos. Los solidarios y también los otros. Por eso adoptamos el método de las asambleas para resolver todas las cuestiones, hasta las más pequeñas. Cuando llega mercadería, se pone ahí a la vista de todos y se reparte como la asamblea decide. No son los dirigentes ni los coordinadores quienes resuelven sino los propios vecinos. Esto es así porque hay una línea en nuestro movimiento que es que la gente tiene la última palabra. Las asambleas son el ámbito de las discusiones y también de las decisiones. Antes de llegar a la asamblea de los sábados, hay reuniones durante la semana en cada barrio, donde se le pregunta a cada compañero si están de acuerdo, por ejemplo, en ir a cortar, en qué lugar y demás. Allí todos opinan y luego eso se trae acá, a las reuniones de mesa. Se exponen las distintas posiciones y después la asamblea decide por mayoría si hay acuerdo o no.

María asegura tener los ojos gastados de ver manos vacías. “El hambre es cuestión de todos los días”, repite y manifiesta que “en el barrio las casas de chapa de cartón ya son un lujo que casi no se ve”. La conclusión es brutalmente sencilla. “Si llueve, llueve. La gente se moja. Se mojan ellos, sus mantas…, su vida. Y tenés que esperar que salga el sol”.

No obstante, en medio de esta desventada realidad, jura haber encontrado las fuerzas para seguir adelante.

—Me recuperé como persona. Acá pude seguir peleando por lo que son mis convicciones. Mirá, cuando yo perdí ese trabajo, en la fábrica, tenía 34 años y cuando iba a otros lugares a solicitar empleo ni me escuchaban. La figura de uno, la vestimenta…, no sé; ya no era apta. Volvía llorando cada vez que me iba a anotar a algún lado. Me miraban de arriba a abajo y me decían firmá la solicitud y nosotros te llamamos. Y yo ya sabía que era mentira. En un lugar me dijeron que no, que ellos necesitaban gente más joven y con mejor presencia. Y eso me partió al medio. Desde ese día no quise nunca más ir a buscar trabajo. Renegaba y decía cómo puedo estar bien vestida y tener buena presencia si no me dan la oportunidad de tener un trabajo y vestirme bien. Y estuve llorando un tiempo por ese motivo y mi hermana me decía: –¡Bueno, pero no te pongás así!, por ahí es esa persona, a lo mejor en otro lugar podés encontrar otro trabajo… –Pero yo temía gastarme las últimas monedas para recibir la misma respuesta.

Las asambleas barriales, parte de lo nuevo del Argentinazo.

—¿Y ahora?

—Me di cuenta que no podés darle el gusto de que te vean arrinconado y con vergüenza. Vergüenza a qué. Tampoco vamos de picnic a cortar la ruta. Vamos porque es la única manera que tenemos. Es la única solución que tenemos. Y no es que vayamos contentos. El 20 de diciembre tuvimos siete heridos con balas de plomo; muchas compañeras también fueron golpeadas ¿Te crees que nos gusta? Yo elegí esto que estoy haciendo porque quiero otra vida. Y no pido tanto. Pido poder elegir y decir en este trabajo me pagan poco o me maltratan, entonces me voy a otro trabajo. Antes yo elegía. Entonces eso es lo que yo quiero que vuelva a ser la Argentina. Un país donde haya trabajo para todos. No es mucho pedir.

6. “Antes pensaba que había que aguantar”

Darío también es desocupado. Aunque es demasiado joven tiene su pasado laboral que se apura en revelar. “Antes tenía un puesto de diario, ahora no. Trabajé de eso nueve años. Se acabó eso y no conseguí más”. Darío escucha con atención los dichos de María. Un tanto avergonzado admite: –“yo hace 4 meses que estoy en esto. Les soy sincero, cuando tenía laburo no me importaba nada, no pensaba”– y apenas esboza una sonrisa. Lo suyo, ahora, es coordinar la organización en un barrio de La Matanza. En las filas de la Corriente Clasista y Combativa, casi no tuvo tiempo para sentirse un recién llegado. La tarea que allí le asignaron le absorbe la mayor parte del tiempo y dice querer retribuirles a sus nuevos compañeros, con hechos, la confianza que depositaron en él.

—Ahora que me metí, tengo un poco más de fe. Como dicen acá, las cosas van a tener que cambiar. Van a cambiar. Antes no sabía, no confiaba en que los que son como uno se podían llegar a unir para lograr cosas. Me parecía imposible, entonces tenía idea de que había que aguantar, nada más. Pero se me abrió un mundo…

—¿Por ejemplo?

— Antes no entendía lo de los piquetes. Me preguntaba cómo harían para salir todos juntos a cortar la ruta. No sabía cómo se organizaban. Luego supe que cada uno va allí después de discutir esa medida, no va de arrastre. Va convencido de lo que hace. Es que yo desconocía lo que era una asamblea. Cuando vi eso, sentí que era la mejor manera de resolver las cuestiones nuestras. Ahí opinan todos. Somos iguales y nos escuchamos. Antes pensaba que los piqueteros eran… Lo que pasa que oía a alguna gente que decía…, no sé, cosas que prefiero no repetir. Mi papá y mi hermana ya estaban en el movimiento; a mí no me convencía ni me gustaba. Pensaba que eso no servía para nada. Después cuando me encontré desocupado me arrimé y ahora estoy coordinando en un barrio. Es un laburo jodido porque a veces tenés 40 beneficiarios y son 40 problemas que te vienen a vos. No tenés horario. Todos los días de la semana son iguales. No hay francos. Es una pelea constante. Cuando vos te comprometés a ser dirigente de un barrio, tenés que asumirlo con responsabilidad.

Piquetes, cacerolazos, escraches, asambleas, control obrero, ámbitos de lucha, protagonismo y decisión.

7. Esto es la vida

Alina, Corina, Pablo y Cecilia son estudiantes. Cursan el segundo año de Trabajo Social en la UBA. Atraídos por lo poco que conocían de piquetes, ollas populares y organizaciones barriales, optaron por hacer sus prácticas en la sala de salud, en un barrio de La Matanza, una de las tantas ofertas escogidas por la facultad para efectuar las prácticas. “Quisimos hacer otro camino, y desechar el más común que es el de acudir a iglesias, juzgados, Cáritas o ONGs. Este es un lugar distinto”, aseveran sin disimular su satisfacción, pese a tener que levantarse todos los sábados a las seis de la mañana para llegar hasta el lugar. Alina, toma la palabra.

—La verdad, la primera vez que vinimos nos fuimos todos muy contentos porque nos recibieron muy bien. No dijeron: —Uy, vienen los de la universidad… Hoy nos llaman los compañeros de la universidad. Nos incluyen en todas sus cosas. Dentro del equipo de la salita también nos tienen en cuenta, en algunas decisiones incluso. Por otra parte, poder venir acá, ver una asamblea y ver cómo ellos se organizan es muy fuerte. A mí personalmente me emociona mucho escuchar cosas como, por ejemplo, lo que decía hoy una señora que se había ido hasta la General Paz en bicicleta para cobrar ciento cincuenta pesos y que si tenía que ir a la Quiaca iba también, no sabía si iba a llegar pero que intentar lo iba a intentar porque ella tenía hambre. Y eso es muy fuerte. En la Universidad, esas cosas una las supone. Pero otra cosa es venir a verlo. Entonces es todo un compromiso para nosotros. Uno tiene la necesidad de preguntarse ¿para qué y para quién vamos a ser profesionales?

—Yo vine conociendo el movimiento —añade Corina— para ser parte también, no solamente a hacer las prácticas de la facultad. Y bueno, tratamos de serle útil a la gente además de aprender un montón con ellos. La verdad que es buenísimo trabajar porque la gente te recibe muy bien. Y ahí uno se da cuenta que tiene que prepararse profesionalmente para cambiar esta realidad.

—Una puede suponer las necesidades —señala Cecilia— pero digamos que de suponerlas a verlas hay una diferencia. Venir acá y ver cómo es el hambre y cómo ponen garra, en medio de un gran ocultamiento, para zafar de esta realidad, uno se replantea hasta la carrera. Y te sentís fortalecido por el apoyo que recibís de la gente del lugar, cada vez que venís. Más que de la facu, donde todavía miran con cierta indiferencia todo esto.

Pablo interviene en la conversación: “Uno se sorprende del tipo de organización que tienen acá. Cómo se van organizando. Porque, por ejemplo, yo soy de Morón y en la zona de Merlo no se pueden hacer asambleas. Y acá se organizan con muchísimo respeto, además. Entonces, me digo: esta gente tiene mucho para enseñarnos. Y es precisamente ese nivel de participación real que existe acá, el que enriquece nuestra práctica, que también es veraz. Porque, por ejemplo, a un compañero le tocó hacer un trabajo, para el taller de Trabajo Social, en San Isidro. Fue a una Fundación para chicos y no pudo ponerse en contacto con ningún chico ni con ningún padre. Y para un estudiante las prácticas así no son prácticas. Muestra que esas organizaciones son pura chapa. Esto, en cambio, es la vida”.


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