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Vicentin y la soberanía alimentaria: el ajedrez, el dominó y el fuego

por Jorge Brega

Escribe Juan Manuel Villulla

El fallido proyecto de expropiación de Vicentin –que tuvo finalmente su marcha atrás en los últimos días– tocó una fibra sensible en los verdaderos poderes de la Argentina, quienes supieron arrastrar tras de sí y movilizar a amplios sectores en defensa de la propiedad privada. El autor de este artículo subraya que es imposible la soberanía alimentaria sin una profunda revolución en las relaciones sociales y en el tipo de Estado.

El conflicto alrededor de Vicentin y su inscripción por parte de Alberto Fernández dentro del horizonte de la soberanía alimentaria, masificaron una discusión alrededor de un concepto que, si bien había crecido mucho, lo había hecho circunscripto a los nuevos movimientos agrarios, la academia progresista, núcleos definidos de la militancia popular, y los sectores más despiertos de la gestión pública. En efecto, la mención de la soberanía alimentaria en el discurso con el que el presidente presentó la intervención y el proyecto de expropiación de Vicentin, sonó a los oídos de estos sectores como un merecido e inesperado reconocimiento. Nadie sabía aún que todo iba a ser muchísimo más complejo.
Además de salir al cruce de la intervención y del proyecto de expropiación –desde ya–, sacerdotes mediáticos de la derecha liberal, como Héctor Huergo o Juan Carlos de Pablo, se tomaron el trabajo de taclear inmediatamente el concepto de soberanía alimentaria como tal. Buen síntoma. Pero un nuevo frente de batalla. Los viejos mercaderes de la justificación, que sostienen toda su estructura mental y sus ingresos no sólo en el statu quo como tal sino en la apasionante tarea de su defensa, no tardaron en intervenir con la tirria que sienten ante las novedades democratizantes. El poder de fuego de su reacción tuvo a favor la aparente sensatez de los argumentos apoyados en el suelo reconfortante de la ideología dominante, y el desconocimiento de la gran mayoría de la población sobre algo así como “la soberanía alimentaria”. Desconocimiento presente incluso entre quienes apoyaron a ciegas la consigna sólo por el hecho de venir de donde venía. Es decir, desde el establishment mediático se puso en marcha una reacción prematura y cerrada contra una bandera que no fue enarbolada como propia por buena parte del campo popular hasta que salió de los labios gruesos de Alberto Fernández. De modo que esta respuesta conservadora sorprendió con el caballo desensillado –en términos de argumentos– a muchos y muchas que, por sus convicciones, se aprestaban a enrolarse en la causa de la soberanía alimentaria intentando comprender, sobre la marcha, de qué se trataba la obra. Y así, curiosamente, la derecha ganaba de mano al gobierno en un debate lanzado por el propio gobierno.
“¿Por qué hablar de ‘soberanía alimentaria’ cuando la Argentina se autoabastece de todos los alimentos que consume y hasta tiene excedentes para exportar?” Podría agregarse: esta es una de las principales características del país, el rasgo saliente de su historia económica, social y cultural, y hasta su seña distintiva en el concierto de naciones que pueblan el capitalismo mundial. Buen punto. Porque es verdad y porque es mentira. Más allá de que existe entre los y las especialistas cierto debate alrededor de la verdadera capacidad de la producción agropecuaria para alimentar a toda la población del país, y no sólo a la parte de ella que puede comprar comida, así como sobre hasta dónde pueden computarse como alimentos bienes no inmediatamente consumibles por humanos –como los granos de las cosechas récord, nada más y nada menos–, lo cierto es que el problema del hambre en Argentina parece ser más de demanda que de oferta. Y, en cualquier caso, se trata de un país que tiene el privilegio de producir dentro de sus fronteras prácticamente todos los alimentos que consume, y que, de última, cuenta sobradamente con las condiciones humanas, técnicas y naturales para hacerlo. Es muchísimo.
Pero cuando hablamos de soberanía alimentaria, estamos hablando de otra cosa. Estamos hablando de si el control de esa producción y las condiciones de acceso a los alimentos es nacional, y si obedece o no a las necesidades de nuestro propio pueblo. En el caso de Argentina, que –como reconocimos aunque sea provisoriamente– se autoabastece de alimentos, ese debate es un poco más confuso que en países que no lo hacen y que por lo tanto tienen ante sí un desafío estratégico mayor, cuando no directamente imposible. Pero básicamente, la trampa puede ser resuelta en los mismos términos –porque está efectivamente planteada en los mismos términos–, que el famoso “autoabastecimiento petrolero” pregonado por Frondizi a comienzos de los años ’60. Ciertamente, por esos años se consiguió que todos los combustibles y derivados que necesitaba nuestra economía fueran extraídos y refinados dentro del territorio nacional. La trampa de ese logro residía en que el control de esa extracción y refinamiento del petróleo argentino estaba en gran medida en manos de monopolios extranjeros y, por lo tanto, la misma estaba adecuada a sus intereses en cuanto a los precios internos de la comercialización, permisos para la apropiación y remisión al exterior de ganancias, decisiones sobre métodos productivos y otros aspectos que hicieran de su función social un buen negocio.
Es esto lo que sucede con el sistema agroalimentario argentino. En rigor, no es literalmente “la Argentina” la que produce y comercializa alimentos dentro y fuera de su territorio, sino un segmento muy singular de propietarios privados. En los extremos –al inicio del proceso productivo vía provisión de insumos, financiamiento y maquinarias, y vía comercialización y procesamiento al final–, las cadenas de producción de valor agropecuario están dominadas por capitales extranjeros muy concentrados, incluso a escala global, mientras que en el centro de la cadena –en la fase rural de la producción propiamente dicha– nos encontramos con un universo amplísimo, complejo y abigarrado de sujetos y relaciones sociales, hegemonizado por los propietarios de grandes capitales y tierras. En el terreno socio-económico, la propiedad privada de todos esos capitales y esas tierras termina por separar a las mayorías populares de las condiciones de producción y comercialización de los alimentos que produce y no siempre consume, así como de la apropiación del valor que se vehiculiza en ese rubro de la producción. No hablemos ya de las opciones sobre los métodos productivos. El mundo agrario argentino no decide en asambleas de las que participen todos sus miembros qué produce, cómo produce ni para quién, ni mucho menos cómo se reparte lo producido. Tampoco invitan al conjunto de la sociedad argentina a hacerlo: por su propia dinámica, el conjunto del capitalismo criollo –dentro y fuera del agro– excluye del consumo de alimentos en cantidades y calidades saludables a millones de compatriotas desde hace décadas. De ahí que tal y como está formulado, el logro de la soberanía alimentaria implicaría reformas tan radicales en la sociedad argentina, de tanto alcance y profundidad, que en definitiva constituirían una verdadera revolución de nuestras relaciones sociales y por lo tanto de nuestro tipo de Estado. Aquí los roles cambian de lugar: la revolución, a la que se ha desterrado desde hace demasiado tiempo al territorio de la utopía, se transforma en el requisito práctico y realista de la soberanía alimentaria que, sin ella, deviene una utopía irrealizable, aunque suela ser presentada como lo contrario: una suerte de “atajo” lateral y práctico para cambiar algo sustancial ante la imposibilidad –o el rechazo pocas veces confesado– de una perspectiva revolucionaria para transformar este mundo inmundo.
Si esto es así, de lo que se trata es de encontrar la sucesión de pasos, articulaciones y experiencias que, aunque sea, nos acerquen a un nuevo tipo de revolución a la que, a diferencia de lo que se creyó durante buena parte del siglo XX, no se le conoce tan exactamente ni la fórmula, ni la fecha, ni los colores, aunque a veces la veamos dibujarse como en un mapa de puntos, sobre cada uno de los sufrimientos innecesarios a los que nos somete este orden injusto, sobre cada una de las soluciones que parecen al alcance de la mano pero que se nos escurren como agua, gobierno tras gobierno, entre resoluciones de jueces sin sangre, burócratas estúpidos, prósperos especuladores, operaciones de servicios, manipuladores de opinión, padres de familia, alambrados, policías, propietarios respetables y órdenes de más arriba.
Como parte de esos pasos, de esas experiencias y de esos debates tendientes a un cambio más profundo –y aún si así no fuera, apenas pensando en resolver necesidades acuciantes de corto plazo–, se comprende mejor por qué la expropiación de Vicentin significa un movimiento tan importante. Porque se propone avanzar aunque sea un metro en lo que hace al control nacional –en este caso mediado por el Estado– de un sector crítico del conjunto del sistema agroalimentario argentino. Porque más allá del resultado, el proceso Vicentin abrió un debate público masivo precisamente sobre algo tan estratégico como el control de la producción y comercialización de alimentos, sobre quién está sentado arriba de los dólares que faltan, sobre cómo se operan las exportaciones, sobre quiénes y cómo usan los ríos, sobre el origen y el destino de las ganancias empresarias, y claro que sí: sobre la propiedad privada. Vicentin es sólo un paso, entre tantos más que necesitaríamos para lograr la soberanía alimentaria. Pero ha resultado –acaso sin proponérselo– un paso adelante en muchos otros debates que abarcan y superan a Vicentin. Y no causalmente ha sido un paso tan resistido por los poderes reales de la Argentina contemporánea, que acaso intuyan con más alcance que el propio presidente el significado de un movimiento como este en el conjunto de su tablero a más largo plazo. En una palabra, temen que lo que comenzó como un juego de ajedrez, termine generando un efecto dominó.

Juan Manuel Villulla es Sociólogo (UNLP). Doctor en Historia (UBA). Investigador del CONICET y docente de la UBA y la UNLA.

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