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Actualidad y significación del artiguismo

por La Marea
Por Eduardo Azcuy Ameghino
(N° 17)
Una polémica sobre la valoración histórica de Artigas y la relación activa entre el pasado y el presente
El historiador argentino Eduardo Azcuy Ameghino participó en las jornadas “Nuevas miradas y debates actuales en torno al artiguismo”, realizadas en la Universidad de la República, en Montevideo, el año 2000. Allí cuestionó a cierta “ingeniería historiográfica” que, disfrazada a menudo de pensamiento crítico, niega –en tanto no la puede desvirtuar– la gesta artiguista como parte de nuestra tradición histórica. Señaló que esta línea conduce al eclecticismo teórico y al desánimo, al ser incapaz de vincular las luchas del pasado como “fondeadero” del presente.
“Mi interés no es otro que el de la causa; si es injusta en sus principios no debió usted haberla adoptado”. Artigas a Ramírez, 1820
A 150 años de la muerte de Artigas mi primera reflexión será para el lugar y el momento en el que lo recordamos. Es decir, para el mundo del año 2000: el de la intervención imperialista en Irak, el bombardeo a Belgrado, la masacre del pueblo checheno… El de la América Latina de la deuda externa, la Sudamérica del Mercosur, la Argentina de las reformas estructurales, el Uruguay de …. “Los opresores, no por su patria, sólo por serlo, forman el objeto de nuestro odio”, señaló alguna vez el caudillo respecto a los enemigos de la libertad y la soberanía particular de los pueblos. Y me pregunto, en esta época de pregonada “globalización”, ¿existen los opresores? ¿Es bueno tener la capacidad de odiarlos y de transformar el odio en acción reparadora? ¿Existe el enemigo?
Según datos del Banco Mundial, en la actualidad la mitad de la humanidad vive con menos de dos dólares diarios; el ingreso promedio en los veinte países más ricos es 37 veces mayor que en las 20 naciones más pobres; 1.200 millones de personas subsisten con menos de un dólar diario; en los países pobres un 50% de los niños sufre de desnutrición y una quinta parte muere antes de los cinco años.
Crecen pues la desigualdad, la miseria, la injusticia y la exclusión; incentivadas por la explotación nacional y social de la mayoría de los pueblos del mundo. Repsol-YPF acaba de declarar ganancias anuales por mil millones, las empresas telefónicas privatizadas en Argentina han arrojado cada una beneficios anuales próximos a los 200 millones de dólares; las cadenas de supermercados extranjeros facturan cada doce meses el equivalente a 30 millones de vacunos; en mi país los senadores venden sus votos al mejor postor…
Cuando a comienzos de los ‘70 muchos pueblos del planeta -y también los rioplatenses- procuraban orientarse por consignas tales como transformar el mundo, cambiar la vida, terminar con la explotación del hombre por el hombre y de unos países por otros, Artigas era, según recuerdo, un ejemplo incorruptible y un motor inmóvil.
Sin embargo, como parte de los cambios ocurridos internacionalmente en las relaciones de fuerzas entre los oprimidos y sus opresores, expresados en nuestro caso mediante la acción de golpes de Estado represivos y fascistas como no se conocían hasta entonces en Latinoamérica, se impuso el cierre violento del ciclo de rebeldía política y lucha social abierto en los ’60.
Estos efectos reaccionarios, inmediatos y mediatos, que condicionaron fuertemente las calidades y posibilidades de las posteriores transiciones democráticas, fueron enseguida reforzados por la derrota de experiencias revolucionarias que involucraban a cientos de millones de personas, cuyo hito culminante sería la restauración del capitalismo en China en 1976.
Ultimamente, la caída del muro de Berlín y el triunfo de las fuerzas del capitalismo de mercado por sobre las del capitalismo de Estado -encarnadas hacia fines de los ’80 fundamentalmente por la URSS y los países del Este-, facilitaron la unificación del mercado mundial y la creación de un nuevo e inédito momento en las relaciones entre las grandes potencias, entre el Norte y el Sur y entre las diversas clases sociales.
En este contexto surgieron distintas teorías y discursos apologéticos para dar cuenta del nuevo estado de cosas: el “pensamiento único”, el “fin de la historia”, el “fin de las ideologías” y, la más exitosa, la “globalización”.
Ahora bien, el Artigas que simbólicamente acompañaba las luchas por independencia, soberanía y justicia en los ’70 –y que así, o funcionalmente con ello, era retratado por la mayoría de los historiadores y publicistas que escribieron por entonces-, ¿qué lugar ocuparía en los ’90? ¿Qué historia para qué presente?
¿Diremos los historiadores en relación a Artigas algo más que aquello que viene impuesto o determinado o insinuado o condicionado –o como se quiera significar- por los humores intelectuales, políticos e ideológicos propios del estado actual de la correlación de fuerzas que vincula a los pueblos con sus opresores? ¿Habrá finalmente un Artigas flexible y conciliador, que ajuste los principios al posibilismo pusilánime de la política rioplatense del fin de siglo? ¿O deberá caerse críticamente sobre Artigas al no poder hacerlo traicionarse en ausencia de elementos de juicio aptos para tal ingeniería historiográfica?
Dejando estas preguntas planteadas, que aluden a las relaciones activas y contradictorias que existen entre el pasado y el presente, quisiera referirme ahora a dos o tres de los nudos que considero esenciales en el pensamiento y la práctica de Artigas, por los cuales alcanzó la máxima estatura histórica y el afecto incondicional de los pueblos de entonces y de después. Y quiero hacerlo, si me lo permiten, como historiador “argentino”.
Artigas en la historia argentina
En un tiempo que Argentina y Uruguay distaban de existir, y donde provincias y pueblos apenas atisbaban confusamente los futuros caminos nacionales, es preciso señalar, en primer lugar, que Artigas fue, de hecho, el dirigente que expresó, continuó y profundizó el cauce político abierto inicialmente por la corriente democrática de Mayo liderada por Mariano Moreno y Juan José Castelli, cuyas orientaciones generales quedaron plasmadas en el Plan Revolucionario de Operaciones “para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia”.
Muchas confusiones, maliciosidades políticas, presiones nacionalistas e ingenierías historiográficas fueron necesarias para nublar este hecho fundacional. Así, del lado oriental podría señalar cierta falta de entusiasmo e interés por reconocer la significación precursora de Mayo de 1810, y por deslindar en el seno de la dirigencia patriota de la primera hora entre aquellos que en lo fundamental se conformaron con heredar el sistema colonial -definiendo así una perspectiva continuista a la que acertadamente Barran y Nahun le atribuyeron el lema “revolución sí, pero hasta cierto punto”-; y aquellos otros, como los nombrados, que procuraron acompañar la lucha independentista con diversas inciativas orientadas a la democratización y reforma del régimen instaurado por España.
Por otra parte, al no avanzar en esta dirección interpretativa, se facilitó que la historia oficial argentina procediera a consagrar la continuidad política entre Moreno y Rivadavia –subordinando el primero al segundo-, lo cual significó enseguida un nuevo obstáculo para la propia elaboración oriental, algunas de cuyas líneas de investigación hallaron en aquella interpretación bonaerense la confirmación de sus propias tendencias a separar a Artigas de Mayo, toda vez que resulta innegable la ninguna conexión entre Rivadavia y los sectores más democráticos de la dirigencia patriota.
Romper ese desencuentro entre el Moreno al que sus enemigos acusarían en la prensa de Buenos Aires de querer instalar “una furiosa democracia”, y el Artigas al que le achacarían “que los derechos más queridos del hombre en sociedad estaban a merced del despotismo y la anarquía”, resulta aún hoy una tarea inacabada cuya ejecución redundará en el fortalecimiento de los fondeaderos que brinda el pasado a quienes en el presente continúan luchando por la independencia, la democracia y la unidad de los países rioplatenses.
Solemos decir, y no sin razón, que la historia la escriben los que ganan. Una demostración cabal de dicho aserto es la expulsión de Artigas de la historia argentina, a la que ha ido regresando, de modo lento y silencioso, recién en las últimas décadas, y sin serle aún reconocida toda su tremenda significación como personaje central de nuestro pasado.
Los que ganaron la guerra civil y fundaron la nación argentina dependiente y oligárquica de fines del siglo XIX fueron los que sentaron las bases historiográficas del país. Así, Bartolomé Mitre pudo escribirle a Vicente Fidel López, quizá los dos historiadores más importantes de su época, que “los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones por los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quien hemos enterrado históricamente”.
Poco después, desde otra matriz historiográfica, también algunas líneas del revisionismo histórico denostaron a Artigas y su “pretendida federación, en la que no cabían más que él y su sangriento despotismo”; procurando en otros casos usar la figura del líder oriental como presunto precursor y antecedente de caudillos centralistas y reaccionarios, y especialmente de Rosas.
Igualmente es necesario, y por qué no doloroso, señalar que en nombre del marxismo se desarrolló un pensamiento liberal de izquierda, que al plantear que Rivadavia (el mismo del juicio a Castelli por postular la independencia, del Tratado de Pacificación de 1811, y de la amonestación a Belgrano por levantar la bandera azul y blanca) era el principal continuador de Moreno, confluyó con la historia oficial en oscurecer el papel democrático-revolucionario de Artigas, al que finalmente –aunque con delicadeza, para no colisionar con la izquierda uruguaya- acabaría responsabilizándolo de dividir el frente antiespañol al plantear la necesidad de la lucha antiportuguesa, obstinado no sólo en alcanzar “la independencia uruguaya sino en lograr la hegemonía litoral y extenderse sobre el centro del territorio argentino”.
Al contrario de todas estas interpretaciones, y teniendo en cuenta –como señaló Lucía Sala- que “mitristas y revisionistas aplauden en esencia el fracaso de la Revolución de Mayo”, la reposición del papel decisivo de Artigas en la historia argentina del período de la revolución y las guerras anticoloniales y civiles hace que ésta recupere la totalidad de sus sentidos y contenidos, colocando bajo una nueva luz a los hechos y sus protagonistas: Artigas no fue un dirigente más, sino que, en su calidad de conductor de “los pueblos libres”, se transformó desde 1814 en el jefe indiscutido de la oposición al Directorio porteño, continuando y recreando en el escenario rioplatense la presencia de la corriente democrática -que había sido eliminada entre fines de 1810 y principios de 1811 con las derrotas de Moreno y Castelli-, a la que dotó de un nuevo programa político condensado en las “Instrucciones de los diputados orientales a la Asamblea Constituyente”.
La sola enunciación de sus puntos principales –independencia y federalismo- lo llevó a enfrentar a los conciliadores y acomodaticios instalados a la sombra de la política británica para la región, potencia que mediante la palabra de su representante en Río de Janeiro había advertido, ya en 1810, que “un intento prematuro de esas colonias de declararse independientes” les haría perder la protección y la amistad de Inglaterra.
Largamente precursor de la independencia declarada en 1816, Artigas contribuyó al proceso que, en distintas medidas y momentos, permitió recuperar la soberanía popular, darse vida política, gobierno inmediato, y unirse en un liga ofensiva y defensiva, a los pueblos y provincias de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones, Córdoba y la Banda Oriental; y en su calidad de Protector de los Pueblos Libres fue el conductor del único proyecto político eficazmente alternativo al poder directorial, a cuya sombra medraba la aristocracia terrateniente y mercantil de Buenos Aires.
En este sentido, como he señalado en mis trabajos, la reinstalación de Artigas en el interior de la historia argentina implica un cambio de fondo en la evaluación de la época y sus actores. Para comprender cabalmente esta afirmación es necesario tener presente que, en presencia de Artigas, todo el espectro político se desplaza (si se me permite la terminología) indudablemente hacia la derecha, dado que su programa independentista, confederal y democrático, se instala sólidamente en la franja izquierda de la política del momento.
Así, en 1813, todo el contenido que habitualmente damos los argentinos a la Asamblea General Constituyente queda trastocado al reconocerse que el artiguismo le proporcionaba al evento una definición que hubiera anticipado en tres años la declaración de 1816; y al reconocer también que algunos dirigentes que han sido propuestos como imagen del progresismo –asociados a algunos usos formales de la revolución francesa y a unas pocas resoluciones tibiamente reformistas y parciales-, resultan en realidad actores políticos concurrentes a la frustración de la declaración inmediata de la independencia de las provincias y pueblos rioplatenses.
Todos los hechos, sin excepción, deben reinterpretarse, desde el Congreso de Tucumán, al que Artigas le recordaría que “hace más de un año que la Banda Oriental enarboló su pabellón tricolor y juró su independencia”; hasta las actitudes ahora unilateralmente anticolonialistas del Directorio, que si bien prestó ayuda a la empresa guerrera de San Martín dirigida contra el cuartel central español de Lima, se apartó conscientemente del compromiso de enfrentar a la invasión portuguesa, ignorando la presencia de un segundo cuartel central colonialista situado en Río de Janeiro. De hecho los dirigentes que expresaron entre 1816 y 1820 distintos matices de la perspectiva política de la aristocracia porteña, prefirieron conscientemente –y así actuaron- la vecindad de los portugueses a la de Artigas.
El ciclo social de Artigas
Otro aspecto de la figura de Artigas que ha sido insuficientemente enfatizado, y que creo oportuno señalar en este aniversario, es el itinerario social del líder oriental, mediante el cual un nieto de fundadores de Montevideo, un hombre surgido del seno de los sectores propietarios, un caudillo que desde comienzos de 1811 se había convertido en la esperanza de los hacendados y terratenientes rebelados contra el poder español, se iría transformando progresivamente en la voz y la expresión de los más miserables y desheredados habitantes del medio rural, proceso que culminaría exitosamente -valga la lacerante paradoja- en los últimos combates y en las derrotas posteriores a Tacuarembó.
Este viaje artiguista del hierro al oro, como seguramente diría Marechal, es, más allá del proyecto político democrático que reivindicamos y de la avanzada programática social del reglamento de tierras, uno de los más bellos y conmovedores rasgos de la figura del líder oriental. ¡Qué pocos dirigentes de su época y posición, si es que alguno, lograron tamaña conversión!
Es indudable que ya de inicio Artigas poseía rasgos que anticipaban en alguna pequeña medida lo que ocurriría luego: sus años de Pepe Artigas, contrabandista y rebelde a las pautas del orden colonial; su intimidad con el gaucherío y los pobres de la campaña -que no se interrumpiría en los tiempos de blandengue-; su posición social subestimada por el patriciado oriental, como se encargó de señalarlo oportunamente Viana; y también la firmeza inclaudicable con que defendía la necesidad de llevar adelante las tareas revolucionarias.
Fue especialmente esta última cualidad la que resultaría la llave maestra de su itinerario social, y del pasaje de una perspectiva terrateniente a otra definitivamente campesina, en tanto no se trató de algo premeditado, ni planificado, ni posiblemente siquiera imaginado por el Artigas de Las Piedras o, incluso, por el del Congreso de Abril, aun cuando es seguro que ya por entonces comenzaba a percibir quienes serían los soldados y patriotas a los que finalmente los honraría “la bizarría de luchar por un vencido”.
Artigas mide y lo van midiendo: desde la “admirable alarma”, en la “redota”, en el campamento del Ayuí, en las Tres Cruces, en Capilla Maciel, en la “marcha secreta”, en el gobierno oriental de 1815, en la gestión del reglamento de tierras, en las relaciones con el cabildo de Montevideo, con los indios, con los más infelices, con los hacendados de figuración, con los gobiernos de los pueblos de la Liga, con los jerarcas de Buenos Aires.
Artigas mide y lo van midiendo: los de afuera y los de adentro, los de arriba y los de abajo, a unos y a otros. Se trata de percepciones radicales, profundas, pues en la gesta artiguista todos son momentos de definición, de compromiso, de lucha y sacrificio. Momentos ideales para poner a prueba la constancia, la fidelidad a la causa y a los principios proclamados por la revolución oriental.
Y los resultados que comienza a arrojar la medición van abriendo un abismo, y al mismo tiempo tendiendo un puente: ni Artigas encuentra aquella constancia y dedicación en la elite tendero pastoril, ni ésta halla en la firmeza doctrinaria y política de Artigas la más mínima garantía de respeto y acatamiento a su perspectiva sectorial. Mientras tanto, el campesinado y las peonadas, los criollos pobres, los indios, los mestizos, las castas postergadas, los gauchos, comprueban diariamente, con recelo al principio, que ese líder que vive frugalmente y comparte la experiencia cotidiana de su pueblo reunido y armado, no es igual a los jefes que han conocido y padecido desde el inicio del coloniaje.
No es exactamente uno de ellos, y sin embargo no los utiliza de tropa de maniobra al servicio de los intereses de los poderosos, sino que, al contrario, enfatiza que “ninguno de mis soldados es forzado, todos son voluntarios y decididos por sostener su libertad y derechos”. Ese líder, que los sorprende una y otra vez, lucha por el triunfo del “sistema” y el progreso de “la provincia”, objetivos que se constituyen en los parámetros básicos por los cuales juzga a los orientales que de una u otra forma lo acompañan. Artigas mide y lo miden, los de arriba y los de abajo. Hasta que llega el momento de la prueba decisiva, cuando en agosto de 1816 miles de soldados portugueses, veteranos de las guerras europeas, en cumplimiento del viejo sueño de la corte lusitana, invaden la tierra oriental con la miserable complicidad del Directorio y los grupos dirigentes de Buenos Aires que desde entonces harán recrudecer sus incursiones militares sobre el flanco occidental de la Liga, contribuyendo a neutralizar la concentración de sus esfuerzos en el rechazo a los invasores.
Cuando a fines de enero de 1817 la dirigencia montevideana entrega la ciudad al general Lecor, el abismo entre Artigas y la elite terrateniente-mercantil se hace absoluto, aun cuando todavía restaban defecciones y traiciones tanto o más dolorosas.
Pero también el puente estaba definitivamente construido: los más oprimidos, los más humildes, los más sufridos, los soldados del máximo heroísmo, lucharían ya hasta el final codo a codo con aquel jefe que les ofrecía al fin un lugar, digno, en el mundo que se aspiraba a construir. Dicho puente, por el que transitó Artigas el tramo final de su viaje social, fue al fin la garantía de que no hubiera una pizca de error en el llamado del caudillo a defender la patria: “El enemigo no extenderá su dominación sino sobre nuestra sangre”.
En suma, la combinación del mantenimiento inquebrantable de una doctrina, y de las actitudes políticas que la expresaban, con las dificultades –verdaderos trabajos de Hércules- que debió afrontar para su plasmación práctica, resultaron una escuela política y social, donde Artigas, la elite oriental y los pueblos aprendieron en la vida cotidiana, en la austeridad de los hechos, qué ofrecía y qué reclamaba cada parte.
Al respecto, sintetizando lo aprendido, Artigas afirmaría: “Yo siento muy buenos los paisanos y este es mi mayor consuelo”. Y también comprendería mejor la inevitabilidad de ciertas deserciones y las traiciones que coronaron la conducta claudicante de muchos orientales; mientras que él mismo, como señaló Anaya, separó de sus filas a “muchos hombres decentes, de quienes había tocado el poco interés en arrostrar una guerra sin recursos”.
Los últimos combates con el invasor portugués, y luego con el infiel Ramírez, así como la marcha hacia el Paraguay, mostrarían como, en la derrota, el caudillo oriental culminaba exitosamente el que -a mi juicio- resultó su mérito mayor: haber logrado unir la perspectiva de la patria con la de los pueblos, y dentro de ellos, con los más desgraciados.
Actualidad del artiguismo
Para cerrar esta exposición, quisiera agregar unas breves consideraciones finales, sin duda tan polémicas como necesarias.
En primer lugar, preguntarme y preguntarles si continuaremos procurando estar a la altura de Artigas, con todo lo que ello implica en tanto defensa de ideales independentistas y libertarios, persistencia en la lucha y sacrificio cotidiano; o si contrariamente, como nos seduce y nos induce y nos empuja el momento actual de la correlación de fuerzas entre los pueblos y sus opresores, y el desánimo y el eclecticismo disfrazados de pensamiento crítico, pondremos a Artigas a nuestra altura, reduciendo su estatura y vaciando su contenido nacional y popular, revolucionario y combativo, en aras de adaptarnos y acomodarnos al orden establecido por los poderosos.
En segundo término, es preciso ratificar que la gesta artiguista es parte de nuestra mejor tradición histórica, y como tal un fondeadero seguro para las luchas del presente. Y sin embargo, al mismo tiempo, el pasado –ese mismo pasado que puede potenciar nuestra rebeldía y la construcción de un futuro diferente- se constituye en un espacio duramente disputado. Nada está dicho definitivamente. Artigas estuvo enterrado históricamente durante décadas en el Uruguay y aún más en Argentina. La lucha por el pasado, como parte de conflictos entonces actuales, fue el motor de su rescate y reposicionamiento. Y no ha acabado, ni acabará en el futuro. Cada nuevo momento, cada movimiento trascendente que se produce en los tableros del poder y las relaciones de fuerzas locales e internacionales impulsa relecturas y readecuaciones de la historia, en tanto los vínculos activos entre lo ocurrido y lo que ocurre y ocurrirá son mecanismos que valen para todas las clases e intereses que conviven contradictoriamente en las diferentes sociedades.
Por eso, enfrentando a los críticos de lo que algunos han denominado “el mito Artigas”, la lucha por una determinada visión del pasado exige mantener firmes los valores de independencia y democracia que encarnó y defendió el líder oriental.
Al mismo tiempo, esta actitud de disputa por el Artigas que entendemos el real y el verdadero, no debe soslayar, sino todo lo contrario, ni la investigación renovada ni el debate crítico permanente. Tampoco sumaría en este caso ocultar partes oscuras, aunque pequeñas y secundarias en relación al todo, del accionar artiguista, como podrían haberlo sido algunas negociaciones diplomáticas en la frontera norte, cierta debilidad de la postura antiesclavista o los aspectos cuestionables del propio reglamento de tierras. Y así como negar elementos de la realidad es al fin una actitud contrarrevolucionaria, tampoco ayuda el embellecimiento acrítico y la exageración más allá del énfasis necesario. Sobre estas coordenadas entiendo que estaremos en las mejores condiciones para mantener una actitud científica y al mismo tiempo de alto compromiso con las tareas –muchas de ellas dejadas inconclusas por el artiguismo- que los pueblos rioplatenses continúan planteándose como condición para alcanzar, como pedía el caudillo, su felicidad, y si no ya la de la provincia, la de cada una de nuestras naciones.
En tercer lugar, y aquí voy a reiterar algo que escribí recientemente en Brecha, quisiera dirigir la crítica contra las tesis, actualmente vigorosas, acerca de una pretendida inviabilidad histórica del artiguismo. Porque, ¿qué significa afirmar que el artiguismo no fue históricamente viable? Descartando su derrota, que sólo indica una determinada correlación de fuerzas, una mayor concentración de poder de fuego enemigo en un momento concreto, ¿se supone que los objetivos en pos de los que luchó Artigas eran objetivos inviables? ¿Acaso lo era resistir a la invasión extranjera? ¿O lo era la soberanía particular de los pueblos? Artigas no eligió que los portugueses invadieran la Banda Oriental, ni que los porteños pretendieran imponerle su hegemonía. Pero sí eligió resistir y luchar. Esa fue una actitud política correcta, y también una rígida, inflexible y bella posición de principios.
En este sentido, en el que no puedo soslayar señalar las analogías que encuentro con otro caso entrañable como el del Che, aquello que ahora en muchos casos se presenta como ejemplo de una supuesta intransigencia, rigidez impolítica y dogmatismo de Artigas, ayer nomás era la representación de sus valores paradigmáticos: luchar en dos frentes de ser preciso, no negociar la doctrina por la ayuda condicionada del Directorio, persistir hasta el final en la lucha aun sabiendo que probablemente se pierda…
Más allá de los enemigos, que por serlo solo merecen nuestro odio, a los que ahora, azuzados por las dificultades que la época impone a los pueblos, critican las posturas revolucionarias y acaban conciliando y adaptándose, creo que les caben en plenitud las palabras que Artigas dirigiera, también en circunstancias apuradas, a los delegados Durán y Giró: “Es preciso suponer a vuestra señoría extranjero en la historia de nuestros sucesos, o creerlo menos interesado en conservar lo sagrado de nuestros derechos para suscribirse a unos pactos que envilecen el mérito de nuestra justicia y cubren de ignominia la sangre de sus defensores”. Efectivamente, hoy como ayer, el mandato artiguista no consiste en hacer simplemente lo posible, sino en hacer posible lo necesario.
En cuarto y último término quisiera proponerles, como el mejor homenaje al viejo líder oriental, que procuremos liberar a Artigas de las aulas y de los historiadores profesionales, porque -como señala Chesneaux- “el pasado es a la vez un fondeadero y un lazo, porque es ante todo un derecho. No corresponde a unas minorías intelectuales o a unas minorías militantes hacer la selección, por sí solas, lejos del sentido común popular y de la reflexión colectiva… El derecho a la memoria colectiva significa el derecho a definir en el pasado lo que pesa y lo que ayuda”.
Con un poco de sana envidia, les digo, que si bien Artigas nos pertenece a todos los rioplatenses, son ustedes, los orientales, sus principales herederos y albaceas del patrimonio histórico nacional, democrático y revolucionario de su doctrina. Quiera Dios que podamos estar a la altura del compromiso.

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