Home Notas Las «fake news» sobre ciencia son un problema político

Las «fake news» sobre ciencia son un problema político

por Silvia Nassif

Escribe María Victoria Ennis 

Con la pandemia de COVID19 se multiplicaron las noticias falsas sobre asuntos científicos. En este artículo, la autora analiza en profundidad la problemática y explica que el fenómeno debe ser entendido como parte de la política.


No existe un consenso uniforme acerca de la definición de fake news. Algunas autoras prefieren hablar de desinformación, reservando el término de fake news para las mentiras creadas intencionalmente con el fin de dañar a alguien. Si bien en el periodismo existen como operaciones mediáticas, también hay desinformaciones sin intención o sin “real malicia”, tal como la entiende la doctrina del derecho argentino tomada de la estadounidense que puede resumirse en la difusión de información falsa y dañina a sabiendas de que lo es “o con una gran despreocupación acerca de su verdad o falsedad”1. Es decir, que si la persona no sabe que lo que está diciendo o difundiendo es falso, está exceptuada de percibir algún tipo de condena penal o civil. Eso es lo que muchas veces ocurre en la actividad periodística, producto de las rutinas propias del oficio que priorizan la velocidad por sobre la calidad. El problema es la reacción posterior. Una vez que esa información fue desmentida o chequeada, no se publica con igual dimensión su rectificación (o directamente no se publica nada), por lo que la reparación del daño queda sin efecto.

Asumiendo que el periodismo es una profesión cuyo desempeño se presume a cargo de profesionales, podemos pensar que aunque no haya siempre “real malicia”, habrá al menos negligencia: esa “despreocupación” acerca de la verdad o falsedad de lo que se está diciendo. Por eso, es razonable asumir que todas las desinformaciones mediáticas son fake news. En algunos casos, se sabe y se elige a quién dañar. En otros, se deja librado a la suerte.

Pero, ¿qué son las fake news? Se puede resumir que son noticias falsas. Si bien no hay un consenso, como dije, asumo ese sentido a favor de la popularización del conocimiento dado que ese término se expandió ya lo suficiente como para formar parte del vocabulario popular.

El término es muy nuevo y a eso se debe la falta de consenso académico en torno a su definición. Surgió en 2016 en las elecciones de Estados Unidos que dejaron al ultraderechista Donald Trump como presidente del país más dominante del mundo, tras una campaña agresiva repleta de informaciones falsas en redes sociales, principalmente.

Aunque el término tiene apenas cinco años, el fenómeno en sí no es nuevo. Las mentiras con formato de noticia existieron siempre, el problema ahora es que las redes sociales maximizan su alcance y lo aceleran. Hacen que los engaños lleguen a todo el mundo en pocos segundos.

Aparecen conceptos nuevos: infodemia, desinformación y malinformación. ¿Es todo lo mismo?

La Organización Mundial de Salud se dio cuenta de la gravedad de este problema y decidió acuñar el término “infodemia” para llamar la atención sobre el exceso de información (buena y mala) que abruma, confunde y genera dificultades para distinguir la información valiosa de la innecesaria. Esto es crucial en una crisis sanitaria en la que hay acatar medidas de cuidado y adaptarse a las novedades científicas que surgen a diario y que reajustan las recomendaciones oficiales.

En este gráfico puede verse la cadena de ‘contagio’ de una información falsa y las diversas oportunidades que tenemos (pero no cumplimos) de cortar esa transmisión. Fuente: OMS

No solo la OMS entendió que esto era un problema del que debían ocuparse sino también otras instituciones relevantes del mundo como la Organización Panamericana de la Salud, la Organización de las Naciones Unidas y científicos de todo el globo quienes dedicaron varios informes y advertencias sobre este asunto.

Dentro de la nube tóxica de la infodemia está la desinformación, que es la información intencionalmente falsa. Según la RAE, es “dar información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines”. Es decir, la mentira lisa y llana.

En inglés, la OMS habla de disinformation como algo diferente a la misinformation. Es decir, confirman que cuando hay intención hablamos de “desinformación”.

Dentro de esta categoría entrarían los discursos de odio, las hate news, como las denomina el Doctor en Ciencias Sociales y en Filosofía, Ezequiel Ipar (CONICET). Y cuando no hay intención (por error, incomprensión o mala praxis periodística) hablamos de misinformation, que podría traducirse como “malinformar”.

La diferencia con las fakes news es que éstas son propias de los medios de comunicación. Cuando el periodismo “malinforma” (sin intención) es porque no hace bien su trabajo: no chequea, prioriza la velocidad de publicación por sobre la calidad, no consulta fuentes expertas, no sabe distinguir cuáles son esas fuentes expertas, publica investigaciones científicas que todavía no fueron validadas o malinterpretan datos. Es decir, informan mal. Cuando, por el contrario, elijen publicar una noticia sabiendo que no chequearon, no consultaron las fuentes adecuadas, o bien lo hacen manipulando datos para mostrar sólo un aspecto de un problema, están desinformando. La diferencia, entonces, es torpeza o maldad.

Pero como informar es una responsabilidad que implica hacer bien nuestro trabajo y reconocer públicamente cuando nos equivocamos (algo que el periodismo no hace), se considera que prácticamente todas las fake news que aparecen en los medios masivos de comunicación, son desinformaciones.

Según un estudio del Instituto Reuters, de Oxford, en el primer mes de pandemia un 45% de los argentinos dijo que vio mucha cantidad de información falsa o inexacta en Whatsapp y un 43% dijo lo mismo acerca de las redes sociales, como Facebook y Twitter. Fuente: Chequeado.com

Una investigación española de mayo de 20202 reveló que más del 89% de los “bulos” (como le llaman a la información falsa) provenía de las redes sociales y que muchas veces esas mentiras se difundían por varias plataformas, incluyendo a los medios de comunicación tradicionales. Ese contagio también lo vemos desde el equipo de Ciencia Anti Fake News con el que ya llevamos más de 200 enunciados chequeados en Argentina: más del 60% de las informaciones falsas provienen de las redes sociales (Whatsapp y Facebook principalmente) y más del 28% de los diarios digitales, según las fuentes señaladas por nuestros seguidores (casi 30.000 en Instagram, 23.900 en Twitter y 5.800 en Facebook). De modo que es difícil circunscribir el problema a una única vía de comunicación. Las rutinas periodísticas incluyen la consulta de las redes sociales como fuentes de información, por lo que una fake que apareció en una aplicación o plataforma online, puede terminar en el diario impreso, la radio o la televisión.

El estudio español “Desinformación en tiempos de pandemia: tipología de los bulos sobre la Covid-19” muestra la procedencia de los bulos (noticias falsas) y los temas más afectados. Fuente: Estudio citado

Si ponemos el foco en las fake de ciencia y salud, que son mayoría en esta pandemia, se ve que más del 30% de ellas están directamente relacionadas con la ciencia. En particular, con el origen del coronavirus, la letalidad del virus, falsos tratamientos y mentiras sobre las vacunas.

También es notable el formato en el que circulan. La mayoría de las fake se esparcen en formato de texto; en segundo lugar se usan las fotos y en tercer lugar los videos. El triunfo de la mentira escrita se debe a que es un formato fácil de pasar por Whatsapp y adaptable a otras plataformas. Los y las periodistas muchas veces construimos las noticias radiales, televisivas o digitales basándonos en algo que leímos.

Pero, ¿cómo hacen para engañarnos tanto?

Corrompen la herramienta que el periodismo tomó de la ciencia: la evidencia. Las evidencias para el periodismo son los hechos, las fuentes y los datos. Con ellos, construimos la noticia. Las fake falsean fuentes y datos. Los estudios muestran que la enorme mayoría de las noticias falsas tiene fuentes anónimas (no se pueden comprobar) o fuentes suplantadas (inventan que alguien dijo algo que, en realidad, no dijo). Y comprometen, por ejemplo, a un organismo de gobierno o a una empresa.

La desinformación busca dañar la reputación o credibilidad de alguien. Pero ¿qué pasa cuando ese “alguien” es la ciencia? ¿Cómo afecta a la sociedad en una crisis sanitaria global como la del coronavirus?

Las fake y la desinformación en pandemia están dañando el método que mejor hemos inventando como humanidad para establecer certezas basadas en evidencias. Es decir, sabemos que algo es cierto porque hay evidencias de eso: lo más parecido a la verdad que conocemos, aunque sea transitoria. Más que verdades, la ciencia nos ofrece un método para saber qué es verdad hoy, ahora, con lo que se sabe. A sabiendas de que mañana, cuando se descubra algo más, esa “verdad” se corregirá, se mejorará o se descartará si es necesario, porque la idea es priorizar siempre la evidencia y la concordancia o coherencia lógica.

Hay que reconocer, sin embargo, lo que señala el biólogo y filósofo investigador de CONICET Guillermo Folguera: que este problema tiene que ver con una falencia de la institución científica.3 A más de un año de la pandemia, no se ofrecen respuestas claras sobre el origen. Se sabe, por las evidencias, lo que no es: no se originó en un laboratorio. Pero no sabe, o no se asume, lo que efectivamente es. Los organismos que declaran la pandemia, y que reúnen a los mayores expertos y expertas del mundo, no admiten públicamente que la pandemia es consecuencia, por ejemplo, del modo de producción a gran escala, como sí advierten varios científicos y científicas de CONICET y del mundo, aunque no lo hacen unidos como comunidad científica. No aparecen a la vista estrategias concretas destinadas a mitigar esa presunta causa de las sucesivas pandemias. Ahí radica la desconfianza que sirve de caldo de cultivo para todo tipo de teorías conspirativas de las que se sirven los y las desinformadores y operadores político-mediáticos.

La fertilidad de esas ideas se sustenta en una dificultad para comprender el funcionamiento del método científico en general. Las correcciones son vistas como mentiras y las mentiras como verdades ocultas. Es que la divulgación y la ciencia se han presentado todo el siglo XX como la dueña de la verdad, aprovechando la legitimidad que da ese omnisciente lugar de poder.

Porque por “verdad” en general se entiende una certeza inmutable e incuestionable. Característica que no tiene nada que ver con cómo funciona la ciencia, donde todo el tiempo se están buscando nuevas evidencias, cuestionando y reformulando teorías, por más “exitosas” que hayan sido.

En este contexto, se ve como una herejía que la OMS dijera en marzo de 2020 que el barbijo no era necesario, y que dos o tres meses después lo recomendaran a todo el mundo.

Sin embargo si pudiésemos comprender que la duda es la esencia de la ciencia, deberíamos sentir más confianza cada vez que somos testigos de una rectificación. Porque quiere decir que ante la nueva evidencia, se corrige la postura. No hay necedad.

Deducir, investigar, descubrir, corregir y volver a deducir es el famoso ensayo y error. Razonamientos basados en evidencias. Eso es la ciencia. Cuando se espera de ella verdades, se espera algo que no puede ofrecer. La ciencia solo ofrece un método. Falible, pero el mejor que conocemos.

Pero de nuevo: si es el mejor, ¿por qué aparecen fake sobre ciencia?

Según las ciencias sociales, porque en el fondo es una pelea por el poder. Es un problema político. En pandemia, la ciencia toma un rol preponderante y se convierte (otra vez) en el horizonte de la verdad, y quien tiene la verdad tiene el poder. La estrategia es desarmar la idea de que la ciencia es la mejor forma de acercarnos a la verdad exponiendo los errores, buscando las controversias, apoyándose en las teorías descartadas. “Si la ciencia sostuvo que la Tierra era plana, si la ciencia sentó las bases para la bomba atómica, para el desastre de Chernobyl, o avaló los agrotóxicos, la ciencia no es confiable. No busca cuidarnos. Es un actor político más”, es la línea argumental. 

La ciencia, no obstante, solo descubrió la forma en la que funciona la naturaleza, los seres humanos, los elementos que la componen. Usar esa información para fabricar bombas o manipular personas ha sido responsabilidad de la política y las empresas. No de la ciencia, ni de los y las científicas y científicos.

Por eso es tan necesario que popularicemos la ciencia y su método, y que, de manera interdisciplinaria, expliquemos que la ciencia no es ni buena ni mala, sino que depende de lo que se haga con ella.

 

Notas:

1 Fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso The New York Times c/ Sullivan.

2 Salaverría, Ramón; Buslón, Nataly; López-Pan, Fernando; León, Bienvenido; López-Goñi, Ignacio; Erviti, María-Carmen (2020). “Desinformación en tiempos de pandemia: tipología de los bulos sobre la Covid-19”. El profesional de la información, v. 29, n. 3, e290315. https://doi.org/10.3145/epi.2020.may.15

3 https://www.youtube.com/watch?v=mYES5a6G3NA


María Victoria Ennis es Magister en Periodismo, Profesora de Periodismo Científico. Integrante del Observatorio de Medios, Ciudadanía y Democracia (UNICEN). Colaboradora externa de Ciencia Anti Fake News

Artículos relacionados

1 comentario

María Angélica agosto 2, 2021 - 4:49 pm

Excelente artículo. No sólo por la claridad con que está escrito, sino porque va al nudo de una cuestión que hoy es principal en la vida social, hace a nuestra cotidianidad y a la construcción de nuestra salud. Gracias

Responder

Deje un comentario