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El patriarcado se escribe en nuestros cuerpos

por Silvia Nassif

Escribe Eugenia Otero

Las representaciones acerca de cómo debe ser una mujer están naturalizadas y arraigadas en el cuerpo de la mujer y nos resulta difícil cuestionarla. La autora, a partir del concepto de “matrices de aprendizaje” elaborado por Ana Quiroga, analiza “de qué modo el patriarcado escribe sus guiones en nuestra piel”.


Si hemos avanzando tanto en debates y reflexiones acerca de las desigualdades de género ¿Cómo es que nosotras mismas permitimos que se perpetúen en nuestras casas, en nuestras comunidades?

Si muchas somos parte de espacios de trabajo feministas, participamos de la marea verde, y ya sabemos lo que no queremos. ¿Qué es lo que nos impide irnos, huir, salir de algunos lugares conocidos de sometimiento?

Si tenemos leyes por las que luchamos décadas y hemos puesto blanco sobre negro la opresión, e identificamos las violencias, ¿por qué seguimos soportando tanta crueldad en nuestras vidas cotidianas? ¿Por qué que los mandatos resultan tan eficaces, son tan poderosos y permanentes?

La autora Ana Quiroga, con sus desarrollos acerca de Matrices de Aprendizaje, puede ayudarnos a entender de qué modo el patriarcado escribe sus guiones en nuestra piel, en cada experiencia. Nuestro cuerpo registra cada aprendizaje, y los disciplinamientos que fuimos recibiendo en los espacios por los que transitamos desde niñas y a lo largo de nuestras vidas parecen dejar huellas permanentes e indelebles.

A partir de la respuesta a la que suele ser la primera pregunta de la existencia: ¿es nena o varón? se pone en marcha la maquinaria sofisticada y compleja que sostiene las relaciones de poder en torno al género.

Las personas más significativas de nuestras vidas, con sus deseos y sus expectativas sobre nosotras, van transmitiendo representaciones muy arraigadas acerca de cómo debe ser una mujer, que luego, en nuestros vínculos afectivos y sexuales de la vida adulta, y en las instituciones que vamos atravesando, suelen reforzarse. La “educación sexual” que recibimos desde el primer momento de la vida, la escuela con sus roles bien diferenciados para niñas y varones, y las intervenciones de personas adultas referentes van reprimiendo conductas que no serían propias de una mujer, y alentando aquellas otras que se consideran deseables. Las puertas y los cerrojos, los proyectos posibles y los inalcanzables. Lo permitido y lo prohibido. El lugar que ocupamos para el otro, la palabra habilitada o silenciada.

Nuestros cuerpos, disponibles de diferentes modos, espacios tan privados y tan públicos, siempre opinables, soportando valoraciones de amados y de desconocidos.

Desde el concepto de Matrices, Quiroga da cuenta de que cada persona posee una modalidad con que organiza y significa sus experiencias, que se construye a lo largo de los aprendizajes. En el encuentro con el mundo fundamos una actitud ante el aprender, en vínculos asimétricos, que determinan el lugar que ocupamos en esos aprendizajes porque esas relaciones son de poder. Este desarrollo nos ayuda a comprender de qué modo los mandatos de género son parte de nuestra subjetividad y están enraizados en nuestra identidad.

La autora sostiene que gran parte de la matriz es inconsciente y está naturalizada, y por eso nos resulta tan difícil cuestionarla.

Las compañeras que integramos el medio comunitario La Retaguardia nos propusimos, el 8 de marzo, hablar de nosotras. Escribir una nota colectiva en la que pudiéramos contar algunas de las desigualdades y violencias que son parte de la biografía de cada una. En nuestros intercambios descubrimos que varias situaciones de abuso, de violencias naturalizadas, eran compartidas, algunas casi calcadas, y que muchas de las cosas que narramos jamás habían sido dichas. Pero muy fuertemente notamos que esas experiencias estaban escritas en el cuerpo, hablaban de registros corporales.

En el Postítulo de Educación Sexual Integral del Instituto Superior Joaquín V. González, hay un ejercicio que realizamos desde hace muchísimos años para trabajar los mandatos que el orden social nos impone de acuerdo al sexo que nos asignaron al nacer. Ya no nos sorprende el modo en que se repiten las palabras, las ideas, año tras año, porque comprendemos que las representaciones hegemónicas son parte de nuestras matrices de aprendizaje y todas las personas en esta sociedad las reproducimos en mayor o menor medida.

Cuando trabajamos qué es lo que se les exige a los varones para demostrar que son verdaderamente varones, aparece el poder, la violencia, la última palabra, la valoración del pene. Se lo define como proveedor, como sujeto sexual activo y se destaca la imposibilidad de demostrar sentimientos y aquello que el varón debe reprimir: la homosexualidad y todo lo vinculado al mundo “femenino”. El varón, desde muy pequeño, debe demostrar que no es mujer y que no es homosexual

La mujer, en cambio, aparece repetidamente como el objeto sexual pasivo. Se distingue la sumisión, “que se deje”. Con mucha fuerza se expresa el mandato de maternidad y la idea de la disociación: madre-diosa. Las mujeres buenas, las mujeres malas, su cuerpo convertido en objeto, disponible, fragmentado, en partes (jamás aparecen fragmentadas las figuras de varón). Los verbos cuidar y satisfacer, y el ser para otros, resuenan con fuerza.

Sobre el final del proceso de formación del postítulo, las y los futuros especialistas en ESI realizan un «currículum de género» en el que identifican en la propia biografía qué hitos consideran que dan cuenta de su socialización en relación al género y la sexualidad.

El equipo docente de la materia que propone ese ejercicio habla de esos acontecimientos vitales como aquellos en los que el género «se hizo carne». No es para menos, en esos relatos está muy involucrado el cuerpo, en muchos casos, la descripción de las situaciones incluye percepciones físicas y respuestas orgánicas. A los pedacitos de historias, algunas veces muy íntimas, y en otras ocasiones públicas, se anudan sensaciones y dolencias corporales. También enfermedades.

El patriarcado escribe nuestros cuerpos, los marca, deja su impronta como un tatuaje permanente.

¿Cómo desandar esos caminos? ¿De qué modo podemos sacudirnos para soltar las ataduras que parecen invisibles pero son tan eficaces y persistentes?

Participando de espacios colectivos, con otras, siempre dolorosos pero liberadores, en los que logramos hurgar en la memoria y traer al presente, nombrar las vivencias transformadas en mandatos, que portamos en silencio.

La teoría y la práctica de la psicología social muestran que, tal como sostiene Quiroga, las matrices son una estructura abierta. Nuestros aprendizajes se dan en escenarios en el que habitan contradicciones y luchas y nuestros modelos internos no son homogéneos, sino contradictorios.

Por eso, cada aprendizaje es una nueva oportunidad para revisar si nuestros vínculos y decisiones, y el modo en que llevamos adelante nuestra vida cotidiana, responde a nuestros deseos, o nos aprisiona y nos limita.

Cuando aquellas cosas que aprendimos implícitamente, que muchas veces no logramos reconocer desde la razón, se exponen y desnudan en experiencias significativas y grupales, podemos revisar críticamente los modelos aprendidos y poner en cuestión las representaciones internalizadas.

El patriarcado se va escribiendo en nuestra piel, algunas veces en sucesos que parecen inocentes, otras con crueldad, dolorosamente.

Ha conseguido de ese modo perpetuar su dominio, pero estamos cada vez más seguras de que pensar, sentir y hacer juntas rompe su hechizo y nos libera.


María Eugenia Otero es Lic. en Psicología, Psicóloga Social, coordinadora del Postítulo Especialización en Educación Sexual Integral en el ISP Joaquín V. González.

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