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Pensar la educación en pandemia

por Julian Monti

Escribe Guillermo Volkind

La educación ha estado, sin dudas, entre los grandes temas de debate público desde que se inició la pandemia. Pasado ya el desconcierto inicial, el autor de este artículo sostiene la necesidad de volver a abrir un debate en el que los y las docentes recobren el protagonismo necesario para repensar la educación.


La educación, una vez más, es motivo de discusión mediática y social. Todos opinan y se sienten habilitados para hacer diagnósticos, repartir responsabilidades y exigir respuestas, independientemente de sus formaciones, conocimientos y experiencia.

Hoy es el CEO de Toyota quien difunde que no puede encontrar 200 operarios con el secundario completo en la zona de Zárate; ayer se discutió por la presencialidad total en las escuelas; antes, por la falta de terminalidad y el abandono en el nivel medio. Aunque podríamos continuar con los títulos que se sobreimprimen en una u otra publicación, podemos decir que las descripciones de los fenómenos que se difunden son parciales, son analizados unilateralmente, con argumentos que van de la generalidad más grande –“esta educación atrasa”– a la focalización en el sector más visible y que recibe más impactos: “los que estudian para docentes son los menos preparados”.

Entiendo necesario repensar la educación desde el lugar de los que viven, transitan y sostienen las organizaciones escolares, docentes y directivas.

En las últimas semanas, los medios masivos de comunicación volvieron a introducir debates públicos sobre la educación a partir de opiniones no especializadas y notablemente interesadas.

La pandemia colocó a la educación y no sólo a ella, en estado de emergencia. Y esto expuso descarnadamente la mayor parte de los datos, situaciones, falencias que ya conocíamos y que quedaron muchas veces distorsionados por ocultamiento, desidia, “culpables” varios. La enorme desigualdad en el acceso a los recursos tecnológicos. La calidad de la conectividad en todo el país. Las tareas asistenciales, no escolares, que se llevan adelante en las escuelas. Estudiantes que no pueden mantener regularidad en la asistencia y conexión con la escuela. La representación de lo escolar centralizada en docentes, que terminan haciéndose cargo de las responsabilidades públicas y políticas del Estado. El compromiso de docentes tratando personalmente de paliar los déficits enunciados más allá de su horario laboral. La regular descalificación remunerativa. El estado de los edificios, servicios y recursos materiales de las escuelas. La enumeración no se agota.

La emergencia desnuda años de gobiernos y políticas económicas, sociales y educativas, que han eludido resolver problemas complejos aplicando paliativos (en algunos casos) y que terminaron cristalizando en una enorme fragmentación y desigualdad social, como muestra el 57,7% de pobres de 0 a 14 años.

La ruptura del contrato educativo

En los comienzos de la pandemia y con el aislamiento obligatorio se trató de tranquilizar a la población diciendo que se mantendría la “continuidad pedagógica”.  Sin edificio escolar, sin contacto físico, con una comunicación indirecta, sin las premisas que le dan organicidad a la actividad. ¿Cómo?

Aparece entonces la “educación virtual”, “el aula virtual” como sinónimo de escuela. Se alienta la expectativa de que la continuidad pedagógica se podría sostener utilizando recursos virtuales que remeden los reales. La indiferenciación/confusión entre un campo y otro precede a la pandemia y es traccionado teóricamente con el propósito de caracterizar como real lo que no lo es, legalizado sólo por la aparente similitud que recursos muy sofisticados podrían lograr.

En un artículo anterior en La Marea (acceder AQUÍ) planteo entonces por qué el término es “remoto” y no virtual, y los efectos en el aprendizaje de una comunicación sin cuerpo.

El contrato educativo explícito entre familias, estudiantes y escuela, queda entonces distorsionado, modificado, al no poder cumplir con lo instituido. A saber: la delegación formativa en una organización especializada, a la que se asiste de manera obligatoria entre los 5 y los 18 años, que funciona en un espacio propio, ámbito físico específico, con un horario determinado, con una duración anual estipulada, con validación de los estudios cursados, con rutinas y rituales que organizan y sostienen.

Las prácticas, su regularidad y correspondiente encuadre, funcionan como organizadores externos, imprescindibles para sostener la configuración interna, psíquica.

En el terreno de lo implícito, este contrato incluye el desarrollo de los sujetos en un ámbito de y con pares, el ejercicio de variados vínculos y experiencias sociales, fuera de la mirada familiar.

Con los establecimientos cerrados, estudiantes y docentes en sus respectivos hogares, el contrato quedaba reducido a una expresión de deseos que poco podía satisfacerse a través de recursos electrónicos. Las plataformas educativas son un recurso cuando hay un dispositivo adecuado y conectividad. Cuando esto no sucede, el recurso se reduce a un celular, y si falla, se entregan materiales escritos o aparece la creatividad docente como la de una profesora de Historia (G.G.) entre otros, que utilizaba la radio universitaria para dar sus clases en la UNJU.

Como dato estadístico, en 2020, en el nivel medio de todo el país, la cantidad de hogares con acceso a una computadora: en el ámbito estatal, el 42%; en el ámbito privado, el 79%. Hogares según tipo de conectividad: acceso fijo con buena señal, 46%; con problema de señal, 26%; sólo con datos de celular, 27%; sin acceso a internet, 3%.

Estos datos dan una idea aproximada de las posibilidades de las personas. Una vez más se expresa la enorme desigualdad que genera el acceso a los recursos y, por lo tanto, al tipo de trabajo educativo que puede realizarse con él. Mientras familias reclamaban más tiempo de Zoom (como equivalente de clase) con sus hijos, otras agradecían que docentes se contactaran por mensaje de texto, en horarios no escolares.

Mientras todo se alteraba, muchas familias negaban una parte de la realidad, esperando que la escuela que conocían conservara sus rasgos y se materializara de alguna manera. Docentes y directivos entonces quedaron sosteniendo, con una presencialidad remota, la representación escolar. Eran y son sostén, a pesar de estar todos “a merced de los acontecimientos”, como explica Ana Quiroga. Ya no hay regularidades ni previsibilidad. Infectados, internados, fallecidos, vacunados, protocolos, decretos, rigen nuestras vidas y las escolares. Lo de hoy deja de ser mañana y puede volver a ser, siempre y cuando no suceda lo de ayer.

Docentes de todos los niveles tuvieron que incorporar intempestivamente, tecnología, uso de plataformas, más tiempo de trabajo para poder mantener una cierta conexión con estudiantes, preservar el vínculo pedagógico. Poco aparecía como satisfactorio. Era difícil equiparar el contacto presencial con el recorte del otro a un rostro, en el mejor de los casos, o a una pantalla negra, o a un mensaje telefónico, o un archivo por Whatsapp, o al intercambio diferido entre propuesta y respuesta. El otro es visto a través de una niebla. El espacio familiar no es una escuela, la pantalla no representa a estudiantes y docentes.

Después de largos meses comenzó la presión por la presencialidad física en los establecimientos, con el argumento de que la escuela no contagia. La discusión adquirió más carácter político que pedagógico. Con protocolos sanitarios complejos en su ejecución, pretendían dar respuesta a la demanda, utilizando términos supuestamente avanzados, actualizados, modernos, que hablaban de educación bimodal, híbrida, virtual, para disimular la absoluta precariedad de las decisiones y el permanente cambio en la situación sanitaria.

Familias reclamando la vuelta a la presencialidad en las escuelas.

Una vez más, el contrato original volvía a modificarse. La presencialidad propuesta no era la conocida. No se podía sostener la regularidad, ni prever la cantidad de tiempo de trabajo. Estudiantes y docentes trabajan en burbujas, a una distancia no menor de 1,5 metros, con separación entre una burbuja y otra, con una menor carga horaria, con aislamiento en caso sospechoso y confirmado de docente o estudiante, con nuevo aislamiento en caso de aumento de casos, con organizaciones remotas para los tiempos de aislamiento, con horarios diferidos para ingresos, egresos, descansos, con un plan para trabajo presencial y otro para remoto y otro para dispensados. Enorme exigencia adaptativa para estudiantes, docentes y familias. Quizás esta descripción ayude a comprender que la cotidianidad escolar en estas condiciones, contrasta con la liviandad y superficialidad con la que muchas veces se utiliza el término presencialidad. De hecho, y por la necesidad de llevar a la práctica protocolos, en la mayoría de los establecimientos se ha combinado asistencia a la escuela con trabajo remoto. Nuevamente, la estadística muestra que en una de cada cuatro escuelas, no disponen de los medios requeridos para la virtualidad. Otro dato que corrobora la precarización escolar que hoy viven miles de estudiantes.

Implicancia en el aprendizaje

Si algo ratifica esta emergencia es que la gran mayoría (74%) elige la forma presencial como antes, una vez que se vuelva a la vida conocida. Muchas críticas pueden hacerse a los contenidos, las escuelas, las modalidades de enseñanza, a la formación docente, y hay que tomarlas en cuenta para modificarlas. Igual, lo que se produce en el ámbito físico específico es irremplazable.

Esta confirmación responde a que en el proceso de aprendizaje, el reconocimiento del sujeto que aprende es imprescindible. La desorganización, duda, cuestionamiento, inestabilidad que producen los nuevos conocimientos, requiere del sostén, cuidado, acompañamiento de quien enseña. No todos tienen las mismas necesidades, pero sí todos necesitan de la identificación para poder hacer su proceso. El cuerpo en su totalidad, los gestos, las emociones, las palabras, se ponen de manifiesto en el aula.

La alteración de las referencias genera desorientación y dificulta la práctica de rutinas, imprescindibles para la organización y el aprendizaje. Archivos digitalizados, correos electrónicos, respuestas en plataformas. El papel no es el formato único de materiales, ni tarea, ni cuadernos, ni carpetas. Esto exige una plasticidad y un orden mayor al practicado hasta ahora que requiere ser incluido como parte del aprendizaje.

La alternancia entre lo presencial y lo remoto implica una planificación específica, ya que demanda mayor grado de autonomía por parte de estudiantes. Esto puede ser muy beneficioso si tienen a su alcance las coordenadas que les permitan resolver el pedido.

En esta dirección, los recursos digitales son de gran ayuda. Pueden facilitar la producción de propuestas nuevas y diferentes. También, recursos del trabajo colaborativo. El desarrollo de la autonomía necesita de los otros, pares. Esta experiencia quedó ratificada en la práctica. Muchas veces las/los compañeros son los que “traducen” las consignas, explican, solicitan aclaraciones a docentes. Docentes de todos los niveles hicieron enormes esfuerzos para repensar dispositivos, diseñar propuestas remotas, buscar recursos digitalizados y por este camino, obtuvieron mejores logros en el tratamiento de varios contenidos. También ellos hicieron su aprendizaje en este terreno.

El trabajo remoto ha dejado, tanto en estudiantes como docentes, la duda sobre la calidad y cantidad de lo aprendido. La suspensión temporal de los recursos evaluativos conocidos, genera la sensación de que el aprendizaje en este formato es poco comprobable. O bien, son acotados los resultados calificables. Probablemente este se apoye en que los intercambios orales en clase quedan reducidos y disminuyen las preguntas espontáneas que en la presencialidad dan indicios de dificultades o incomprensión de los contenidos. De este modo, pequeños obstáculos que se podrían detectar rápidamente, se pueden transformar en mayores.

Todo el tiempo el trabajo se desarrolla en un escenario de amenaza. La tensión salud-enfermedad se vive a diario. ¿Se contagió? ¿Lo tuvieron que internar? ¿Pasó a UTI? ¿Se salvó? ¿Está vacunado? ¿Se murió? Mientras esto sucede, en el aula tratan de sostener la tarea, por la salud del conjunto.

Para tener en cuenta hoy

Si bien la situación epidemiológica ha mejorado en relación a su inicio, entiendo que aún nos encontramos en emergencia. En un artículo publicado en Temas de Psicología Social N°5 (“Una experiencia interdisciplinaria en comunidad ante una situación de emergencia social”), se explica que “La situación de emergencia coloca a los integrantes de la comunidad ante una circunstancia de cambio agudo, frente a la cual las formas habituales de organización y respuesta resultan insuficientes o inadecuadas, ya que se ha producido una ruptura de la cotidianidad. Esto implica, de hecho, una desestructuración y reestructuración de los marcos de referencia que permiten interpretar su circunstancia y guiar la acción”

Hoy hemos avanzado, y en la emergencia podemos enfocarnos en seleccionar lo que consideramos esencial. No se trata de tal o cual contenido. Se trata de mantener vivo el interés por el conocimiento, aumentar la comprensión de lo que nos sucede, leyendo la realidad para poder intervenir, armando estructura con aquellos conocimientos que serán el sostén de otros. No se trata de recortar, no se trata de cuantificar, no se trata de simplificar. Se trata de elegir y reorganizar.

Si bien la responsabilidad no depende de las escuelas, el millón de estudiantes que quedó por fuera del sistema es una cifra que duele y que es necesario revertir. Esta batalla debiera de encontrarnos juntos.

Muchos malentendidos, interferencias, ruidos, información maliciosa, mensajes y contramensajes, operaron sobre la comunicación en todos los estamentos. En las escuelas se ha recibido información ministerial en horarios nocturnos, en días no laborales, con disposiciones para poner en práctica al día siguiente. Docentes y estudiantes olvidaron el encuadre temporal estipulado por el turno al que pertenecen. Familias requerían de docentes para resolver problemas particulares. Todo esto enturbió los vínculos y en más de una oportunidad generó enfrentamientos innecesarios. Es imprescindible poner energía en generar sistemas de comunicación eficaces, tanto intrainstitucional como con familias y estudiantes. Ninguna buena comunicación se rige por el principio de acción- reacción. Sí, pensando en el otro, empáticamente.

Intentar organizar la tarea, sin perder de vista la variablidad y precariedad de la situación que vivimos. Mantener las decisiones informadas, es vital para la organización de los sujetos. Si hubiera que modificarlas, otorgar el tiempo necesario para poder reorganizarse. Las acciones a golpe de silbato aumentan la ansiedad y angustia.

Una vez más el trabajo colaborativo, en subgrupos, se ha mostrado muy efectivo. La pandemia nos ha separado, aislado. El otro es un potencial contagiador, aunque lo disimulemos. El encuentro con otros en el trabajo remoto ha sido muy eficaz. Las escuelas se quedaron sin recreos. La sala de docentes para compartir las vivencias cotidianas está vacía. Los espacios de trabajo compartido remedan en algo esta falencia.

Por qué repensar la educación

Tomando en cuenta el punto de partida de este artículo, los que habitamos las escuelas tenemos una experiencia acumulada que puede expresarse y hacerse escuchar. No somos convocados a definir políticas educativas ni participamos en la elaboración de diseños didácticos. Quizás es momento de cambiar este lugar asignado.

El rol docente. Si algo confirmó esta pandemia es el rol indelegable del educador. En noviembre de 2019 se publicó un artículo que hablaba de los doce cambios que se venían en la educación. Uno de ellos era el “de maestro a coach-moderador-facilitador”. Junto con materiales “enlatados”, juegos y otros atractivos tecnológicos, el docente acompañaría el recorrido autónomo de estudiantes. Los hechos hablan por sí mismos. Con poco reconocimiento, punto de intersección de diversas tensiones, con una pobre paritaria, las/los docentes fueron centrales en el sostenimiento del vínculo con la tarea.

Más que rol secundario necesitamos hablar de cómo formarlo, instrumentarlo mejor, para poder trabajar con la complejidad que se expresa en las escuelas. Qué herramientas hoy son imprescindiblesque conozcan, incluidas las tecnológicas.

Los contenidos. Toda la vida los contenidos fueron un perseguidor perseguido. La cantidad parece ser el indicador de calidad. Cuando se generalizó la obligatoriedad de la escuela secundaria se dijo que eso hizo bajar la calidad de los aprendizajes, ya que obligó a reducir los contenidos a los elementales para garantizar la promoción y terminalidad. ¿Cuándo pensamos, discutimos, qué contenidos enseñar, su sentido, su progresión, su necesidad? Hoy se dice que se perdieron muchos. ¿De los esenciales? ¿De los que permiten aprobar un curso? ¿De los que califican? ¿A cuántos de los que enseñamos les encontramos sentido? ¿Cuáles justificamos porque están impuestos? Los contenidos se piensan junto a un proyecto político, un tipo de país, un reconocimiento de las necesidades de los que hace décadas van perdiendo su identidad.

El trabajo con otros. Ya lleva muchos años el desprestigio del trabajo grupal. Se le imputa impedir calificar el desempeño real de cada uno de los individuos. ¿Cómo se podrían explicar los buenos resultados del trabajo entre pares, sosteniéndose, produciendo en pandemia? El argumento numérico encubre el propósito implícito de ubicar a estudiantes, docentes y países en una escala abstracta. Lo que más importa para este criterio es el orden que ocupan, no el conocimiento y su operatividad. Para poder avanzar es urgente que reconozcamos que cada uno debiera ir configurando los parámetros que le permitan registrar su avance, reconocer sus dificultades y su posición relativa con respecto a su contexto. La calificación, el orden, la tabla en general, cristalizan las dificultades y afectan negativamente a la autoestima. No se trata de condescendencia con los problemas sino de identificarlos con el desafío de resolverlos.

En momentos tan inéditos como los que estamos viviendo, donde las herramientas que conocemos quedan desfasadas, obligados a nuevas búsquedas para dar respuestas a lo desconocido e impredecible, la educación no puede quedar al margen de repensarse y nuestra voz escucharse, por fuera de imposiciones ministeriales.


Guillermo Volkind es pedagogo, psicólogo social y director del Instituto Secundario El Taller, CABA. Otros artículos del autor, AQUÍ.

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