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¿Quiénes son los expropiados?

por Jorge Brega

La propiedad privada y el punto de vista de clase, a propósito de las ocupaciones y los conflictos por la tierra

Escribe Gabriela Martínez Dougnac

En Argentina, las expropiaciones compulsivas a campesinos pobres y trabajadores rurales son las formas de usurpación de la propiedad más frecuentes sin que existan demasiadas voces que se alcen en defensa de esos expropiados. Sin embargo, episodios como la propuesta de expropiar Vicentin, el proyecto de labranza colectiva de “Casa Nueva” en Entre Ríos, la toma de tierras en Guernica o los reclamos de pueblos originarios, inspiraron una virulenta campaña en defensa de la propiedad privada de los sectores dominantes.

La autora reflexiona sobre el punto. Dice que en nuestro país, donde la tierra y el capital no paran de concentrarse, todavía hay voces que se escuchan más que otras, y demandas ante las que las autoridades responden más rápida y eficazmente. Y advierte que la a marcha hacia una sociedad más justa requiere plantear una discusión sobre las formas actuales de la propiedad territorial, desde la perspectiva y las necesidades de las clases despojadas.


Sobre la propiedad privada

El proyecto de expropiación de la firma Vicentin, la ocupación de la estancia Casa Nueva en Entre Ríos, las tomas de tierras en Guernica y en territorios reclamados por la comunidad mapuche y por otros pueblos originarios en varias provincias, todos estos episodios generaron una rápida y extendida respuesta por parte de las clases dominantes y los sectores más conservadores que consistió en movilizarse -y movilizar promoviendo que su temor se extendiera a otras capas- para “defender” y reclamar al gobierno la “defensa de la propiedad privada”.

En las últimas décadas, pero sobre todo a partir de los años 90, todos los años en nuestro país se producen centenares de amenazas de expropiaciones y desposesiones efectivas de las cuales resultan el despojo y la expulsión de campesinos y productores rurales de terrenos cuya posesión se remonta a varias generaciones que las usufructuaban con su propio trabajo. Pero las voces de quienes tienen voz no se levantaron en esas ocasiones para reclamar en defensa de la propiedad de los expropiados.

Existen sin duda puntos de vista no sólo diferentes sino también opuestos sobre la propiedad; el de quienes desde una posición de privilegio de propietarios de la riqueza defienden sus ventajas, y el de aquellos que se encuentran desposeídos, históricamente expropiados y oprimidos, y reclaman por lo tanto por sus derechos, por su derecho al uso de la tierra sin tener que tributar a nadie para hacerlo efectivo, por el derecho a usufructuar su propio trabajo sin tener que cederle una porción a un “dueño” de la tierra, y por el derecho a salir de la opresión.

La falsa conciencia de la burguesía implica defender la propiedad de quienes, históricamente y en su constitución como clase, han sido y son expropiadores, de medios de producción y de plustrabajo ajeno. Y en torno a la construcción ideológica de la propiedad privada domina, en las sociedades modernas, la idea -fruto del pensamiento liberal- de que este tipo de vínculo social a través de los medios de producción, es condición de progreso, de inversión y de desarrollo; y no condición de explotación, subordinación, exclusión, ni resultado histórico de la expropiación necesaria de muchos para la acumulación de pocos.

Y desde allí se construye la conciencia colectiva dominante, esa que resulta a los intereses de las clases dominantes, y que requiere por lo tanto de una crítica y deconstrucción, desde otro punto de vista de clase, que implique romper con la mirada de las clases dominantes y construir la propia.

Pesa fuertemente la ideología dominante si, cuando en una sociedad donde sólo una minoría concentra casi toda la tierra productiva, y donde la propiedad privada de la mayor parte de los medios de producción es un privilegio inalcanzable para las mayorías, la propuesta de expropiación de una firma como Vicentin, ubicada en la concentrada cúpula empresarial argentina entre las seis que más facturan y acusada de varios fraudes al Estado, una parte de los sectores populares (por ejemplo en la santefecina Avellaneda) convocados a “defender la propiedad privada” contra los que “nos quieren robar lo que es nuestro”, se movilizan bajo la consigna “todos somos Vicentin” (sic). Buscan y encuentran los ricos la solidaridad de una parte de los que poco tienen, alertando contra quienes atentan contra un derecho que dicen “es derecho de todos”.

En este escenario, la defensa sin más de la propiedad privada no es disonante, sino por el contrario, suena como música de Vivaldi en los oídos de un sentido común acostumbrado a la melodía de los medios de comunicación y a lo bien aprendido; su crítica en cambio, y ni que decir la voluntad de ponerle algún límite a su carácter absoluto, en esta época de derechización de la política y de una fuerte ofensiva conservadora que ubicaría hoy a un moderado demócrata cristiano de principios de los ¨70 entre las fuerzas de izquierda más revolucionarias, golpea con la fiereza de las notas de los discípulos de Schönberg.

Entonces, como bien lo entendió Engels, explicar la historicidad de la propiedad privada, entenderla como concepto histórico y no como un concepto abstracto universal ni como derecho natural -siendo que éste constituye sólo el derecho de unos pocos- es un camino que debe recorrerse nuevamente a contrapelo del neoliberalismo más furibundo que reinstaló con fuerza en el sentido común dominante la idea de sus padres fundadores, la del concepto de propiedad privada absoluta, aún la de los bienes comunes de la naturaleza, como un abstracto universal, sin historicidad.

La propiedad de la tierra y la perspectiva de clase

“Incluso en la república más libre, la más democrática, mientras exista el dominio del capital, mientras la tierra siga siendo propiedad privada, el Estado lo gobierna siempre una pequeña minoría, una minoría … integrada por capitalistas y ricos”. Esto afirmaba Lenin en 1919. La profunda crítica al estado burgués, a la propiedad privada, a la propiedad de la tierra, aparece como motor y como resultado de la extraordinaria experiencia política que es el hecho revolucionario. Si aspiramos a otra sociedad, a una sociedad en la cual no existan personas que puedan disponer, más allá y por encima de la voluntad, necesidades e intereses generales, de la propiedad absoluta y excluyente de porciones del planeta; ni de la propiedad del capital que excluye a los que trabajan de su fruto personal, seguramente compartimos estos dichos. Después de todo en las sociedades modernas la propiedad privada de unos y la desposesión de otros es la condición del capitalismo, de la explotación del hombre por el hombre. Y la tierra es un bien común, de la sociedad, y por lo tanto debería ser ésta quien asuma su soberanía.

«La propiedad privada de unos y la desposesión de otros es la condición del capitalismo, de la explotación del hombre por el hombre».

Pero en la Argentina actual, considerando la forma en que toma hoy en día la lucha de clases en torno a la tierra, es necesario dar cuenta y distinguir en el debate sobre la propiedad privada del suelo las contrapuestas perspectivas de clase al respecto. Por un lado, la de propietarios de tierras y capital, terratenientes y burguesía, que defienden la propiedad privada del suelo que detentan como condición de la explotación de trabajo ajeno; por otro lado, campesinos, chacareros y trabajadores rurales que demandan -si no la tienen- y defienden -si es amenazada- la propiedad de los territorios donde vivir y trabajar, ellos y sus familias. Para unas clases, la defensa de la propiedad de la tierra como bien de renta; para otras, la defensa de la tierra como bien de trabajo, como territorio de vivienda, de construcción cultural.

En torno a las tomas de tierras y ocupaciones que fueron extendiéndose durante este 2020, desde terrenos rurales para trabajar hasta parcelas suburbanas en demanda de vivienda, se manifestó con todo vigor una de las dimensiones más relevantes de la actual cuestión agraria, el problema de la tierra: la persistencia del latifundio, la propiedad y la renta concentradas, las trabas a su acceso para las clases trabajadoras, la extranjerización.

América Latina, y la Argentina no es excepción, no sólo es una de las regiones del planeta con mayores índices de desigualdad, sino también, y por cierto vinculado a esto, la que detenta los índices más elevados de concentración de la propiedad y uso del suelo. La propiedad terrateniente y el control de grandes superficies, los extensos latifundios, históricamente y hasta la actualidad, dominan los territorios rurales y se constituyen indiscutiblemente en fuentes de poder económico y político.

“El latifundio no es fórmula de democracia”, afirmaba hace décadas atrás el historiador Juan Álvarez al referirse a las causas de las guerras civiles del país criollo de la primera mitad del siglo XIX. Y no lo era en ese entonces ni lo es ahora.

No es fórmula de democracia una concentración de la tierra que implica que, tomando cálculos moderados pues es sabido el subregistro de la gran propiedad en las fuentes oficiales de las cuales surge el dato, aproximadamente el 10% de todos los propietarios dispone de más del 50% de la superficie productiva. Hoy este moderno latifundio explica la apropiación de una renta, sólo y por el mero hecho de detentar en forma privada el dominio del suelo, que puede ascender a más de 10.000 millones de dólares anuales (según cómputos que hiciera hace unos años Eduardo Azcuy Ameghino) y determina a sus dueños la posibilidad de percibir de forma parasitaria una porción extraordinaria de parte de la riqueza social.

De acuerdo al último Censo Nacional Agropecuario (2018) la cúpula de terratenientes pampeanos, los de más de 2500 hectáreas (unos 3500 propietarios), disponen entre todos de 19.300.000 hectáreas en unos de los suelos más feraces del planeta. Observando que el valor de tan sólo 1.000 hectáreas de las mejores de esas tierras, unos 15 millones de dólares, equivalen a algo más de 1200 años de sueldo de un profesor universitario con máxima categoría, antigüedad y dedicación, y a más de 5000 años del salario de un trabajador que cobra el sueldo mínimo, no es difícil coincidir en que esta sociedad, donde la tierra -y el capital- no dejan de concentrarse, no es terreno fértil para relaciones realmente democráticas.

La firma Benetton es dueña de un millón de hectáreas, la familia Menéndez 400.000, el grupo Bemberg 146.000, los Sapag 420.000,Adecoagro 200.000, Cresud y Werthein más de 100.000 cada uno, y la lista sigue. Solamente diez de los mayores propietarios concentran entre ellos más de 3.500.000 hectáreas. Y como contracara, en los últimos treinta años, miles de productores fueron desplazados de la producción (desaparecieron cerca de 70.000 explotaciones), tuvieron que abandonar sus tierras, y hoy crecen los reclamos de quienes no tienen un terreno donde vivir y producir. Sin dudas en la Argentina, donde aún reina el latifundio, el acceso a la tierra no es democrático.

Esta es la propiedad privada que defendía el ex ministro de agricultura de Mauricio Macri, la propiedad terrateniente, la propiedad capitalista de la tierra, la que se constituye como un derecho que se interpone y actúa como una barrera entre los diferentes tipos de trabajadores rurales y el derecho a la tierra que trabajan. La que se constituye como fundamento de un poder económico, social y político que lejos está de ser nada más que un fantasma del pasado. Seguramente hoy las más grandes fortunas no resultan esencialmente, como sucedía a principios del siglo XX, de la propiedad de la tierra, y el poder que da la riqueza tiene en el reparto de la obra nuevos primeros actores. Sin embargo, entre las clases dominantes, en un país como la Argentina, donde su dirigencia, en mayor o menor medida, sigue pensando que nuestro destino manifiesto es posicionarnos como el “supermercado del mundo”, o cuyas exportaciones y provisión de divisas no termina de separarse de las exportaciones primarias, mineras y agroindustriales, hay una cúpula de grandes terratenientes y capitalistas para quienes la propiedad fundiária no es sólo un adorno. Además del peso económico, al cual ya nos referimos, el monopolio de fértiles superficies constituye también una fuente de poder político, de enorme poder territorial.

Con toda claridad las imágenes que pudieron verse por TV de quienes decían acompañar a Luis Miguel Etchevehere, flanqueados por policías, ofreciéndoles un “salvoconducto” para cruzar sanos y salvos la provincia de Entre Ríos a Dolores Etchevehere y a los trabajadores del Proyecto Artigas si abandonaban las tierras de la estancia Casa Nueva, ilustraron el significado del poder territorial, de la impunidad que da la seguridad de saberse poderoso, de saber que hay voces que se escuchan más que otras, que hay demandas a las cuales las autoridades responden más rápida y eficazmente que a los de otros. ¿Quién podría decir, después de ver esas imágenes, que un propietario de 5000 hectáreas, un ex presidente de la Sociedad Rural, ya no tiene poder en la Argentina de hoy? El desarrollo del capitalismo no expulsa del panteón de las clases dominantes a los grandes terratenientes; en la modernidad capitalista, propiedad del capital y propiedad de la tierra, en sus formas más concentradas, son la base del poder económico de fracciones de las clases dominantes.

Estas voces que se hacen escuchar, las voces de las clases dominantes, demandaron por el respeto a una propiedad privada que se ha constituido, siendo resultado de un proceso histórico de desapropiación y despojo, como condición del derecho a disponer de forma absoluta de una porción de tierra que permite a su propietario -a él y a sus herederos- percibir una renta de forma vitalicia, disponer de un territorio de valorización del capital y del derecho a explotar trabajo ajeno. Así fue como desde este punto de vista de clase, la reacción frente a las tomas no expresó, por supuesto, la preocupación por una estructura que genera una creciente presión sobre la tierra por parte de los desposeídos, sino, y cito textual de un propietario consultado por el diario La Nación, “el peligro a que nos la quiten, a que no respeten nuestros derechos”, alertando principalmente por el impacto negativo que estos episodios podrían tener “sobre los negocios y la inversión” (La Nación, 31/10/2020).

Pero existe otro punto de vista de clase sobre la cuestión de la propiedad de la tierra y sobre las tomas y ocupaciones, el punto de vista de las clases populares, de los trabajadores de la tierra. En estos casos la defensa de la propiedad es en primer término la demanda por el reconocimiento de la tierra que ocupan y trabajan, tierra que no es una condición para explotar sino para vivir, que es condición del trabajo familiar, de reproducción del productor directo. Y por otro lado la defensa de los suelos expuestos al despojo que resulta de la violenta voracidad del capital sobre territorios -territorios campesinos, territorios chacareros-que pueden ser aptos para su valorización.

Históricamente y hasta la actualidad, a muchos de quienes habitaban y habitan en zonas rurales trabajando la tierra, que dependen de ella para su subsistencia, se les niega sin embargo el derecho a la tenencia o a la propiedad, desconociéndose jurídicamente las posesiones ancestrales y los derechos de tenencia consuetudinarios. Y aún aquellos que poseen títulos legales, que han podido comprar una porción de terreno, se encuentran amenazados por las condiciones impuestas por las relaciones de producción dominantes, condiciones de las cuales resultan la precariedad de las pequeñas dotaciones de medios de producción operando en un mercado en una posición de debilidad frente a las economías de escala y a quienes poseen más recursos económicos para comprar la tierra. Recordemos que por ejemplo en la pampa húmeda, donde entre 1960 y 2018 desaparecieron la mitad de las explotaciones agrarias, la mayoría de estas eran unidades chacareras que tenían extensiones menores a 200 hectáreas.

Desalojos arbitrarios e ilegales, desplazamientos compulsivos, expropiaciones violentas, despojos producto de la usura y la prepotencia del mercado, estas son las formas de usurpación de las propiedades que más se sufren y se repiten regularmente en la Argentina desde hace décadas, aunque sus víctimas no tengan micrófonos para expresar su preocupación e indignación frente a quienes vulneran sus derechos de propiedad.

En el año 2013 la Subsecretaría de Agricultura Familiar publicó los datos de un relevamiento de conflictos por la tierra informando sobre 857 casos que involucraban unas 9.300.000 hectáreas de campesinos y comunidades indígenas codiciadas por personas y firmas privadas. La mitad de todas las familias involucradas en estas amenazas sobre sus territorios, más de 30.000, fueron violentadas para abandonar los campos, aunque la gran mayoría de ellas hacía más de 20 años que ocupaban esas parcelas. Estas situaciones no dejan de reiterarse hasta el día de hoy. De acuerdo a los registros de Land Matrix, en las últimas dos décadas, muchas de las grandes transacciones de tierras por parte de inversores y compradores particulares -varias adquiridas a los estados provinciales- se han hecho principalmente sobre superficies en conflicto con sus ocupantes.

Otro sentido, otras necesidades, otra urgencia, así se presenta para campesinos, chacareros y trabajadores rurales la defensa al derecho de propiedad sobre la tierra. Y las formas de hacer efectiva esa defensa también son diferentes a aquellas que son propias de las clases más acomodadas.

Las ocupaciones de tierra

Cuando hacia finales de los 90 la usura de los bancos avanzaba sobre los territorios chacareros rematando campos y maquinarias de productores endeudados, los remates se frenaban -literalmente- con el cuerpo, plantándose frente a las autoridades judiciales e impidiendo llevar adelante el proceso legal, y el Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha se constituyó de este modo en la experiencia más valiosa de defensa de esos territorios.

Quienes sancionan las leyes pueden valerse de éstas en la defensa de sus intereses y de sus patrimonios; quienes no, seguramente deberán hacer valer sus derechos o reclamar justicia, recorriendo caminos muchas veces en contra de la ley o por vericuetos menos transitados. Es así que las tomas de tierras se fueron conformando en la principal forma de lucha contra el moderno latifundio, a favor de otro derecho de propiedad. Las ocupaciones se constituyen como forma de acción privilegiada de campesinos y trabajadores sin tierra no sólo para la conquista y recuperación de los territorios sino también en contra de la explotación.

En algunos medios nacionales se informaba hace unas semanas atrás que durante este año 2020 unas 4.000 hectáreas han sido o están siendo ocupadas, y no solamente en zonas rurales. Las tomas en zonas periurbanas, protagonizadas en gran medida por quienes fueron parte de las oleadas de productores desapropiados, campesinos desposeídos y trabajadores expulsados de la tierra y que desde mediados del siglo XX migran hacia las ciudades y se concentran de modo precario en los suburbios, se fueron extendiendo como respuesta a las necesidades de vivienda generadas por las situaciones descriptas. Estas tomas, que en cierto modo recrean las experiencias de lucha campesinas, se inician también como desde hace décadas con la ocupación de terrenos, y continúan con las demandas y negociaciones por títulos legales, por servicios, y por el reconocimiento definitivo del espacio conquistado con la lucha. Y así como en el campo las ocupaciones expresan el combate contra el latifundio y no sólo por un espacio para producir, en las zonas urbanas y periurbanas aparecen como expresión de la lucha por la vivienda y por la dignidad del buen vivir.

Una marcha de campesinos pobres de la Federación Nacional Campesina de Argentina (Chaco).

Las tomas no resultan hoy de la voluntad popular de terminar con la propiedad privada, son parte de la dinámica de la lucha por la tierra en un país en el cual ésta constituye un privilegio para pocos y una necesidad para muchos; son en definitiva, una de las formas -hoy la más extendida- que toma la lucha de clases en el campo.

La expropiación “original” en la cual se sostiene la moderna propiedad privada de la tierra, y las violentas formas de despojo que se extienden con la concentración de su uso productivo, resultan de la relación entre la lógica de la acumulación capitalista y su creciente ambición respecto al control y ocupación del suelo. La marcha hacia una sociedad más justa requiere, al menos, plantear la discusión acerca de las formas actuales de la propiedad territorial. Una discusión, desde la perspectiva y las necesidades de las clases despojadas y explotadas, que ponga en debate la lógica de la propiedad privada y absoluta, que como vimos, ejercen sólo unos pocos sobre extensas superficies del planeta.


Gabriela Martínez Dougnac es Historiadora, directora de la Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios, profesora de la Facultad de Ciencias Económicas e investigadora del CIEA-UBA.

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