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Sobre la pandemia y el estado del mundo

por Julian Monti

Escribe Adolfo Colombres

La crisis desatada por la pandemia no ha detenido la depredación del planeta producida por un sistema dominado por los intereses de los grandes monopolios y el capital financiero. Frente al etnocidio y al ecocidio, el autor propone rescatar los principios del Buen Vivir de los pueblos originarios.

 


Adolfo Colombres

Se dice que ya es hora de naturalizar al ser humano y humanizar a la Naturaleza, y aunque se empieza a reconocer a ésta como sujeto de derecho, con todo el respaldo filosófico y jurídico que ello implica, se trata de algo difícil de lograr a nivel mundial. Para que este reconocimiento no se quede en el limbo de las buenas intenciones, se torna necesario imprimir un fuerte impulso al Derecho Ambiental, legislando sobre los principios que plantea la ecología profunda, sin quedarse en esos maquillajes y simulacros que tiñen de verde a los ecosistemas depredados. Si se pasa revista a los avances alcanzados por la humanidad en los últimos 50 años, podremos comprobar que los derechos de las mujeres, de las minorías étnicas, las personas con capacidad reducida y todas las gamas de la diversidad sexual alcanzaron un desarrollo notable, pues medio siglo es poco en la larga historia de la especie humana. De haber seguido la humanidad por tal camino, podríamos afirmar hoy que estamos alcanzando la madurez de este primate inquieto que apostó primero al conocimiento, y luego a la ética. No obstante, se le opone un sector oscuro que empeña su potencia militar y económica en producir un enorme retroceso, pues se enamoró de la barbarie y hasta le fascina la destrucción acelerada de la Tierra, pues ello le permite una veloz acumulación de capital, sin importarle el precio que se deba pagar en vidas humanas, medio ambiente y despilfarro de materias primas limitadas. Chocan aquí fuertemente dos proyectos: el humano, que aspira a acabar con toda forma de dominación y explotación para alcanzar el bienestar general, y el de estos orangutanes que posan de machos alfa de toda una sociedad, y hasta usan los poderes de la democracia para legalizar la rapiña o asegurarle impunidad a sus ecocidios. Para ellos, toda forma de vida es un “recurso natural” de libre disposición y siempre a la venta, que pueden obtener por las buenas (cuando el Estado cómplice les concede el territorio que piden, sin importarle siquiera que esté habitado por los pueblos originarios), y de lo contrario por las malas, mediante guerras, bloqueos, embargos y, si esto falla, valijas colmadas de dólares para vencer las resistencias. Inútil sería decirles a estos depredadores seriales que la Naturaleza no es un recurso libremente disponible,  sino un ser vivo que debe ser tratado como tal, dándole tanto o más de lo que se espera recibir de él, y restaurar los daños a ese equilibrio. Se dice que la transición hacia una agricultura sustentable debe ser lenta para no generar un caos, pero no se ve esta preocupación en ninguna práctica del capital concentrado, lo que reafirma la idea de que todo cambio real en Nuestra América debe basarse necesariamente en una descolonización del saber, del hacer y del poder. Sin ella resulta imposible avanzar hacia una democratización profunda y un mundo sano, sin pandemias que se cobren en poco tiempo la riqueza que tanto costó robarles a los pueblos explotados. Desde ya, esto debe negársele a la “nueva normalidad” de la que tanto hoy se habla, pues si el viejo orden se aprovecha de esta caótica situación para incrementar sus saqueos y la destrucción de la belleza del mundo, sería mejor que la humanidad emigre a los paraísos que les prometen sus religiones antropocéntricas, donde podrán gozar de un consumo sin límites, observando desde lejos cómo, en el jardín de lo que fuera su residencia, se aposenta un oso a tomar sol en una reposera, leer los diarios mentirosos que le siguen llegando desde el Infierno, y luego retozar en su piscina de agua transparente.

Y si esta racionalidad básica resulta tan difícil de instaurar, es porque las derechas de América Latina están dirigidas y apoyadas por el Departamento de Estado y el Comando Sur de Estados Unidos, los que defienden a ultranza el “derecho” a la evasión fiscal multimillonaria, la fuga de capitales, el lavado de dinero y las operaciones offshore de los “grandes empresarios”, casi todos sin arraigo alguno en el territorio que depredan. Del país, dicen ofendidos, que se ocupe el Estado, siempre que no les venga con impuestos especiales, les pongan trabas cambiarias ni les hablen de humanizar la economía, pues a decir verdad ellos pertenecen ya a otra especie biológica, que hace mucho dejó atrás el principio de “piedad para los débiles”, que funda y sostiene la condición humana.

Frente a esta pandemia que parece anunciar el Apocalipsis, los pueblos de la América profunda no representan un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable, esa otra normalidad posible, pues la vieja resulta demencial y no tiene nada que ofrecer. Ante una modernización etnocida y ecocida, casada no ya con la emancipación humana, sino con la sociedad de consumo y la grosera rentabilidad del capital financiero, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Los principios del Buen Vivir que ellas proponen, no sólo deben ser asegurados a nuestros contemporáneos, sino también a las generaciones venideras, empezando por los niños de hoy, para no trasladarlos a un tiempo incierto, el que nunca llegará si no se lo persigue. Se encuentra implícita en ellos la antigua ética andina que manda a los padres legar a sus hijos una naturaleza igual o mejor a la que ellos recibieron de sus mayores, y no degradada ni destruida. Y esta normativa tan sabia debería declararse de validez universal, e incorporarse a las constituciones políticas de los Estados, como los Derechos de la Naturaleza incluidos en la Constitución de Bolivia. Nos referimos al Sumaj Kawsay de los quechuas, homologable al Suma Camaña de los aimaras y el Tekó Porä de los tupí-guaraníes.

Nuestra propuesta civilizatoria parte de la recuperación y potenciación de los saberes ancestrales en materia ambiental y otros órdenes que afirman una vida ética, para abrirse luego a ese diálogo que precisa el ecodesarrollo en todos los terrenos de la actividad del hombre. A la barbarie actual del monocultivo, que envenena y mata a la tierra, se opone una eficiencia productiva cifrada en pequeñas unidades agrarias, que se funda en una biología de la conservación. Ello exige un rechazo enérgico a la creciente ocupación y saqueo del territorio por las corporaciones, lo que ocurre aun en países que optaron por la vía progresista de Nuestra América, lo que implica una llamativa incoherencia. El costo político de estas concesiones al gran capital es una causa, no menor, para explicar el retroceso de las políticas sociales que cuentan con un fuerte sustrato cultural. Tampoco las economías regionales deben subordinarse a las metrópolis nacionales, y menos aún a las extranjeras. El derecho de consulta a las comunidades afectadas por los grandes proyectos de desarrollo, consagrado ya por varias  constituciones nacionales, así como por la OIT y otros organismos internacionales, debe ser respetado a ultranza, declarándose de nulidad absoluta a los emprendimientos que no lo hagan, y responsabilizando  penal y civilmente a los funcionarios que lo eludan. 

Un mundo limpio requiere el uso creciente de energías limpias y renovables, así como una fuerte inversión en ellas. Tanto la provisión de agua potable como el poder respirar un aire sano, no contaminado, son derechos de todo ser humano, asegurados por el Derecho Internacional, pero de los que poco se ocupan los gobiernos neoliberales. Para hacerlos efectivos, es preciso crear tribunales ambientales a nivel nacional e internacional, como han propuesto los pueblos originarios. 

O sea, no los lamentos y protestas pacíficas, sino la acción conducente, como lo hace la juventud chilena, para devolver la dignidad a su país y recuperar los derechos que les quitaron con los resortes de la globalización. Hoy, y gracias a la pandemia, las diferencias entre el Norte y el Sur se volvieron menos abismales, pues varios países del Norte mostraron que pueden ser menos eficientes que los del Sur, a pesar de sus extraordinarios recursos. Y como en definitiva todos navegamos en un mismo barco, quienes más recursos acumularon saqueando al planeta más deben invertir en el salvataje. La extrema derecha esgrime la amenaza comunista (la que ya no existe ni en Rusia), sólo preocupada en hacer más y mejores negocios, pues los buitres saben que cuando hay muchos muertos en una batalla sobra comida.

Es muy probable que como secuela de esta pandemia sobrevenga una gran recesión, y que los gobiernos de los países “centrales” (todo país tiene sus centros y periferias) cierren las aduanas para defender su economía, pero deberían exceptuar de esta medida a los países pobres (o empobrecidos por el Imperio) y bloqueados en forma unilateral, pasando por encima de los organismos internacionales competentes para dirimir los conflictos, pues se basan en la prepotencia militar, no en normativa alguna. Para entender esto hay que remitirse a Simón Bolívar, quien ya en un año tan lejano con 1825 le dijo a Santander, reprochándole el haber invitado al Congreso Anfictiónico de Panamá a Estados Unidos, que ese país estaba ya marcado por la Providencia para sembrar el mundo de males en nombre de la libertad. Claro que no le pediremos ayuda alguna (pues a la postre esa “ayuda” se pagará muy cara en lo que a la dignidad se refiere), sino que levante sus bloqueos y se deje de amenazas bravuconas e intentos de golpes de Estado. Habrá en este tiempo una fuerte transformación de las ideas, lo que no entraña que las prácticas políticas y sociales vayan a cambiar de inmediato: toda idea demanda una larga incubación, la que ya empezó. Darcy Ribeiro dijo al respecto que las ideas son como los mangos, los que cuando están maduros caen todos al mismo tiempo y en todas partes. Pero Estados Unidos carece de toda ética, y por esto fue declarado en varios foros un “enemigo común de la humanidad”.

La globalización será puesta en cuarentena, pues hasta mostró que entre los países de la misma Comunidad Europea cundió la rapiña por los materiales sanitarios provistos por China y no por uno de sus países, y hasta Estados Unidos echó mano a embarques ajenos, en una piratería instituida por ellos, según la cual el “botín” corresponde al que paga más, no a quien lo contrató con antelación, y gruñendo como un gorila que reclama una presa ajena golpeándose el pecho.

Quedó clara la impotencia del dios Mercado para salvar de la muerte a cientos de miles de personas, y más que esto, su estólida indiferencia, pues pobres y viejos hay muchos y está bien que se mueran. Se vio así la necesidad de contar con Estados más fuertes, más distributivos y que valoren más la vida saludable de su población que la mayor ganancia de los especuladores apátridas, que no vacilan en vender al país en que crecieron. Para ello deberán tomar una mayor intervención en las políticas económicas, con la capacidad y la dureza suficientes para regular sus finanzas y circulación del dinero. 

Mientras la comunidad internacional no prohíba de forma terminante los bloqueos unilaterales e ilegales, el Sur global deberá reindustrializarse, hasta contemplar incluso la producción de las pequeñas piezas, pues una estrategia de Estados Unidos es bloquear la importación de estas últimas, como una manera de paralizar sus procesos productivos, como lo viven en Nuestra América Cuba y Venezuela. Hoy el mundo entero depende de China, gracias al virus que se fugó. En USA, que se ocupa mucho en producir misiles y muy poco de la salud de su población (al igual que todos los países con gobiernos neoliberales), se vio la dimensión  de la catástrofe, con un desgarrarse las vestiduras al estilo bíblico.

Esta pandemia completa la digitalización del mundo, y quienes no se manejen bien con la tecnología de punta de esta nueva era o no puedan comprarla, quedan afuera de todo, y hasta precisan de un asistente para cobrar una pensión o pagar una factura por servicios. Lo triste de esta llamada fiebre electrónica es que lleva a ignorar por completo a quien está a tu lado, y a centrarse en los mensajes que cada cual envía y recibe, o en la música que escucha, o los videos que visiona mediante ellos, colmados de violencia y cretinismo, con los oídos tapados por audífonos, por lo que no se les puede hablar sin interrumpir su ritual solipsista. Todos estamos ultraconectados, día y noche, como víctimas de una droga. No se mira a la gente en la calle para saber lo que se está viviendo, y menos aún para tomar plena conciencia de los árboles, los pájaros, las estaciones del año, el sol y la lluvia. ¿Para quiénes entonces florecen los árboles de nuestras calles y cantan los pájaros? Claro que sólo para ellos, pues nada esperan de nosotros en el campo de la percepción.

En esta era digital, recibida con tanto entusiasmo, no se advierte hasta qué punto los celulares aíslan al individuo de su entorno real, y que las potencias dominantes lo están ya usando como una forma de control y dominación de todo un pueblo, el que se irá así muriendo de frío, porque el calor humano está sólo en el cuerpo, o en el contacto de los cuerpos. Hasta la educación deberá realizar su tarea fundamental de socializar a los niños por esta vía, sin dejarlos simular luchas en juegos corporales propios de todos los cachorros de mamíferos. Caen la sociabilidad, la comunidad, la solidaridad y se alienta el egoísmo, vía por donde se llega  al sálvese quien pueda, y los que no puedan que se mueran, pues sobra la gente en el mercado. Quienes hoy nadan en dinero olvidan que su riqueza se construyó con la explotación de esa humanidad sumergida a la que tanto desprecian, la que levantó su casa y sus fábricas, cayéndose a menudo del andamio sin que a nadie le importe, y que no puede siquiera construirse una modesta vivienda propia. 

Sólo lo que está en la pequeña pantalla del celular es real, creíble, y no la sangre que corre por el mundo, derramada por los que no tienen más que su pobre vida. Si la democracia de las repúblicas se basa, como bien sabemos, en la libertad, la igualdad y la fraternidad (solidaridad), la gran desigualdad imperante debió alentar al virus a visitarnos para poner las cosas en su lugar, tras avisar a otras cepas que se vayan preparando para nuevas ofensivas, las que serán aún más exitosas, pues ocurre que ni siquiera el país que más daño hace al mundo se defiende de ellos, por un acto de soberbia que les alfombra el camino a los invasores.

Es que hoy la humanidad corre serios peligros de extinción, por el calentamiento global y los sucesivos oleajes de virus pandémicos de alta peligrosidad, y como ya se advierte, los animales recuperarán el planeta que le usurparon, habitando las ciudades desiertas, pues es hora de que llegue su hora: una sola especie insensata no puede tener más derechos que las tres millones de especies a las que todos los días el hombre está eliminando de la faz de la tierra, sin contar que algunos naturalistas elevan a 80 y 100 millones las especies aún desconocidas, las que guardan un patrimonio genético incalculable. No va más ese mandato del Dios cristiano que hizo a las plantas y los animales para ponerlos en manos de este primate ambicioso y destructor de la creación y de toda la belleza del mundo, que no toma aún plena conciencia –o no quiere tomarla– de que está arrasando el planeta.

La dinámica del capital, en esta fase de “acumulación por desposesión”, como fue llamada, no sólo no consulta sus megaproyectos con los pueblos a los que afecta hondamente, sino que apela a los sectores corruptos del Estado para que le dé enormes concesiones  en territorios que se dicen fiscales pero que son posesiones seculares de grupos étnicos. Pronto llegarán las grandes maquinarias  de una minería dispuesta a contaminar el agua, la tierra y el aire, dinamitar los cerros hasta acabar con el paisaje ancestral y apropiarse del agua escasa y repartida con minucia entre los que riegan sus cultivos históricos, que provienen a menudo de siglos. Y si se trata de bosques centenarios les caerá “el boom” de los agronegocios, las semillas transgénicas y toda suerte de venenos certificados por el dios Progreso. Tal despojo se traduce en la  expulsión forzosa de las poblaciones campesinas e indígenas hacia las grandes ciudades, donde se irán diluyendo sus matrices culturales, y con ellas la perspectiva eco-territorial contenida en la filosofía del Buen Vivir. De esto se concluye que el debate por la tierra no debe conducir a verla como un recurso disponible para el gran capital, por lo común extranjero, sino como un territorio administrado por una comunidad con  una cultura y una historia. O sea, una comunidad de vida, no de muerte biológica y cultural, algo que se llamó “biología de la conservación”.

En su libro Retrotopía, dice Sygmunt Bauman que con un giro de 180º el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativas, para convertirse en un escenario de pesadillas: el terror a perder el trabajo y el estatus social ligado a éste. El terror de ver que nuestros hijos caen sin remedio por la espiral descendente de la pérdida de bienestar y prestigio. El terror de ver que nuestras competencias y saberes, que tanto nos costó aprender y memorizar, son despojados del escaso valor de mercado que les pudiera restar. Pero esto no se trata de un simple temor, pues vemos que la política capitalista de la memoria ataca todos los valores tradicionales en los que fundamos nuestra identidad, a los que expulsa de la escena o manipula para ponerlos al servicio de su publicidad. Recuerdo que en 1984, la famosa y terrible novela de George Orwel, se crea un Ministerio de la Verdad, dedicado a reescribir continuamente los registros históricos para ponerlos al día de las cambiantes y caprichosas políticas del Estado, instituidas como “normales”. Hoy la prensa venal está dispuesta a borrar o manipular la Historia para inventar raíces a la dominación actual, para ponerla al servicio de las mercancías y la elite de las finanzas. La plenitud del placer del consumidor es sinónimo de la plenitud de la vida. Compro, luego existo, porque la cuestión metafísica para el Hamlet de hoy es comprar o no comprar, ya que esto es lo único que da sentido a una la existencia.  Claro que esto incentiva una creciente intrusión en la privacidad, generando un individualismo sin individuos, un triste paisaje humano definido por Castoriadis.

“Se trata –concluye Bauman– de que las personas en general nos convenzamos de gastar un dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos, para crear en personas que no nos importan unas impresiones que no perduran”. Una loca carrera, cabe añadir, que está destruyendo el planeta, y que este virus podría ser el primer heraldo de una larga reconquista. Ojalá, por nuestros hijos y nietos, que logremos crear un mundo pacífico y sostenido (no sólo sustentable), en el que los animales silvestres puedan visitarnos sin que llamemos histéricamente a las enmascaradas sociedades del Rifle. Ayuda en esta carrera la era digital, que convirtió ya al celular en un instrumento de información sobre todos los aspectos de nuestra vida personal, en la que ya no caben los secretos, esa zona preservada, entrañable, que nos hace seres particulares, no un conglomerado amorfo y manipulable a voluntad.

Señala Sousa Santos que la especulación financiera sobre la tierra, las materias primas y los bienes alimentarios está provocado una ofensiva sin precedentes por los recursos naturales. La exploración y explotación megaminera a cielo abierto, la exploración petrolífera de napas profundas y la expansión incesante de la frontera agrícola por el agronegocio no se detiene a evaluar si este modelo de crecimiento es sostenible. Claro que no lo es, pues el sueño de un capitalismo verde, afirma este autor, es una “política de lo imposible”, porque la racionalidad ambiental no está en los genes de dicho sistema, y menos aún la justicia social. Hasta el momento, no se conocen ejemplos de lo que podría ser una política agraria de transición, y tampoco hay quienes se interesen en financiar proyectos de este tipo, fuera del tema de los pasivos ambientales generados por el extractivismo, que no llegaron muy lejos.

La deificación del consumo como el más supremo de los valores –lo vemos con la pandemia– ha llevado a incorporar a los excluidos al sistema financiero, lo que implica tornarlos prisioneros de los bancos y empresas acreedoras. Esta “inclusión financiera” no es más que una forma de control de las clases bajas para anular in situ sus fermentos subversivos, para torturarlos con el tema de que se acerca el vencimiento de la tarjeta de crédito y deben pagar el capital y los altos intereses adeudados, pues de no hacerlo no les quedará más que ponerse de rodillas y aceptar que le coloquen la correa al cuello, como a un perro fiel. El consumo no es ni será nunca un valor, sino un sucedáneo de los verdaderos valores, los que aún nuestros pueblos cultivan más que las clases altas, esa “dignidad de los nadies” a la que Fernando “Pino” Solanas dedicó un excelente film. Esos pobres que por solidaridad son capaces de renunciar a su plato de comida para cedérselo a un niño del barrio, mientras que los que lo tienen todo –resguardado, claro, en  los paraísos fiscales–, se resistan a donar (o devolver) al pueblo que les permitió acumular su fortuna el 1% de lo mal habido, con el argumento de que pedirles que lo hagan es un atentado a la propiedad privada, garantizada por la Constitución Nacional.

Esta pandemia puede ser asimismo el punto de partida de la propuesta del Movimiento por el Decrecimiento, cuyo primer principio es que nada puede crecer indefinidamente en un planeta con límites, lo que alcanza tanto a la extracción de materias primas como a la misma población, cuyo incremento se traduce en una mayor presión sobre el medio ambiente, lo que incluye la depredación de los últimos bosques, de las grandes llanuras y montañas aún deshabitadas. Esto rige en lo relativo a la lógica del pensamiento occidental y no de nuestros pueblos originarios, que han aprendido a lo largo de los siglos a convivir con su ambiente y enriquecerlo. El crecimiento indefinido no es una consecuencia posible de evitar del sistema capitalista, una lamentable enfermedad del mismo, sino una condición fundamental para que éste funcione. Se concluye de aquí que el capitalismo es intrínsecamente incompatible con los límites físicos del planeta. Hay por lo tanto que cambiar los valores, las prioridades y el modo de vida. El motivo no puede ser, en el tiempo que vendrá, maximizar los beneficios económicos a cualquier precio, para acelerar así la acumulación de capital, sino satisfacer las verdaderas necesidades de los pueblos, no ya las inventadas por la publicidad comercial, un rubro de la economía que bien podría honrarnos con su desaparición, por su constante consagración  del consumo.

Otro lados oscuro de la pandemia, ya evidenciado por la experiencia histórica de la humanidad, es que nos torna más individualistas, aislados, distantes y paranoicos, pues primero nos sentirnos vigilados, y luego nos convertimos en delatores del prójimo (o del próximo, el que está al lado). Para profundizar en esto basta leer La peste, novela que llevó a Albert Camus, su autor, a recibir el Premio Nobel.

Se calcula que la agricultura ecológica, además de no envenenarnos con transgénicos, emplea un tercio más de mano de obra que la industria. El reto, entonces, es aprender a vivir bien con menos, y ojalá sea éste el mensaje que nos traiga la pandemia, pues la Naturaleza necesita del equilibrio para seguir existiendo sin dañarse ni dañar. Hay que cuidar entonces la vida y salud de la tierra, entendida como suelo generador, y también no perder de vista lo que llamamos cielo, pues otros oleajes, tal vez más fuertes y apocalípticos, pueden venir de esa dimensión del espacio, o de la inmensidad incontenible de los océanos. 

Lo probable, haciendo a un lado las guerras de liberación nacional, es que esta era digital mejore la existencia en algunos puntos, y decepcione en otros. Porque no todo es cuestión de economía, sino también, o en especial, de cultura, y entre los valores de nuestros pueblos originarios, así como de las clases populares (en su mayoría de carácter mestizo), no está la exaltación del consumo, sino en un conjunto de valores ancestrales con los que el consumo pretende acabar, para que esas “minorías” no se percaten de que las están llevando, o las llevaron ya, a una era del vacío, donde la privacidad ciudadana ha dejado de existir, y el individualismo se ha quedado sin individuos. Es que ya hemos llegado al futuro, y vemos que en él no pastan las utopías positivas, sino alarmas globales para salvar al planeta.

 


Adolfo Colombres es narrador y ensayista especializado en temas antropológicos.

Foto: Claudio Lahitte

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