Escribe Víctor Delgado
Recopilador, narrador de historias comarcanas, guitarrista, cantor y soguero. Desde el sur de la provincia de Buenos Aires reivindicó la cultura de los “sencillos” de la región.
En los primeros días de agosto, víctima de covid, murió en Cármen de Patagones, a los 68 años, Ángel Hechenleitner. Es probable que pocos hayan tenido el privilegio de oírlo, ya que por propia decisión apenas había andado por los bordes del espectáculo. Sin embargo mantuvo alta la llama de artista verdadero en ese recodo lejano y antiguo de la provincia de Buenos Aires, donde el viento comienza a soplar gélido y la pampa hace tablas con la Patagonia, entonces lo surero va transmutando en sureño. Una delimitación sutil que sólo saben establecer algunos músicos y cantores de la llanura, aunque en Ángel convergían ambos conceptos sin conflicto. Acaso su obra es una síntesis de estos dos grandes espacios sonoros, todavía poco explorados o, más bien, cubiertos bajo la penumbra del olvido y el desconocimiento impuesto –como diría el propio Hechenleitner– por quienes ofician de “patrones” en la difusión.
Cantor, poeta, narrador, notable guitarrista y compositor, además de soguero exquisito. Hacedor de riendas, bozales, cabestros y maneadores… Oficio que desempeñó hasta el final, en su modesta casa de barrio y casi museo. Frecuentada, desde siempre, por personalidades de la cultura y artistas como Suma Paz, quien supo honrarlo con el poema “Ángel soguero”.
Gaucho de atuendo y de adentro. Usuario sincero de “un puñado de asuntos éticos y estéticos que van signando la vida”, según entendía y militaba la paisanidad.
Su apellido bien “gringo” recaló en América del Sur, en el siglo 19, con los alemanes luteranos que se asentaron en Chile. Ya de este lado de la cordillera, su abuelo se afincó en Piedra del Águila, Neuquén y más tarde en Río Negro, sobre Carri Laufquen “Chico”, a diez leguas de Maquinchao.
Su niñez estuvo signada por la música, el paisaje de la región y el apego a las faenas campesinas. Observador profundo, buen jinete y rastreador diestro. En su adultez gustaba citar a una de sus grandes mentoras, Aimé Painé: “Un hombre empieza a cultivarse cuando mira qué lo rodea”.
Con vocación descubridora podía estar horas hablando de las señas que guardan los chañares, de cómo anuncian la tormenta los caballos con un retozo. Lo mismo que el vuelo de las avutardas, desde el fondo de la Patagonia buscando Norte, anticipando el comienzo de las nevadas. En ese universo rural plagado de rumores y señales abrevó sensible.
Temprano se sintió atraído por el habla de los criollos, según vislumbró, portadores de “una poética y rítmica especial”. Esa oralidad del hombre sencillo de campo construida con “frases octosilábicas, una medida justa para el verso cantado”, llena de refranes, de gracejo y de expresiones rítmicas, primero lo llevaron a reparar en la versificación y más tarde a comprender “la intensidad de la poesía”.
De su abuelo materno, un aficionado a la guitarra, aprendió los primeros trancos de milonga y los arrastres sobre el diapasón para ejecutar estilos con la cadencia de la región. Cuando en los años 70 conoció a la concertista Irma Costanzo, ésta contempló cómo tomaba la guitarra y le dijo dos cosas: “Hay una asunto con los paisanos de la llanura, siempre empuñaron bien el instrumento”. Aludía a la postura ergonómica que naturalmente adoptó el habitante pampeano, muy semejante a la recomendación de los académicos clásicos: sentado, con el instrumento ligeramente cruzado (nunca colgado) apenas sostenido entre sus piernas de jinete y levemente apoyado en el pecho. Lo otro que le confesó fue que estaba dispuesta a ser su profesora pero que nunca abandonara lo que hacía. El músico siguió con creces el consejo. El perfeccionamiento de la técnica guitarrística le valió para ahondar en las formas gauchas que traía consigo. En tanto que el dominio de la teoría musical fue la herramienta para encarar un trabajo de recopilación tan serio como desconocido.
Como Atilio Reynoso, Juan Cruz Barbosa o la propia Suma Paz, quienes procuraron ahondar en las formas musicales de la llanura e indagaron con esmero sobre los orígenes, también Ángel llevó adelante un riguroso trabajo de campo reivindicando la cultura de los llamados “incultos”. Recuperó y trasladó al pentagrama un repertorio criollo –anónimo y de autoría– de gran valor histórico, como son las obras que ejecutaban el sargento Domingo Tello y don Tomás Sitanor, entre otros antiguos musiqueros del sur bonaerense y la región patagónica. Obras que nunca dejó de interpretar en las presentaciones públicas, junto a las de autoría propia y otras originalidades como antiquísimos gatos y mazurcas, dos formas musicales antaño de gran aceptación en la campaña bonaerense; tanto como las polcas que, al decir de Hechenleitner, no solamente provenían del norte argentino, también existió otra vertiente chilena. Como dato curioso, él tocaba tres polcas instrumentales que Violeta Parra había recopilado en su país, cuya estructura no difería con la que supo circular en el ámbito pampeano, una “polca acriollada, bien diferenciada de la europea”.
En los primeros años de este siglo, colaboró con el “Programa de rescate de cultura popular de la provincia de Buenos Aires” que dirigió el ensayista y colaborador de La Marea Adolfo Colombres. Fruto de esa recopilación es “Literatura Popular Bonaerense”, una sustancial obra, en cinco tomos, que reúne coplas, adivinanzas, dichos, refranes, cuentos de mentirosos, narraciones mapuche, canto payadoresco, y un cancionero popular autoral y anónimo de la provincia.
Hechenleitner se definía “patagonés”, y no “maragato” como cierta corriente tradicionalista insiste en nombrar a los habitantes de aquel municipio, en alusión a los primeros españoles que desembarcaron en el lugar. Apegado a la historia de su terruño, supo reivindicar costumbres y usos de los pueblos tehuelche y mapuche. Contempló que la historiografía lugareña había sido esquiva con el tema indígena. Y hasta “pidió cancha” para que un gaucho ingrese en la Historia grande. Lo hizo con la hermosa “Milonga por Molina”, dedicada a un criollo “rebeldón y perseguido”, protagonista de la resistencia a la invasión brasileña que experimentó Patagones en 1827. José Luis Molina, capataz de la estancia Miraflores en Dolores (algunos afirman que había sido baqueano en el cruce de los Andes), ante la inminente invasión brasileña fue enviado por Buenos Aires como refuerzo junto con una veintena de gauchos. Su astucia y osadía criolla resultaron clave en el combate del “Cerro de la caballada”. Aun con su heroico desempeño, su nombre no figuró, por mucho tiempo, en los anales de la historia oficial y la calle que lo evoca es la más corta de la ciudad.
Esta Milonga quiero/para nombrarlo a Molina,/ porque la historia, se sabe,/es con los gauchos mezquina./… /Los piratas de este puerto/ le han envidiado la baquía, / pa’cruzar un mar de pampa/ con el instinto de guía. / Corta es la calle que nombra al gaucho José Molina, /¿Quién sabe quién la eligió? /¡Saberlo me gustaría! /¿Qué apellido hay que tener/para entrar en esta lista? /¡Fierro, que fue el más mentao, /anda afuera todavía! /Siempre hace falta algún gaucho/cuando la patria peligra. /¿Quién otro pondría el cuero/a la historia que es mezquina?.
Pensando en su derrotero, reflexionó el cantor: “el gaucho fue el más desheredado de esta tierra, sirvió para las guerras, lo usó la clase dominante para consolidar los latifundios de la pampa húmeda y luego lo dejó de lado”.
De esos asuntos gustaba hablar cuando lo convocaban a un escenario. Hizo giras por el interior de Argentina (en una ocasión junto a Linares Cardozo) También concretó presentaciones en México y Chile. A este último país acudió muchas veces, en una de las oportunidades para celebrar 400 años de la décima espinela. Grabó un par de discos y algunas de sus partituras están reunidas en dos títulos impresos: “Cinco Composiciones Criollas” y “Aires comarcanos”. No persiguió el lucimiento personal, tenía una concepción casi pedagógica del espectáculo. “Hay artistas que son entrevistados y sólo hablan de la cantidad de discos que grabaron, el número de recitales que llevan vendidos o las giras al exterior que hacen. Nada más, ninguna sustancia, solamente marketing”.
Si lo convocaban a festivales folclóricos, luego de cantar ofrecía “como regalo” la posibilidad de tener una charla con jóvenes en algún colegio o biblioteca. Con tristeza revelaba que muy pocos directores de Cultura se entusiasmaban con la idea. “Como cantor popular no necesito homenajes ni distinciones, simplemente espacio para cantar y dar mi mensaje. No para enseñar, sólo para mostrar herramientas que después podrán tomarse o no”. Con todo, tenía esperanzas en lo que supo denominar “la corriente subterránea de nuestra cultura popular. Esa que pueden negar los sectores dominantes pero es difícil de matar. Siempre está latente y como todo lo que es verdadero emerge”.
Atahualpa Yupanqui, con quien alguna vez compartió un viaje, sabedor de la legitimidad del patagonés, quiso que las guitarras de ambos fuesen juntas en el baúl del automóvil “para que se vayan conversando, paisano”. Todo un gesto de reconocimiento y amistad. Mantuvieron una fluida correspondencia. En una de ellas, en 1985, el gran maestro le regaló una frase: “Paisano siga con su guitarra, y ojalá la vida no lo embrete en el espectáculo, que casi no es buen destino pa’ un hombre libre”.
Hechenleitner llegó a decir que si había recibido un elogio era el de Don Ata, al reconocerlo “hombre libre”.
No hace mucho le preguntaron su opinión sobre Yupanqui. Con la sencillez acostumbrada recurrió a una imagen del universo campero: “Es el gran abuelo criollo, que hay que escuchar, mirar y consultar cada vez que se tenga alguna duda sobre el destino del canto”. Una sentencia elocuente que ya forma parte de su enorme legado.