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Peste

por Julian Monti

En tiempos de crisis sanitaria, el sistema “pre-pago” de salud, instalado fuertemente desde hace décadas en nuestro país, ha demostrado sus limitaciones a la hora de combatir a la pandemia. Según el autor, frente al mero objetivo del beneficio económico de las grandes empresas, es necesaria una política de fortalecimiento del sistema público de salud y de las obras sociales como herramientas fundamentales para garantizar la salud de las mayorías.


Escribe Héctor Rougier

Asistimos en estos meses y somos parte de un proceso socio-histórico particular considerado un tipo de hechos y aconteceres de tiempos ya lejanos. Hechos que, no obstante, suceden hoy e inciden de modo contundente en la vida cotidiana, poniendo en vilo a la salud de la población mundial y generando miles de víctimas. Víctimas y amenazas que afectan de modo muy específico a los trabajadores de la salud, en tanto ponen el cuerpo al abordaje de la pandemia y con ello quedan severamente expuestos al contagio viral.

Los datos de esta realidad parecen haber colisionado con el estado sanitario previo en casi el mundo todo, hasta entonces dotado de una cierta idea de inmunidad, no universal, pero sí muy extendida y alcanzada en el orbe a partir del colosal desarrollo científico y tecnológico producido por el sistema capitalista desde fines del siglo 19 y 20. El estallido de esa convicción exitista sustenta un rasgo subjetivo muy declarado en estos días: “¡nunca me imaginé algo así!”, repetido en todos los idiomas y en los más diversos rincones del globo.

Esta laguna imaginaria guarda, no obstante, en su escasa profundidad, conocimientos de los que también se disponía. Efectivamente, sabíamos desde hace 25 siglos –al menos– que el modo en que se nos presenta nuestro hábitat natural cambia mediante su propio movimiento; y hoy, que incluso cierta impalpable mutación en un virus –como el corona– podía darse y desatar consecuencias sociales gravitantes.

Además, se sabe que, desde hace algunos años ya, al menos los líderes de las principales potencias disponían de informes que alertaban, casi textualmente, sobre lo que está ocurriendo hoy con la pandemia de Covid-19. Barak Obama, por ejemplo, ya había advertido en 2014: “Puede y probablemente llegará el momento en que tengamos una enfermedad transmitida por el aire. Y para tratar con eso de manera eficaz necesitaremos una infraestructura, no sólo aquí en casa, más globalmente, que nos permita verla rápidamente, aislarla rápidamente, responder a ella rápidamente. De esta manera si una nueva cepa de gripe, como la española, surgiera de aquí a cinco años o de aquí a una década, haremos una inversión y estaremos adelantados para combatirla”. Sin embargo, el propio Obama no pasaría de la advertencia.

Lo que parece haber sorprendido ha sido la decisión político-sanitaria asumida por el gobierno argentino a partir de marzo de 2020. Incluso la contrastan con el acontecer en los países centrales del sistema internacional. La pregunta es, ¿por qué? ¿Por qué, a pesar de ser Argentina un país arrasado económicamente por políticas impiadosas, parece estar exhibiendo un accionar más eficaz que el de los países más ricos?

La respuesta tiene historia en nuestro país. Y esa historia representa el recorrido padecido y protagonizado durante más de un siglo por las mayorías populares en torno a creativas conquistas de la clase trabajadora. Alrededor de 1880 parecía que lo único vigente en el país sería la propiedad de la tierra, a partir de la culminación de las campañas de exterminio de los pueblos originarios. El criollo, utilizado en la lucha contra el “indio”, resultaba a los terratenientes inhábil y poco afecto para tareas ajenas al arreo: “un vago a quien, para vivir, le alcanza con tomar mate a la sombra de un espinillo”, por lo que la frontera portuaria se abrió a la inmigración de los hambreados y perseguidos en Europa, que quizás se habían tomado demasiado en serio aquello de liberté, égalité, fraternité y debieron huir de allí sólo con lo puesto, pero con manos cultivadas para muchos oficios que aún no existían por aquí.

Pero aquellos “gringos” no solo trajeron sus manos, sino que también desembarcaron sus cabezas, sus expectativas y, muchas veces, lo aprendido en enseñanzas de múltiples experiencias organizativas capaces de enfrentar, poco a poco y con creciente participación colectiva, las adversidades sociales generadas por la explotación. Los nacientes sindicatos de entonces se preparaban para la lucha también mediante un aporte solidario que cada trabajador realizaba con destino a una “Caja de Huelga”, a utilizarse en los momentos difíciles. La integración de aquellos trabajadores en cada organización tenía, en principio, como criterio fundamental, la solidaridad. La lucha obrera tomaría un cariz cada vez menos espontáneo y más decidido en el conjunto de iniciales relaciones sindicales: aportar, participar, decidir, luchar, resistir y avanzar solidariamente.

Probaron así la eficacia de un criterio que, como veremos, vertebró también lo que sería la Caja de Salud. Las convicciones fraternas y compartidas se extenderían de la defensa mutua para y durante la lucha, a la defensa de la salud. La enfermedad no sólo amenazaba la vida del trabajador y la supervivencia de su familia, sino que impedía su actividad gremial y laboral que, suspendida esta última, desencadenaba la interrupción de toda retribución salarial a mitigarse con esta nueva caja.

Así nacieron en Argentina las más tarde llamadas Obras Sociales, para distinguir con gran originalidad, un modo de defensa y atención de la salud de los trabajadores y sus familias. No nacieron con el estado. Nacieron como estrategia para defenderse del estado, custodio de las clases dominantes que, cuando comprendieron su fortaleza organizativa y económica, buscaron (y lograron) intervenir sobre ellas para ponerlas, lo más posible, a su beneficio. Tampoco nacieron del modelo privado de atención que apenas existía como forma de contratación directa entre el médico y el enfermo. Fue al revés: el mercader encontró en el modelo obrero los lineamientos para la futura empresa de salud, como quedara constancia en la revista obrera “La mutualidad”, difundida en Buenos Aires en 1905.1

Trabajando este tema en la universidad, se tendía a confundir estas organizaciones, creadas y gestionadas por los trabajadores, con lo que se da en llamar “cobertura pre-paga de salud”: negocio del área que asocia clientela integrándola a un listado de abonados, denominado justamente “salud pre-paga”. El pago a tiempo y la pertenencia suficiente a ese colectivo permite acceder a ciertas prácticas de atención de salud, en el caso de que un diagnóstico médico gerencial de la organización confirme cierta patología en el “socio”, prevista en el contrato.

Pero, además, resulta útil considerar no sólo las diferencias en el origen de estas entidades, sino también su criterio organizador. En el caso de las obras sociales, el criterio básico que calibra todos los componentes de la organización son la solidaridad, la reciprocidad, la mutualidad, que le dan sentido a esa unificación de trabajadores alrededor de la defensa recíproca y frente a la enfermedad (la mutual); por tanto, su criterio básico ha sido la solidaridad entre ellos. Cada obrero aportaba el mismo valor relativo de dinero para sostenerla, y todos tenían derecho a la misma prestación necesitada. El trabajador sano, que en cierto tiempo usa muy poco esos servicios, no se sentía estafado por aquel otro, enfermo, para quien la caja de salud destinara mucho dinero, aunque en el claro sentido de “hoy por ti, mañana por mí”.

En cambio, el criterio vertebrador de las compañías privadas de medicina pre-paga es la ganancia, mediante prácticas que no serían posibles si se quebrantaran las condiciones de lucro de los capitalistas poseedores de las empresas. En tanto, las obras sociales organizadas por los trabajadores, contemplando que no todos ganan el mismo salario, establecieron que todos aporten el mismo porcentaje de lo que perciben, sumando así el mismo valor relativo de dinero: supongamos el 3%, como modo posible de igualar esas contribuciones con criterio solidario, a través de una equivalencia objetiva, por la que Juana aporta 10, Raúl 100 y Felisa 1000, que aunque resulten cifras diferentes, expresan la misma proporción de lo que cada uno obtiene por su trabajo.

Este criterio de solidaridad alcanzó su mayor grado de desarrollo entre los años 1945 y 1955, cuando el gobierno de Perón creara el primer ministerio de Salud a cargo del Dr. Ramón Carrillo, un sanitarista adelantado a su época –dominada por una sólida perspectiva biologista–, en primer lugar por su concepción social de los procesos de salud/enfermedad y por su enorme capacidad de acción en favor de la salud popular. Carrillo, que seguramente valoraba positivamente los logros alcanzados por las organizaciones de los trabajadores en favor de lo salud de sus afiliados, discutió, no obstante, con sus dirigentes, el esfuerzo de las organizaciones obreras disociado del que realizaba el gobierno que, para él, bien podía unificarse para concentrar y ampliar la capacidad de gestión sanitaria con el aporte efectivo de todos los sectores económicos, para atender la salud de los argentinos. Pero el debate no fraguó: la salud estatal avanzó ejemplarmente en aquella época, y con el tiempo nuestras obras sociales sufrirían diversas formas de despojo y apropiaciones indebidas para quedar relativamente subordinadas al poder de la atención privada de salud, cuyo objetivo esencial es el beneficio económico, la ganancia, forma social antagónica de la cooperación solidaria que establecieran nuestras obras sociales.

Nuestra experiencia durante más de 30 años en Salud Pública ha podido ratificar el valor de la intervención del estado en salud, sobre todo, si se acompaña del protagonismo de los trabajadores, capaces de sostener un sólido y eficaz compromiso con las necesidades de salud de los más desfavorecidos, asegurando eficacia a la intervención, a pesar de décadas de diatribas insidiosas contra esa política. Política –en los hechos y aunque en parte recupera su relevancia durante la pandemia– en que la actividad privada resulta apenas algo menos que ociosa. Política en la que los trabajadores de la salud, en contraposición al #QuedateEnCasa, asumen los riesgos de trasladarse cotidianamente por donde circula el virus y participan del intento por impedir que se establezca en los centros de salud y su comunidad, siendo parte de la actividad de cura de afectados por el coronavirus.

NOTAS:

1 Doval, H.: Salud. Crisis del sistema. Propuestas desde la medicina social, Editorial Ágora, Buenos Aires, 1992.


Héctor Rougier es psicólogo y psicólogo social. Integrante y docente de la Escuela de Psicología Social de Rosario “Dr. Enrique Pichon Rivière (IRDES); ex docente de la Escuela de Enfermería – Facultad de Medicina de la UNR; fundador del Departamento Interdisciplinario de Salud Mental (DISAM) de Villa Gobernador Gálvez, Santa Fe.

Fotos: Claudio Lahitte

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