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L-Gante y el espejo

por Julian Monti

Escribe Julián Monti

Reflexiones acerca del fenómeno L-Gante y los factores que intervienen en la configuración de las expresiones de la cultura popular actual.


El episodio tuvo lugar el pasado verano en uno de los ramales del tren Roca, a mitad de camino entre Constitución y uno de los destinos del sur del conurbano.

Un joven camina por un andén despreocupadamente; luce, asomando por debajo de su ropa deportiva, unos extraños tatuajes que llaman la atención de los pasajeros que esperan la partida del viejo tren diesel (“la chancha”, como se lo conoce en la zona).

El muchacho sube a uno de los vagones semivacíos mientras su celular emite un reggaetón que se mezcla con la voz de algún vendedor ambulante que recorre la formación. Un momento después la música cesa, pero la voz áspera y extrañamente articulada de aquella canción reiterativa, casi monótona, ahora es parte de una entrevista. Se trata, seguramente, de alguno de esos programas de televisión de la tarde que en la jerga son llamados magazine, y el entrevistado es L-Gante, ese cantante que, para quienes no siguen las nuevas tendencias de la música juvenil, quizás signifique hasta el momento sólo un cúmulo de referencias mediáticas: que Cristina lo elogió pero lo llamó “Elegant” (en inglés), que estuvo en el programa de Feinmann, que la reunión con el presidente, que le canta a la marihuana…

“¿Qué les dirías a los jóvenes como vos?”, pregunta el entrevistador; “Yo les diría que luchen por sus sueños, que no descarrilen”, sentencia L-Gante. La entrevista dura más de veinte minutos; veinte minutos de YouTube que probablemente consuman buena parte de la conexión a internet del teléfono del muchacho, que mira fijamente la pantalla. El chico observa a L-Gante como quien se mira al espejo, y sonríe, como quien en el gesto de otro se reconoce a sí mismo.

Al finalizar la entrevista vuelve la música, pero el muchacho se levanta de su asiento cuando el tren llega a una de las estaciones y se baja de un salto; mientras se aleja se puede oír algo así como “Esto lo hago todos los días, tranqui, quemando María”.

Días más tarde es noticia el recital en Tecnópolis: 45.000 personas, transmisión en directo por la televisión oficial y auspicio de los ministerios de Cultura y Salud de la Nación. Poco tiempo más tarde su imagen y su voz ya forman parte del paisaje mediático. L-Gante recorre, en meses, un vertiginoso ascenso y se convierte en un verdadero fenómeno cultural.

L-Gante ante 45.000 personas en Tecnópolis, el 13 de febrero de 2022.

L-Gante y la cumbia villera

A diferencia de otros artistas que logran masividad impulsados –o que son directamente diseñados– por la industria del entretenimiento, el caso de L-Gante parece mostrar un verdadero ascenso, en tanto surge evidentemente de abajo. Un vertiginoso ascenso que condensa en muy poco tiempo varios elementos que permiten reflexionar acerca de cómo se conforman hoy las expresiones de la cultura popular.

Es casi imposible no relacionar a L-Gante con aquel movimiento de la cumbia villera que surgió a finales de la década de 1990; de hecho, él mismo llama “cumbia” a su música, a pesar de que está más cerca del reggeatón, por el ritmo, y del rap por la utilización de la voz semicantada (esa práctica milenaria cuya historia abarca, entre otras cosas, desde la antigua declamación, hasta el sprechstimme de Schönberg o la payada rioplatense).

La cumbia villera surgió también de abajo, como expresión descarnada de la vida de los jóvenes de los barrios pobres en los que arreciaban la desocupación y la miseria, hacia el final del gobierno menemista. En las letras de aquellas canciones se evidenciaba la difícil condición de aquellos jóvenes que se expresaban con cierta violencia, con lenguaje sexista, reivindicando el consumo de drogas, etcétera, pero que también daban testimonio de sus carencias, de sus aspiraciones, de los códigos barriales y denunciaban la violencia policial, entre otras cosas, todo lo cual configuraba la afirmación de una identidad que reclamaba su derecho a la existencia: la identidad villera.

Tapa de un álbum con éxitos de la cumbia villera.

Como podía esperarse, la cumbia villera fue rápidamente absorbida por la industria cultural (por la entonces fuerte industria discográfica). De esa manera se convirtió en un fenómeno masivo que trascendió su contexto de origen, a pesar de que, al menos en un primer momento, suscitó el desprecio de sectores medios y altos de la sociedad –cuando no el de cierta intelectualidad– que veían en ella simplemente una expresión decadente, y ocultaban cierto clasismo y hasta racismo detrás de dudosos o tendenciosos juicios estéticos y moralizantes: que era música demasiado simple, que desafinaban al cantar, que fomentaban el delito, etcétera. Así fue el ascenso de la cumbia villera: desprejuiciado, plebeyo, rebelde, y algunas canciones merecieron, además de la descalificación, la censura del viejo Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) “por promover conductas adictivas”.1 Más tarde, sin embargo, logró en su auge instalarse incluso en reductos de las clases altas (en boliches de Punta del Este, por ejemplo).

El fenómeno L-Gante –que emerge junto a otros artistas menos conocidos– muestra rasgos similares en varios aspectos, pero una diferencia notable: mientras la cumbia villera fue comercializada masivamente por la industria discográfica pero mereció el rechazo y hasta la censura por parte del estado, el caso de L-Gante muestra, por el contrario, que fue un sector de la política ligado a las clases dominantes y con fuerte incidencia en el estado el que lo catapultó al estrellato.

No significa esto negar su trayectoria previa, pero desde que Cristina Fernández lo mencionó en un discurso en plena campaña electoral, en 2021, L-Gante en muy poco tiempo dejó de ser solamente un músico con influencia en un sector de la juventud para convertirse en un artista-estrella con gran presencia mediática. Como tal, no sólo su música sino también sus declaraciones, su forma de hablar, sus conductas, sus ideas, pasaron a ser objeto del debate público y de la disputa política: unos intentan aprovechar su popularidad poniéndolo como ejemplo de las oportunidades que brindó la llamada “ampliación de derechos” del gobierno kirchnerista (a eso se refirió la vicepresidenta en su discurso) y otros lo denostan o intentan ridiculizarlo (aunque quizás con cierta fascinación por el personaje) para atacar a sus adversarios políticos, aunque hay que decir que el propio L-Gante ha sabido maniobrar en la encrucijada, sacando provecho del momento pero sin quedar adherido a ningún sector.

Dos contextos y dos trayectorias

Es evidente que al comparar los fenómenos de la cumbia villera y de L-Gante no pueden soslayarse los enormes cambios que se han producido en los últimos veinte años en materia de comunicación (teléfonos móviles, internet, redes sociales, etcétera), que han causado grandes transformaciones no sólo en la industria del entretenimiento, sino en todo el espectro cultural, ideológico, artístico y simbólico en general. Pero incluso teniendo en cuenta esas transformaciones sería difícil comprender el desenvolvimiento de ambos fenómenos con tantos puntos en común sin considerar algunas circunstancias histórico-sociales más generales: especialmente, el auge de luchas populares contra las políticas neoliberales de la década de 1990 que desembocó en el “Argentinazo” de 2001, y la posterior recomposición de la hegemonía por parte de las clases dominantes durante el gobierno kirchnerista.

La cumbia villera surgió poco antes de aquella enorme crisis de hegemonía que estalló en 2001 –producto de la tremenda e inédita situación económica que atravesaba el pueblo– y que en las jornadas de diciembre puso en jaque al sistema de representación política bajo la consigna “que se vayan todos”. En ese contexto de enorme descontento, la cumbia villera aparecía, por las temáticas que trataba y por sus características desprejuiciadas, como un emergente cultural desafiante, como lo era también, en otro aspecto, el movimiento social que venía organizándose y luchando en las calles desde los barrios más pobres del país –el movimiento piquetero–, que del mismo modo sufría no sólo la descalificación (aunque justamente en 2001 logró confluir con los sectores medios), sino la represión lisa y llana por parte del estado.

Corte de ruta en La Matanza, en mayo de 2001.

Si bien el “Argentinazo” que expulsó a Fernando De La Rúa del poder no logró coronar en un gobierno popular, es sabido que la crisis de hegemonía se extendió en el tiempo, arrastrando incluso al gobierno de Duhalde. Las clases dominantes recién lograron recomponer su hegemonía, en un proceso, durante los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner. Y lo hicieron bajo el liderazgo de quien mejor supo –como afirman incluso algunos de sus simpatizantes–2 interpretar lo que había sucedido en 2001: a partir de ese momento sería imposible mantener la “gobernabilidad” en la Argentina sin considerar a esa enorme masa de trabajadores desocupados, precarizados, excluidos, que se había multiplicado a causa de las políticas neoliberales del menemismo que vinieron a profundizar la desindustrialización impuesta por la dictadura.

La recomposición de la “gobernabilidad” –eufemismo utilizado por las clases sociales dominantes– fue un complejo proceso en el que intervinieron principalmente factores económicos que descomprimieron la situación de descontento generalizado, sin tocar las bases estructurales que definen el carácter dependiente de nuestro país, con sus enormes desigualdades sociales. Cuando las condiciones económicas internacionales fueron favorables, incluso algunas de las políticas de asistencia estatal se institucionalizaron de distintas maneras (y de algún modo también se institucionalizaron las desigualdades), aunque esa “primavera” duró poco tiempo, y lo que en algún momento llevó alivio a grandes mayorías pronto se volvió insuficiente, lo que determinó y determina hasta hoy muchos de los vaivenes de la política argentina.

Pero ese proceso se caracterizó no sólo por lo económico, sino que incluyó diversos aspectos ideológicos, políticos y culturales: el reconocimiento de derechos democráticos de determinados sectores, una importante política de derechos humanos, la reivindicación de la cultura nacional y latinoamericana (en línea con otros gobiernos con características similares en la región), entre otras cosas, conquistas que fueron producto, naturalmente, de la dialéctica entre las luchas populares y la necesidad de quienes dominaban el estado de contener o disuadir ese movimiento.

De ese modo se recuperó aquella “gobernabilidad” reclamada por las clases dominantes después del “Argentinazo”, aunque hegemonizada por nuevos y no tan nuevos sectores económicos, que configuraron nuevas y no tan nuevas dependencias de nuestro país respecto de diferentes potencias imperialistas, y con el liderazgo de un sector político que –dentro del marco de la democracia burguesa y sin modificar en lo esencial un ápice de la estructura económica– gobernaba en nombre de lo “nacional y popular”, mientras los sectores más tradicionales y recalcitrantes de las clases dominantes se aglutinaban en el macrismo, el otro gran emergente que con aires de “nueva política” surgió de la crisis de hegemonía del año 2001.

L-Gante es parte de la disputa político-ideológica en los medios de comunicación.

En esta tercera década del siglo, el contexto político y cultural es distinto no sólo al de finales de la década de 1990, sino también al de aquel auge del kirchnerismo (lo que algunos ya llaman “kirchnerismo clásico”), por consiguiente es esperable que un fenómeno como el de L-Gante tenga un derrotero diferente al que tuvo otrora la cumbia villera. El ascenso de L-Gante a la categoría de fenómeno cultural masivo –si bien obviamente no escapa a la lógica de la industria cultural– encajó rápidamente en ese esquema simplista que un periodista del establisment denominó como “la grieta” de la política argentina: de un lado, defendido y promovido por el sector político identificado con lo “nacional y popular”, a pesar de que el mensaje del cantante no se ajusta del todo a su ideario cultural (basta mirar, por ejemplo, uno de sus videoclips en el que canta junto a una joven que baila casi obscenamente de espaldas a la cámara, lo que estaría en contradicción abierta con el feminismo que promueve al menos una parte de la coalición de gobierno); del otro lado, atacado por la derecha que, en su cruzada contra el “populismo”, pretende identificarlo con la marginalidad, con la supuesta “pérdida de la cultura del trabajo”, con la delincuencia, etcétera.

L-Gante y la idea de lo popular

Ése es el camino que ha recorrido L-Gante hasta convertirse en un artista-estrella. Sin embargo, sería injusto reducirlo (a él, tanto como a la cumbia villera) simplemente a un emergente social, político o, en última instancia, económico: es, por derecho propio, un fenómeno artístico. En todo caso, si se ha transformado en un fenómeno cultural y político es porque, en primera instancia, es un hecho estético.

Si no se quiere caer en el sociologismo que consiste en absolutizar el contexto de producción como factor determinante de la obra de arte, es necesario, más allá del anclaje social que tiene toda manifestación artística, no perder de vista su propia entidad como arte –las características intrínsecas que lo convierten en objeto del goce estético– y, por ende, sus vinculaciones con otros fenómenos artísticos, lo que, evidentemente, junto a las condiciones sociales en que surge y circula, también puede ser analizado históricamente.

No basta con afirmar, por ejemplo, que la cumbia villera desapareció del primer plano cuando las condiciones sociales y económicas en que surgió empezaron a cambiar (cuando el mercado laboral se reactivó, la desocupación comenzó a mermar y, por lo tanto, la situación social se “descomprimió”); es necesario considerar también a la propia circulación de otras músicas y su incidencia en el gusto, lo que obviamente en una sociedad capitalista avanzada está relacionado con las reglas del mercado y de la industria cultural. Justamente, alrededor de 2003 la industria comenzó a imponer internacionalmente al reggeatón centroamericano, que en la Argentina desplazó a la cumbia villera y explica, en cierta medida, las características musicales y la estética visual de L-Gante.

Excedería los límites de este artículo realizar un análisis exhaustivo del fenómeno, pero lo interesante del caso de L-Gante es que, por la velocidad con que logró masividad, deja al descubierto varios aspectos que permiten entender cómo se configuran las expresiones de la cultura popular en estos tiempos en los que el veneno del capital –“la grasa de las capitales”, como supo decir Charly García en una canción emblemática en plena dictadura– lo inficiona todo.

Las expresiones de la cultura popular (ya que si hablamos de cultura popular en general corremos el riesgo de empantanarnos infructuosamente en abstracciones) se conforman –como es claro en el caso de L-Gante– en un complejísimo entrecruzamiento de factores: históricos, sociales, políticos, económicos, filosóficos, artísticos, en los que intervienen cada vez más la tecnología, los monopolios de comunicación, las redes sociales, los big data, el estado. Sobre ese terreno empantanado, resbaladizo, lleno de trampas, lo popular y lo antipopular, las concepciones transformadoras y las conservadoras, las ideas revolucionarias y las reformistas, libran, entreverados, sus infinitas batallas.

Por eso L-Gante es tanto un fenómeno surgido de abajo como generado desde arriba; en él se expresan la conciencia de clase tanto como la falta de la misma; conviven en contradicción lo popular y lo no popular. Todo integrado en y por lo estético, por el arte mismo, e irradiado con el poder penetrante de la música.

La trayectoria de L-Gante demuestra, pues, lo inconveniente que es aferrarse a ciertos esquemas simplistas para abordar hoy el concepto de cultura popular. L-Gante es como un espejo: no sólo porque en él se ven reflejados miles de jóvenes –como aquel muchacho humilde del tren Roca–, sino porque su veloz ascenso permite, también como los espejos, obtener distintas perspectivas.

Notas:

1 Sancionan la difusión de la cumbia villera, en diario La Prensa, 5 de octubre de 2001, https://www.laprensa.com.ar/257769-Sancionan-la-difusion-de-la-cumbia-villera.note.aspx

2 Ver testimonio de Juan Grabois en el documental Diciembre, de Alejandro Bercovich y César González.


Julián Monti es músico y docente.

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