Home Notas El caso Vicentin: una estatización necesaria en un sector estratégico de la economía

El caso Vicentin: una estatización necesaria en un sector estratégico de la economía

por La Marea

Marcha de trabajadores en favor de la expropiación de Vicentin, Rosario 9.7.2020

 

Escribe Pablo Volkind

Desde el anuncio de la intervención de la empresa Vicentin por parte del Estado nacional se ha desatado un intenso debate en la política argentina acerca de la posibilidad de su expropiación. En este artículo, el autor explica los mecanismos a través de los cuales esta empresa, fundada en la década de 1920, se ubicó entre los grandes monopolios que manejan el agronegocio en nuestro país: evasión de impuestos, endeudamiento con bancos del Estado, fuga de capitales y hasta crímenes de lesa humanidad.

Vicentin ocupa un lugar protagónico en una actividad nodal de la estructura económica nacional: la exportación de granos y sus derivados y el ingreso de divisas a nuestro país. El concurso preventivo por cesasión de pagos y la posterior intervención por parte del gobierno nacional (jurídicamente denominada “ocupación temporaria”), puso al descubierto la operatoria fraudulenta de la empresa. Dicha intervención también avivó el debate acerca de su estatización.
Estos debates giran en torno a una actividad estratégica. Las exportaciones generan el único ingreso de divisas genuinas a nuestro país y, en una economía tan extranjerizada como la nuestra, donde las grandes empresas remiten sus ganancias al exterior, garantizar que las mismas no se fuguen resulta una prioridad. Tal como se detalla en el Decreto de Necesidad y Urgencia, cuando Vicentin entró en cesación de pagos, la sociedad cedió, para saldar deudas comerciales, un tercio (1/3) de su participación en la sociedad RENOVA S.A. al grupo GLENCORE, de capitales suizos. De este modo, éstos pasaron a tomar el control efectivo de la empresa al adjudicarse el 66.67% de las acciones, perdiendo de esta forma VICENTIN S.A.I.C. el control de una compañía estratégica dentro de su grupo económico. Así, se profundizaba el peso del capital monopolista extranjero en nuestro país con las perjudiciales consecuencias que eso genera.

Prácticas y mecanismos con historia centenaria
En nuestro país, el negocio de exportación de granos y sus derivados, salvo en un acotado período del siglo XX, siempre estuvo en manos de un puñado de empresas que se valieron de la elusión impositiva, con vínculos estrechos con diversos sectores de las clases dominantes, creación de empresas en el exterior y remisión de sus utilidades al extranjero para garantizar sus cuantiosas ganancias. Estas prácticas también incluyeron la diversificación productiva con el objeto de controlar el procesamiento de la materia prima local, el traslado y el embarque.
Tal es el caso de firmas como Bunge & Born o Dreyfus, que mantienen posiciones estratégicas en nuestro país desde fines del siglo XIX. En aquel período, el negocio de la exportación de granos estaba monopolizado por cuatro empresas extranjeras, la mayoría de capital alemán. Los tentáculos de estas grandes compañías, que controlaban el mercado y un porcentaje significativo del crédito agrario, se extendían desde los molineros, los dueños de almacenes de campaña y los operadores independientes, hasta los comerciantes de cereales y los acopiadores que funcionaban como agentes de las grandes compañías. Su poder se extendía hasta los principales puertos del país donde virtualmente monopolizaban las operaciones en función de sus estrechas vinculaciones con el mercado mundial.
Las “cuatro grandes”, como eran conocidas estas firmas en aquella época, regulaban los lugares de almacenamiento, contaban con concesiones portuarias y podían manipular la cotización de los granos a partir del control de las operaciones a escala planetaria. De este modo, detentaban de una posición de privilegio que le permitía imponer el precio de compra de los granos a productores que ni siquiera tenían la posibilidad de almacenarlo en la parcela y corrían el riesgo de perder la cosecha ante inclemencias climáticas. Frente a la premura por vender y conseguir el dinero para reiniciar el proceso productivo, quedaban a merced de estos grandes pulpos.
Tal como se evidencia en la actualidad, ya a inicios del siglo XX, Bunge & Born inició un proceso de diversificación que incluyo la creación de bancos y financieras, la compra de tierras y la adquisición de un taller que dio origen a una empresa de envases metálicos para alimentos. Luego se insertó en la industria alimenticia a través de la creación de “Molinos Río de la Plata” y también comenzó a operar en el rubro de la confección de bolsas de yute para el transporte de cereales a través de la Compañía Industrial de Bolsas. En la década de 1920 inauguraron la fábrica de pinturas Alba, una desmontadora y la hilandería y tejeduría Grafa. Esta expansión de sus actividades –en muchos casos mediante la compra de las empresas competidoras– le permitió́ a Bunge & Born incrementar exponencialmente sus ganancias mediante el control de otros rubros conexos a la exportación de granos. Uno de los mecanismos consistía en exigir que los agricultores vendieran su trigo embolsado. El gobierno fijó elevados impuestos a las importaciones de bolsas para granos, pero prácticamente liberó de gravámenes la compra de piezas de yute cortadas que ingresaban desde la India. Así, la empresa de Bunge & Born detentaba el monopolio de la provisión de ese insumo fundamental para la venta de trigo que no podía realizarse a granel.
Un derrotero similar, aunque en menor escala, transitó la firma creada por la familia Vicentin y hoy dirigida por Nardelli. Se inició a fines de la década de 1920 en la localidad de Avellaneda, provincia de Santa Fe, dedicada a desmontar algodón y fabricar aceite. Con el paso de los años fueron ampliando sus operaciones. Hoy, además de la venta de granos en el mercado mundial, controla un feedlot, una algodonera, produce agroquímicos, posee tres plantas de procesamiento de granos, puerto propio, hilandera en Brasil, genera alimento balanceado y cuenta con una de las principales plantas de producción de biodiesel en alianza con el capital extranjero.
Curiosamente, la historia de Vicentin reconoce dos grandes momentos de crecimiento, ambos bajo gobiernos dictatoriales: primero en 1966, con una sustancial ampliación de la capacidad de molienda, y luego, en 1979, con la creación de una segunda planta de molienda de soja y girasol en el sur santafesino.
En este proceso, no sólo se fue afianzando su patrimonio sino también su entrelazamiento con el poder político y empresarial local y provincial. A tal punto, que tienen abierta una causa judicial por responsabilidad empresarial en crímenes de lesa humanidad: se trata del secuestro de 22 obreros de su planta de Reconquista, entre los que había 14 delegados, muchos de los cuales “cazados” por la policía dentro de la fábrica.
Los alcances de sus vínculos se evidenciaron con mayor transparencia durante el gobierno de Mauricio Macri, cuando acumuló una deuda que ronda los $18.000 millones (300 millones de dólares). La relación entre Vicentin y el Banco Nación es larga. El Banco le financiaba las exportaciones a través de créditos en dólares que se duplicaron durante el macrismo: pasó de 150 millones de dólares en 2015 a 300 millones de dólares en 2019.
A partir del resultado de las PASO de 2019, la firma dejó de pagar sus deudas, aunque, sorprendentemente, siguió recibiendo dinero del Nación por la friolera suma de 95 millones de dólares. Estas prácticas recrean la operatoria de empresas como Bunge & Born desde inicios del siglo XX, en las que tomaban créditos en entidades locales –como el propio Banco Nación– para redistribuirlos a través de sus agentes radicados en diversas localidades, con el objeto de asegurar su papel central en todo el proceso vinculado con la compra y exportación de granos. Las elevadas sumas de capital que utilizaban en el negocio, que provenía de bancos nacionales y extranjeros, representaban un elemento más de ese portentoso proceso de acumulación, basado en control simultáneo de diferentes núcleos claves del sistema.  

 

Mauricio Macri, Sergio Nardelli, director de Vicentin, 

y el ex Ministro de Producción Dante Sica

 

 

Los debates en torno a la intervención

 

La decisión del gobierno nacional de colocar un interventor despertó una intensa polémica alimentada por los argumentos que difunde la empresa, los opositores políticos, las entidades empresariales que representan al capital extranjero y los grandes medios de comunicación que expresan los intereses de estos sectores. Entendemos que resulta necesario aportar a este debate una serie de datos y argumentos que colaboren en sopesar las frases altisonantes que se oyen en radio, en televisión y se leen en los diarios.
A pesar de las acusaciones que pesan sobre la empresa, las deudas que tiene contraídas y la evidencia sobre la fuga de capitales, se insiste en que la empresa Vicentin es una firma nacional, que hizo mucho por la localidad de Avellaneda; intervenirla, pues, implicaría afectar la historia y las raíces de un pueblo, dañar la imagen de una familia que siempre vivió en la provincia y que ayudó a sostener el empleo.
Al respecto, el intendente de esa localidad manifestó: “que una empresa de estas características se expropie y se roben 90 años de historia, de sacrificio, de humildad, de esfuerzo, de inteligencia para llevar Avellaneda al resto del mundo. No podemos permitir que nos roben” (La Nación, 10/6/2020). Así quedó evidenciado en la concentración que organizaron en esta localidad santafesina. Allí habló la nieta del fundador, rodeada de una bandera argentina: “Mi abuelo fue Roberto Vicentin, uno de los fundadores junto a sus dos hermanos y un tío. En Avellaneda, Vicentin es nuestra familia. Vivimos ahí desde siempre, trabajamos ahí” (Perfin, 13/6/2020).
Para generar este tipo de consenso y apoyos, la empresa apeló, casi a lo largo de un siglo, a maniobras y medidas que también pueden evidenciarse en otros casos similares. Destinó un ínfimo porcentaje de sus ganancias a construir una plaza, una escuela, un club, asfaltar algunas calles y otras iniciativas similares (el cine se llama “Máximo Vicentin” y la escuela secundaria “Roberto Vicentin”) que, en función de sus ganancias, no tenían costo económico alguno, pero que le reportaron, eso sí, un gran beneficio político y social. Una práctica similar puede evidenciarse con la empresa Techint en Campana, donde una escuela primaria se llama “Enrique Rocca”, donde se puede transitar por la Av. Agustín Rocca o por el Parque Urbano Roberto Rocca. También en el partido de Tandil: el club de fútbol, una de las principales avenidas, la plaza y el hospital llevan el nombre de Santamarina, el principal terrateniente de la zona. Prácticas similares se aprecian a lo largo de todo el país por parte de las grandes empresas.
A pesar de los mecanismos, recursos y estrechos vínculos con los funcionarios de cada distrito que despliegan estas empresas, los obreros que trabajan en Vicentin, respaldados por el sindicato, apoyaron la intervención de la firma. Expresaron el profundo “malestar que nos genera ver cómo algunos dirigentes políticos, por todos conocidos en nuestras localidades de Avellaneda y Reconquista, ante el arribo de la comisión interventora el día 9 de junio salieron a manifestarse a favor de los intereses de los empresarios, arrogándose hablar en nombre de los trabajadores”. Al mismo tiempo, cuando las medidas de la empresa afectaron a los obreros “no mostraron apoyo ni solidaridad con las familias que perdían así su fuente laboral” (Comunicado de la Comisión Interna, Delegados de Base y trabajadores de Vicentin Saic, 11/6/2020).
A pesar de este “aporte” al desarrollo local, la quiebra de Vicentin dejó un tendal de deudas con productores agropecuarios de Santa Fé, Córdoba, Buenos Aires, Entre Ríos, el Noreste, el Noroeste y hasta de Mendoza, que le entregaron su producción a la empresa y ahora no cobrarían: una masa de acreedores que asciende a 1.895 establecimientos que dependen de esos ingresos para proseguir en sus actividades. Además, tal como afirma el Decreto de Necesidad y Urgencia, el proceso que inició la empresa pone en riego a 2.195 puestos de trabajo de la industria aceitera, 1.000 puestos de trabajo en la planta algodonera (de los cuales ya fueron licenciados 500 en el mes de marzo), 376 en la rama vitivinícola de Vicentin y 2.057 del frigorífico Friar que pertenece a este grupo. Los trabajadores denuncian que en 2019 la “empresa decidió cerrar dos de los sectores icónicos como lo han sido la refinería y la envasadora de aceite alegando que era poco rentable mantenerlos en la región, y dejando así varios empleados sin trabajo” (Comunicado, 11/6).
Como si fuera poco, la falencia de Vicentin y la dilación del proceso judicial afectaron su volumen de operaciones que, al disminuir, podría conllevar a una mayor concentración de la exportación de granos y derivados en manos del capital extrajero norteamericano, chino, francés o alemán, en detrimento de los intereses nacionales y en beneficio del capital monopolista que remite sus ganancias hacia el exterior. La intervención y futura expropiación debería priorizar estas problemáticas y no operar como un “salvataje” de los grandes empresarios del agro y los bancos extranjeros que figuran entre los principales acreedores de la firma.
Es necesario precisar que no se trata de una industria que produzca para el mercado interno, que requiera que ese mercado se incremente y que reinvierte localmente. Por el contrario, en los últimos años Vicentin trasladó su domicilio fiscal a Uruguay (con lo cual dejaría de ser una empresa nacional), tiene oficinas en Paraguay, Brasil y Europa y fuga sus ganancias a paraísos fiscales. Estos empresarios forman parte de la denominada burguesía intermediaria, aquella fracción del empresariado que acumula ganancias a partir de su entrelazamiento con el capital extranjero, de la “apertura” del país al mercado externo y de la subordinación nacional a las grandes potencias. En el último tiempo, afianzó sus negocios con el capital extranjero a través de la venta de activos de la empresa a la firma suiza Glencore, a quien unos días antes de la intervención le vendió un nuevo paquete de acciones.
El periodista económico Guillermo Kohan –columnista del programa de Marcelo Longobardi en Radio Mitre– afirma sobre Vicentin: “el campo se levantó ante un intento de abuso de poder” dado que la empresa juega un papel muy importante para los productores locales que comercializan su grano con la compañía (La Nación, 11/6/2020). Sucede que esta empresa dejó una abultada deuda con esos pequeños y medianos productores. Cuando tomó los créditos del Banco Nación por 95 millones de dólares, en el mes de noviembre de 2019, en lugar de afrontar esos compromisos, giró las divisas al exterior.
Desde el diario La Nación y otros medios afines, intentan convencernos que esta empresa no puede ser considerada “estratégica” porque sólo controla el 9% de las exportaciones de granos y derivados. Sin embargo, Vicentin es una de las mayores compañías dedicadas a esta actividad y la principal exportadora de aceite de soja y subproductos de oleaginosas como los pellets. Factura alrededor de 3.000 millones de dólares por año, lo que equivale aproximadamente al 5,5% de los ingresos totales de divisas que generan las exportaciones argentinas. El monopolio norteamericano Cargill, primero en el ranking de exportadores, representa el 14% del total. Por lo tanto, controlar el 10%, transforma a Vicentin en una empresa estratégica en un país que carece de dólares y cuyo principal ingreso de divisas genuinas lo constituye la venta en el mercado externo de productos primarios y sus derivados. Lo que sucede es que, entre las 6 primeras firmas, concentran el 65% del negocio. Si ampliamos el radio hasta las primeras 10 empresas, controlan el 91% de los 97,6 millones de toneladas totales de trigo, maíz, soja, cebada, sorgo, girasol, arroz, maní, más sus respectivas harinas y aceites vegetales y algunas legumbres que exporta Argentina. Un verdadero embudo.
Además, Vicentin –al igual que el resto de estas empresas– ha eludido sistemáticamente sus obligaciones fiscales. Para pagar menos impuestos a las ganancias y esquivar las retenciones, declara sus exportaciones en Paraguay o Uruguay (donde abrieron oficinas con un número ínfimo de empleados que alcanza como fachada para estas maniobras), pero cargan los barcos en Rosario con soja, aceite y pellets argentinos. De ese modo, esta “empresa argentina” se queda con esa soja, abona a los productos descontando los impuestos a las exportaciones, pero intercepta las ganancias que se computan en Uruguay.
Finalmente, ex funcionarios de energía, como Alieto Guadani, y directivos de la Unión Industrial Argentina, afirman que “la expropiación de Vicentin es una mala señal para las inversiones que necesita la Argentina” (Clarín, 11/6/2020). Al respecto, resulta llamativo que durante el gobierno de Macri –que se presentaba como la garantía personificada de la seguridad jurídica– se auguró una “lluvia de inversiones”, se abrieron los paraguas y no cayó “ni una gota”. La situación incita a reflexionar no sólo por qué no “vienen” dichas inversiones, sino cuáles serían los beneficios para el pueblo argentino. Cuando una empresa extranjera decide invertir en nuestro país, lo único que persigue es embolsar una tasa de ganancia superior a lo que podría obtener en otra parte del mundo. Esto implica que paga menos impuestos, abona salarios menores, logra entrelazarse con sectores dominantes locales para lograr concesiones especiales y protección arancelaria, carece de límites para llevarse esas ganancias y se le garantizan los dólares para esa operación. Sólo resulta conveniente si pueden llevarse más de lo que “trajeron”. Por eso, luego de la inversión inicial, suelen financiarse con créditos internos otorgados, en muchos casos, por bancos estatales. Se benefician del ahorro interno, amplían su operación y remiten sus dividendos al extranjero para reinvertirlos en otras latitudes del planeta. En definitiva, visto desde los intereses de los sectores populares y la necesidad de construir una nación soberana e independiente, toda medida que limite el accionar del capital extranjero debiera ser bienvenida. El discurso hegemónico que difunden los medios sobre las supuestas bondades de la llegada del capital extranjero debe ser cuestionado a la luz de las evidencias históricas que demuestran lo contrario.

La estatización de Vicentin representa un paso hacia delante
La expropiación de la compañía para convertirla en una empresa pública le permitiría al Estado controlar una empresa de esta envergadura y contar con un mecanismo para intervenir no sólo en la fijación de los precios de compra de los granos sino también en los valores de venta de sus derivados en el mercado interno. Así, existiría alguna posibilidad de incidir –con muchas limitaciones–, en el precio local de la harina y el pan al desacoplar las cotizaciones internas de los vaivenes del mercado mundial (en el porcentaje que le corresponde a Vicentin). Este fue uno de los objetivos que cumplió el IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) durante el primer gobierno de Perón. Aunque en aquella oportunidad se nacionalizó el comercio exterior de granos en su conjunto, haciendo efectiva dicha intervención y control de los precios internos.
También abriría la posibilidad de garantizar los puestos de trabajo de las empresas del grupo económico, el cobro de los créditos que se otorgaron a través del Banco Nación con dinero de todo el pueblo argentino y saldar las deudas con los proveedores, muchos de los cuales dependen de ese ingreso para su funcionamiento.
Por su parte, los voceros del agronegocio y las grandes corporaciones –como el editorialista del suplemento Clarín Rural, Héctor Huego, o el vicepresidente de la UIA, Daniel Funes de Rioja– despotrican contra esta medida. Argumentan que la expropiación “interfiere” en un mercado que funciona con absoluta “transparencia” y que no garantiza la soberanía alimentaria, porque, según ellos, ése es un problema resuelto, dado que hoy en día Argentina produce alimento para cientos de millones de personas. Lo que no se pone en discusión es que nuestro país genera lo que demanda el mercado externo (particularmente las grandes potencias), con un “paquete tecnológico” que imponen esas potencias y con insumos que se importan en un elevado porcentaje. Se aplican agroquímicos y fungicidas desde aviones que envenenan a los pueblos y, además, los laboratorios extranjeros controlan un gran parte de la producción de semillas genéticamente modificadas (los famosos “eventos tecnológicos”) y exigen el pago de patentes y regalías para su disponibilidad en estas tierras.
La soberanía alimentaria implica mucho más que la producción de comida; implica el debate sobre el “modelo productivo”, sobre la recuperación de las prácticas culturales de las diversas regiones del país, sobre el imprescindible desarrollo científico y tecnológico nacional para la producción de alimentos en función de las necesidades populares, sobre la urgencia de romper la dependencia, sobre la Soberanía, con mayúscula.

 
Pablo Volkind es docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires – Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios

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